Marc FONT Adjumani (Uganda)

De la esperanza al drama en menos de tres años

Más de 870.000 personas han abandonado sus casas por culpa del conflicto armado del Sudán del Sur, el país más joven del mundo. En el norte de Uganda, los refugiados se amontonan en campamentos donde el hambre es común y el agua escasea.

Hace mes y medio, Rebecca disfrutaba de una existencia relativamente apacible en la ciudad sursudanesa de Bor. Vivía en una casa junto a sus hijos y nietos y podían alimentarse gracias a las tierras y el ganado de su propiedad. Ahora todas sus pertenencias se acumulan en una vieja mochila llena de polvo. Tiene hambre -sólo come una vez al día-, se encuentra débil y ve pasar las horas debajo de la sombra de un árbol, que la protege de un calor sofocante. Rebecca ya no tiene techo y desde el 3 de enero duerme encima de una mugrienta tela de plástico que comparte con un sobrino y varios nietos. Su nuevo hogar, por llamarlo de alguna manera, está en Uganda y es el centro de tránsito de Dzaipi.

Con más de 60 años y, por segunda vez en su vida, se ha convertido en refugiada. A principios de la década de los noventa, huyó de la eterna guerra que enfrentaba el norte y el sur del Sudán. Volvió a casa en 2008, cuando ya se vislumbraba un Sudán del Sur independiente -se confirmaría en 2011-, pero el conflicto armado que desde el 15 de diciembre azota al país más joven del mundo la empujó a cruzar, de nuevo, la frontera. «Los rebeldes quemaron nuestras casas y nos saquearon. Lo perdimos todos. La vida, en Bor, ahora no es posible y no puedo plantearme volver a corto plazo», relata con tristeza.

La historia de Rebecca se repite entre los miles de refugiados que se amontonan en Dzaipi, ubicado en el fronterizo distrito ugandés de Adjumani. Casi todos son dinkas, el pueblo más numeroso del Sudán del Sur y al que pertenece el presidente, Salva Kiir, provienen de Bor y acusan a los «rebeldes» de haberles dejado sin nada. Los rebeldes son los partidarios de Riek Machar, vicepresidente del país hasta julio, cuando Kiir lo expulsó del gabinete y acrecentó sus tics dictatoriales. Machar es nuer, el segundo grupo étnico más grande del país, y sus fuerzas controlaron durante varias semanas Bor, la capital del estado de Jonglei, que junto al de Unidad -ambos ricos en petróleo- ha sido uno de los principales escenarios de la guerra.

La tensión entre los dos dirigentes fue en aumento y estalló el 15 de diciembre, cuando empezaron los combates. Kiir acusó a Machar, que en los últimos meses no escondió sus ambiciones presidenciales, de intentar perpetrar un golpe de Estado. El conflicto tiene su origen en una pugna política por el control del poder y los recursos del Sudán del Sur, fundamentalmente el petróleo y los puestos de trabajo del Gobierno -principal empleador del país-, pero ha derivado en un estallido de violencia étnica de difícil cicatrización. De momento, según varias organizaciones humanitarias, ya se ha cobrado 10.000 vidas, mientras que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) cifra en más de 870.000 las personas que han dejado sus casas, de las cuales 130.000 se han refugiado en los países vecinos. La ONU ha denunciado que las atrocidades corren a cargo tanto de las tropas gubernamentales como de los rebeldes.

Recelos de la población local

Presionadas por los estados del entorno, las dos partes firmaron un alto al fuego el 23 de enero en Addis Abeba, la capital etíope. La frágil tregua -con acusaciones mutuas de incumplimiento- debe dar paso al inicio de las conversaciones de paz, fijado mañana. El conflicto tiene ya un evidente impacto regional y afecta, en especial, a Kenia y Uganda, los principales socios comerciales del Sudán del Sur. Mientras el primero aboga por las vías diplomáticas para acabar con la violencia, el país presidido por Yoweri Museveni ha mandado tropas en ayuda de Salva Kiir, una decisión criticada por muchos analistas que cuestionan que, al mismo tiempo, Kampala quiera ejercer un papel de mediador en el enfrentamiento.

Uganda acoge más de 60.000 refugiados sursudaneses, alrededor de la mitad del total. La mayoría -45.000- se han instalado en el distrito de Adjumani, uno de los más pobres del país, lo que está generando cierto recelo entre la población local. David Chudi, vecino de la ciudad de Adjumani -la capital del distrito-, se queja a GARA de que los «hospitales, que normalmente ya son insuficientes, están completamente saturados» y reclama que Naciones Unidas y las organizaciones humanitarias tengan en cuenta también las necesidades de los habitantes autóctonos, tradicionalmente marginados por el Gobierno de Museveni.

Lucy Beck, portavoz del Acnur en la región, reconoce que no estaban preparados para semejante flujo de desplazados y que durante las primeras semanas de conflicto se han visto desbordados.

«Dzaipi era un centro planeado para recibir a 400 personas y en algún momento llegó a acumular 35.000. Progresivamente hemos abierto nuevos asentamientos en lugares cercanos, como Nyumanzi y Baratuku, que han permitido descongestionar Dzaipi, que ahora alberga unos 7.000 refugiados, y mejorar la atención», cuenta.

La realidad es que aún son miles las personas a las que el Acnur no ha podido proporcionar ni siquiera una tienda y duermen al raso, sin mantas. Como Mery, embarazada de ocho meses y que llegó hace cuatro semanas, después de que mataran a su marido.

«La vida aquí es muy dura. El polvo lo cubre todo, no tenemos suficiente agua ni comida y cada vez hay más enfermedades», lamenta Atong, una mujer de 40 años que duerme en una tienda de 15 metros cuadrados junto a 12 personas más.

El cólera, el sarampión, la malaria y, sobre todo, la desnutrición son las enfermedades más comunes, cuentan dos trabajadores de Médicos Sin Fronteras en Nyumanzi.

Garantizar el suministro de agua es lo más difícil para el Acnur y Lucy Beck admite que en los primeros días sólo podían dar 3,8 litros por persona y día, cuando el mínimo recomendado para las necesidades más básicas es de 15. Ahora se mueven entre los 8 y los 12 litros por refugiado, pero añade que las dificultades para encontrar agua -estamos en plena estación seca- retarda el realojo de los desplazados en asentamientos menos congestionados.

«Nunca pensé que menos de tres años después de la independencia me convertiría en refugiado», afirma Daniel, de 25 años y que lleva una semana en Nyumanzi.

En 2012, el Gobierno del Sudán del Sur gastó 964 millones de dólares (713 millones de euros) en armas, más que ningún país en la región, según los datos del Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (Sipri). Algo fallaba y la población civil, como siempre, es la que paga las peores consecuencias.