No puedo ocultar la decepción que me ha causado el segundo largometraje de Patxi Amezcua, después de una ópera prima tan prometedora y estimulante como «25 kilates». Entre ambas películas media la diferencia existente entre la producción independiente que busca el realismo y la autenticidad dentro del cine negro y aquella otra más comercial, que se conforma con un suspense tramposo y al gusto del tipo de espectador que prefiere el mero entretenimiento que no le haga pensar demasiado.

Y lo del suspense es un decir, porque al público se lo dan todo hecho, de tal manera que las sospechas recaen desde el primer momento de una parte del matrimonio protagonista. Es el pobre Ricardo Darín el único engañado en medio de la intriga, el único que carga con un personaje demasiado metido emocionalmente en la película de su vida como para percatarse de que el enemigo lo tiene en casa. Y su primera reacción, en cuanto padre en apuros, es la de acusar sin pruebas, y eso que es abogado de profesión, a toda la vecindad.

El público argentino ha llenado las salas y se ha puesto del lado defendido por Ricardo Darín, con lo que Belén Rueda queda como la mala de la función. Los insistentes primeros planos la delatan, dada su fisonomía poco natural y de gesto forzado, seguramente por culpa del botox o del bisturí. Su caracterización resulta antipática, más aún desde que confiesa su intención de llevarse a los hijos con ella de vuelta a Madrid. Es, por lo tanto, la que más tiene que perder dentro de la pareja de seguir en Buenos Aires, justo en ese edificio laberíntico donde han ido a desaparecer el niño y la niña.

La casuística juega en este caso concreto a favor de la custodia paterna y la materna sale mal parada, porque no se da la posibilidad de compartirla al querer vivir en continentes separados. El ejemplo no resulta nada sutil, menos en un momento en que el problema de los divorcios lleva al replanteamiento de la organización familiar y su función educativa.