Jaime IGLESIAS MADRID
Elkarrizketa
Ramón Barea
Actor y director. Premio Nacional de Teatro

«En lo referente al teatro, en Euskadi siempre hemos tenido muy poca estima por lo propio»

Aunque para muchos, incluido él mismo, fue toda una sorpresa, el Nacional de Teatro que concede el Ministerio de Cultura estatal pocas veces ha resultado tan indiscutible como este año, al reconocer la trayectoria profesional de Ramón Barea (Bilbo, 1949) y sus múltiples facetas como hombre de teatro. El actor, que actualmente se encuentra cosechando críticas elogiosas por su trabajo en «Montenegro», de Valle Inclán, hace repaso de su carrera y de la situación del teatro en Euskal Herria.

¿Cómo recibió la concesión del Premio Nacional del Teatro?

Pues en principio con sorpresa, tanto es así que cuando vi que me llamaban repetidamente desde un número de Madrid que no conocía, tardé en coger la llamada pensando que igual sería alguien de alguna entidad bancaria que quería contactar conmigo para reclamarme el pago de unos plazos (risas). Cuando me comunicaron que eran del Ministerio y que me acababan de conceder el Premio Nacional de Teatro, me embargó la alegría de lo inesperado porque este tipo de galardones suelen premiar al actor de moda, a aquél que se encuentra en la cresta de la ola o ha hecho algún trabajo reciente de gran repercusión, lo que, desde luego, no es mi caso. Y esto, a su vez, me hizo reflexionar sobre lo que de simbólico tiene un premio como éste para alguien como yo que lleva tantos años trabajando en facetas tan diversas dentro de la profesión, algo que fue reconocido por el jurado y también por muchos compañeros que, desde entonces, me han estado llamando para felicitarme. Esas muestras de cariño son las que más ilusión me han hecho, pues al final uno tiene la sensación de que se trata de un premio compartido, que implica a mucha otra gente.

Usted pertenece a una generación en la que dedicarse al teatro tenía un fuerte componente vocacional ¿cómo se le despertó a usted?

Pues la verdad es que nunca lo he tenido claro, porque cuando yo empecé en esto apenas había escuelas de arte dramático. La gente que se dedicaba por entonces al teatro, en la mayor parte de los casos, lo hacía estimulada por antecedentes familiares, lo que tampoco fue mi caso. Es más, mi madre siempre me aleccionaba para encontrar un trabajo seguro, y lo tuve, pero sin saber muy bien cómo decidí abandonarlo para lanzarme a un oficio como éste que si de algo carece es de garantía de continuidad. Total, que al final sin saber muy bien cómo, me vi, junto con otros compañeros, inventando prácticamente el teatro independiente en Euskadi. Porque lo que sí tenía claro desde mi adolescencia es que yo quería ser actor pero de teatro, ya que siendo como era un espectador compulsivo, el escenario siempre me pareció un espacio privilegiado para expresarme al margen de las presiones sociales.

Imagino que este reconocimiento, que este momento dulce que vive ahora compensa (o es consecuencia de) aquellos tiempos heróicos de cargar y descargar furgonetas con las compañías.

La furgoneta era la medida de todas las cosas, la escenografía, el vestuario, la iluminación, todo tenía que caber en ella, con lo cual aquello te daba la dimensión exacta de tu trabajo y determinaba tu relación con el oficio. Cuando los actores hablamos de búsquedas a la hora de afrontar un personaje o un proyecto, es una palabra que destila mucho glamour, pero la búsqueda también se hace desde el sacrificio y las servidumbres y el cargar y descargar furgonetas te impone una disciplina en ese sentido, sobre todo en un país como Euskadi donde hasta bien entrados los años 90 no hubo un teatro profesional más o menos estable.

¿Aquél fue un escenario deseable? Lo digo porque en estos tiempos de incertidumbre para el sector, no son pocos los que reivindican que la profesión de cómico ha de sostenerse desde la vocación, lo que según otros muchos redundaría en una precarización extrema de las condiciones laborales de la gente del teatro.

En aquellos tiempos de los que hablaba, cuando yo empezaba en esto e íbamos de pueblo en pueblo con nuestra furgoneta, no había subvenciones ni nada que se le pareciese, te acostumbrabas a ir tirando sin el apoyo de las instituciones, si éste llegaba luego pues bienvenido era. ¡Ojo! no estoy diciendo que la administración no deba ocuparse del teatro, ¡claro que debe hacerlo! Su deber es impulsar y mantener ese germen cultural que muchas pequeñas compañías han sembrado, pero es que pasamos de la precariedad más absoluta a la sobreprotección por parte de la administración que, desde mediados de los años 80, con muy buena voluntad (¡eso sí hay que reconocérselo!), ha venido asumiendo roles que a lo mejor no le correspondía en materia de producción y exhibición teatral y, sin embargo, ha invertido muy poco en la formación de nuevos públicos.

Los vínculos del teatro con el tejido social siguen siendo muy inestables y las compañías sobreviven como materia contratable. Eso no ha cambiado en todos estos años, lo que sí ha cambiado es que hay más salas con mejores dotaciones ¿pero si todos esos nuevos teatros no están habitados por una compañía estable, tiene sentido la inversión realizada? A lo mejor lo idóneo hubiera sido crear menos espacios pero mejor aprovechados, cediendo su gestión a grupos de teatro que los sintieran como algo suyo y trabajasen desde ellos en la conformación de un tejido socio-cultural, en lugar de repartir subvenciones a diestro y siniestro. Ahora que el grifo del dinero público se ha cerrado, nuestro oficio se resiente ¡claro!

