Karlos ZURUTUZA Trípoli
LA LIBIA POSTGADAFI

«Todos somos Gadafi»

Dos años después de la muerte, linchado, de Muamar Gadafi, los tripolitanos de a pie son víctimas de una violencia indiscriminada en un país cuya ley es dictada y ejecutada por milicias locales.

Accidente de tráfico en la avenida Omar Mojtar, en el centro de Trípoli. No hay heridos pero sí un parachoques colgando de la parte trasera de un coche coreano. A los pocos segundos ya se cierra un corro de tripolitanos expectantes en el lugar.

Están los que esperaban al taxi colectivo, los que bebían café en vasos de papel en la cafetería de al lado; un barrendero bengalí enfundado en su buzo naranja.. Ni rastro de la Policía, pero el universal «el que pega paga» dirime el asunto en apenas cinco minutos.

«Ha tenido suerte», asegura Mansur, instalador de antenas parabólicas. «Te puede tocar un energúmeno que te amenace con una pistola. Todo el mundo lleva una en la guantera del coche». En ese caso, sostiene, hay dos opciones: «Meterte en el coche y largarte sin levantar la voz, o llamar a algún hermano o primo en alguna de las milicias locales para que traiga la artillería pesada».

En Libia, la Policía y el Ejército son nombres sobre el papel para entidades que todavía no existen sobre el terreno. La seguridad, o la falta de la misma, viene de la mano de los grupos insurgentes que se levantaron contra Gadafi, pero que siguen defendiendo intereses locales, e incluso particulares. Estadísticas oficiales sitúan su cifra en torno a los 250.000, pero pueden ser muchos más.

Pero la gente no está contenta. Precisamente, el viernes Trípoli fue testigo de los mayores episodios de violencia desde el fin de la guerra en 2011. Una marcha contra la impunidad con la que actúan las milicias fue sofocada a tiros (por una milicia, por supuesto), algunos de fuego antiaéreo desde furgonetas. El resultado, al menos 43 muertos y 490 heridos.

Los móviles de los internacionales ardían con SMS de alerta de sus respectivas embajadas; los trabajadores de la ONU quedaban recluidos en sus hoteles de lujo, en un «nivel 5» dentro del protocolo de seguridad de Naciones Unidas (el 6 es «evacuación»). Mientras tanto, los libios seguían muriendo en la calle.

«Como con Gadafi, exactamente igual», apunta Shokir Agmar, abogado residente en Trípoli pero originario de Jadu, en las montañas de Nafusa al suroeste de la capital.

«En Trípoli sólo me siento totalmente seguro en Gorji -barrio al suroeste de Trípoli-, porque la milicia local es amazigh», asegura.

«Suelo volver a casa los fines de semana pero siempre por carreteras secundarias, nunca por la vía principal que pasa por Aziziyah. Ese es territorio de la tribu de Warshafana, leal a Gadafi. Si me paran verán que soy amazigh enseguida y puedo tener problemas», explica este bereber de 32 años, que siempre atraviesa Zawiya, a 50 kilómetros al oeste de Trípoli, aunque el camino sea más largo.

«La ciudad la controla una milicia islamista. Tampoco me inspiran ninguna confianza pero, por el momento, esa es la opción menos mala», añade.

Equilibrio precario

«Evita las callejuelas de la ciudad vieja y el solitario paseo marítimo al oeste del puerto; busca las calles transitadas del bazar, aunque te lleve más tiempo, pero ten cuidado bajo los arcos de la avenida Rashid al anochecer». Son algunos de los consejos que casi todos tienen en cuenta, y a los que siempre sucede un «llámame en cuanto llegues a casa para saber que estás bien».

Kemal, es uno de los miles de tunecinos a los que el desplome del turismo en su país empujó hasta Trípoli. No sale nunca más tarde de las seis del hotel en el que trabaja.

Por supuesto, para las mujeres es todavía peor: «¿Has visto alguna por la calle sin velo? ¿Y de noche?», exclama Asma Bilal, activista por los derechos de las de su género. La joven habla de asaltos sexuales y secuestros que sólo son investigados «cuando una de las afectadas tiene un hermano o primo en la milicia local. Entonces se buscará, casa por casa, y se detendrá a medio barrio si hace falta», añade.

Cresta a lo Ronaldo y pantalón pitillo

Aparecen de repente en un coche desvencijado, como los de hoy por la tarde a la entrada de Abu Salim -suroeste de Trípoli- cuatro adolescentes de Misrata -cresta a lo Ronaldo y pantalones pitillo- pidiendo «papeles» a punta de kalashnikov a familias que no ven el momento de llegar a casa.

No siempre es posible ya que las detenciones son tan arbitrarias como el tiempo que los arrestados permanecerán en los cuarteles generales de sus captores. Por supuesto, la tortura va a menudo incluida en el paquete.

Abu Jamal perdió su ojo derecho a manos de la milicia de Zintan, un enclave árabe en Nafusa que presume de uno de los grupos armados más numerosos y mejor equipados de Libia. «Me pararon en un control a las afueras de Trípoli y me arrastraron fuera del coche cuando vieron que era de Bani Walid -junto con Sirte, el último bastión gadafista en caer en manos de la oposición-», recuerda Jamal desde uno de los cafés de moda de la capital: Wi-fi y café Illy a la sombra de un minarete pero a precios vaticanos.

«Me llevaron a su cuartel en Zintan, donde uno de los milicianos que decía haber perdido a su hermano en Bani Walid me ató a una silla y me golpeó con un puño americano hasta que cayó rendido. Al día siguiente me dejaron tirado en la cuneta de la carretera. Todavía sangraba».

Jamal ha tenido que invertir casi todos sus ahorros en su rehabilitación en Túnez. «La sanidad aquí es otro capítulo aparte», añade.

Licenciado en Derecho por la Universidad de Londres, Wail Brahimi es uno de esos libios que volvió de un exilio forzado al calor de la revolución para «contribuir en la construcción de la nueva Libia».

No es fácil: «Puedes hacer lo que quieras al amparo de una milicia. Antes sólo era uno el que mataba y torturaba pero hoy puede ser cualquiera; hoy todos somos Gadafi», lamenta este tripolitano retornado que baraja utilizar su pasaporte británico y volver a Londres «en breve».

Y es que su pronóstico está lejos de ser optimista: «Si una milicia no ataca a la vecina es porque sabe que aquella también está armada hasta los dientes. Lo más triste de todo es que evitamos una nueva guerra a través de un precario equilibrio de fuerzas. Y todos sabemos que este se romperá, antes o después».