Cuando el presidente de la España declaraba en los medios de propaganda televisivos «la gendarmería marroquí se ha empeñado a fondo en tratar de evitar el asalto violento que ponía en cuestión, nada más y nada menos, que nuestra propia integridad territorial que ha sido bien resuelto por parte de los dos cuerpos de seguridad tanto en España como en Marruecos»; podíamos ver cuerpos humanos maltrechos, desfallecidos e inertes, amontonados por los servidores del Orden que los seguían golpeando. El anfitrión de los señores de las guerras justas no se había enterado de la masacre. Quizás sea la negritud de los cuerpos lo que impide al presidente una visión nítida de la realidad y lleve a confundirlos con el paisaje. Cosa que no pasa con la blancura de los migrantes ucranianos donde la sangre, de igual color que la de aquellos, al parecer resalta más a ojos de nuestros próceres. La visión superficial de treinta y siete víctimas mortales y centenares de heridos pudieran causarnos horror si no supiéramos gracias al Ministro de Interior que en relación a los sucesos en la valla de Melilla «practicamos una política migratoria de respeto escrupuloso de los derechos humanos».

Nos pide el presidente más progresista «que nos pongamos en la piel y en los zapatos de los cuarenta guardiaciviles y de los cien gendarmes marroquís heridos»; que merced a la intervención al alimón de la Virgen del Pilar y Alá el misericordioso, han debido de sanar como por ensalmo al carecer de imagen alguna de servidor del Orden herido.

Asegura Marlaska que «España no va a ahorrar esfuerzos para dar acogida a refugiados ucranianos». Algo loable al huir de una guerra. Los sudaneses huyen de otra pero con actitud distinta, al decir de Sánchez: vienen atacando la integridad territorial de España. ¿Cómo? Al parecer las concertinas, ese alambre con cuchillas, es lo que mantiene la unidad territorial española. No eran suficientes catalanes y vascos que ahora se les unen los africanos. Gracias a Dios estamos en la OTAN y Turquía es aliada nuestra.