Pero ya hay algún recinto que funciona bajo ese sistema ¿no?

Bueno, está el Arriaga que se aproxima bastante al modelo de gestión que, a mi modo de ver, sería el deseable. Lo que está claro es que las administraciones no deberían asumir responsabilidades de programación o producción porque, aparte, sus criterios en ese sentido son absolutamente arbitrarios como lo son los que emplean a la hora de canalizar las ayudas públicas. Esa política, que han sido la que se ha llevado a cabo hasta fechas recientes, no sé si genera una precarización del sector de las artes escénicas, lo que sí es seguro es que no lo dota de ninguna estabilidad.

Nada más conocer el fallo del jurado, usted manifestó su extrañeza por el premio atendiendo a la sensación de haber sido transparente, casi invisible, pese a todos los años que lleva de oficio ¿aún conserva esa impresión?

Sí, supongo que esa sensación también se debe a haber desarrollado casi toda mi trayectoria profesional en Euskadi, de lo cual, dicho sea de paso, tampoco me arrepiento, al contrario, lo asumo casi como una declaración de intenciones, pero eso te condena prácticamente a la invisibilidad. Entre otras cosas porque aquí históricamente se ha sido más receptivo a crear una orquesta sinfónica de personas mayores que a apostar por un incipiente grupo de teatro. También es verdad que yo nunca he tenido necesidad por hacerme visible, por llamar la atención sobre mi persona, prueba de ello es que jamás he tenido un representante (risas). Pero en este oficio lo más importante es tener continuidad y en ese sentido sí me siento afortunado.

De sus palabras deduzco que ha echado de menos algo más de reconocimiento en Euskal Herria.

Sí, pero no hacia mí sino hacia nuestro oficio en general, hacia todos los grupos de teatro que surgieron durante aquellos años. En Euskadi siempre hemos tenido muy poca estima por lo propio, si triunfas fuera aún se te reserva un cierto grado de reconocimiento pero tampoco respetabilidad. De hecho todavía a la gente del teatro en algunas plazas se nos mira en plan: «¡Ah que te dedicas a esto! Entonces ¿no trabajas en nada?». Yo siempre he sentido que nuestra labor en aquellos años en los que hacíamos teatro de calle y te ibas labrando un nombre y un público fiel que te seguía y te aplaudía por todo Euskadi era una forma de estar en la sociedad vasca, pero luego ibas a hablar con la administración para intentar representar en tal o cual teatro y te decían «no hombre, lo que la gente quiere son espectáculos de escenografía fastuosa y con grandes nombres en el cartel, no hay cabida para vosotros». Ahora están cambiando un poco las percepciones y eso me hace ser optimista, pero el viaje ha sido largo y costoso.

¿Cómo valora el momento actual de las artes escénicas en Euskal Herria?

Pues como acabo de decir con un optimismo moderado: se han creado escuelas de teatro y las nuevas generaciones de intérpretes vascos están mejor preparadas para proyectos grandes. Pero para mí lo importante, como he apuntado antes, es que el teatro consolide su vinculación con el entorno más inmediato, que el trabajo de las compañías tenga un impacto sobre el mismo y cumpla una función social. Hay que encontrar fórmulas para trabajar en esa dirección.

De todas las facetas que ha cultivado a lo largo de su trayectoria ¿en cuál se ha sentido más cómodo?

Sin duda alguna como actor. De hecho, a veces pienso que el haberme liado la manta a la cabeza como director tan a menudome ha privado del placer de ser dirigido por otros. Me hubiera gustado tener menos iniciativa propia y haberme acercado más a los maestros. Aún recuerdo como uno de los momentos más felices de mi vida profesional el montaje de «Vivir cuerdo y morir loco», donde tuve el placer de ser dirigido por Fernando Fernán Gómez. Fue lo último que hizo en teatro, de hecho él ya estaba muy mal físicamente, pero fue una experiencia imborrable, me pasé varios meses soñando con él tras haber finalizado nuestra colaboración.

Montenegro, un personaje bárbaro

Actualmente Ramón Barea asume el personaje protagonista de «Montenegro», uno de los montajes estrella del Centro Dramático Nacional para esta temporada: «Para mí el gran premio que me ofrecía este 2013 era participar en este montaje, lo del Nacional de Teatro ha sido la guinda del pastel». Dirigido por Ernesto Caballero sobre un trabajo de adaptación y destilación de las tres piezas que integran las «Comedias bárbaras», este el segundo encuentro del actor bilbaíno con Valle Inclán, un autor que le fascina: «Hace unos años tuve la inmensa suerte de incorporar a Max Estrella en el montaje que Helena Pimenta hizo de `Luces de Bohemia', un personaje que aunaba lucidez y locura. Frente a él este Montenegro es solo locura pero es un personaje con muchas aristas, con muchas facetas que van desvelándose poco a poco. El montaje es una suerte de gran epopeya rural, cruel, salvaje. Valle fue el gran innovador de nuestro teatro y no solo por el uso que hace del lenguaje sino por las exigencias de puesta en escena que plantea: él escribía sus textos con la idea de que jamás se iban a representar y eso le llevaba a desbordar una imaginación portentosa que al actor le requiere trabajar». J.L.