Belén Matínez
Analista social

Zoos humanos

Habían pasado algo más de 20 años de la declaración de independencia de las antiguas colonias. «La Marche des beurs» atravesaba Francia. 1.500 kilómetros por la igualdad y contra el racismo.

Creía que el racismo primario se extinguiría para siempre. Que sería algo irrepetible: fantasmas y vestigios de un pasado que nunca volvería. Pero, como la hidra enredada de la mitología, que resurge de vez en cuando, el racismo sigue campando a sus anchas. Permanece agazapado en las sombras; difuso y oculto, nutriéndose de banderas y nostalgias (nostalgia de imperios antiguos y misiones civilizadoras). El racismo biológico acaba de escupirnos a bocajarro en la jeta: «¡Chimpancé, cómete la banana!».

El racismo es transversal y transnacional. Una adolescente, educada en los principios de «libertad, igualdad y fraternidad», equipara a la ministra de Justicia gala con la mona Chita y la titular de Integración del Gobierno italiano, Cécile Kyenge, es calificada de «orangután» en el «gobierno del bonga bonga».

La Liga Norte, el Frente Nacional y el Bloc Identitaire son partidos xenófobos. Sin embargo, la creación del Ministerio de la Identidad Nacional contribuyó a la institucionalización del discurso racista del FN. Para Guéant, ministro de Interior del Gobierno de Sarkozy, todas las civilizaciones «no valen lo mismo» y apela a proteger la «nuestra» su homónimo actual, Manuel Valls, quien afirma que «la mayoría de los Rom no son integrables en la sociedad francesa, porque no aspiran a integrarse».

La marcha de 1983 debe proseguir. Para que no vuelvan los tiempos en los que las mujeres negras eran bestializadas y exhibidas como venus hotentotes.