El Parlamento de Gasteiz acordó ayer poner en marcha una ponencia sobre autogobierno cuyo desarrollo llega condicionado por el acuerdo alcanzado la víspera entre el PNV y el PSE para fijar los términos del debate. Ambos partidos pactaron una enmienda transaccional que enmarca el objeto del trabajo parlamentario en la reforma del Estatuto, aparcando la reclamación del derecho a decidir, tal como exigía la formación que lidera Patxi López.

A nadie puede extrañar que en Sabin Etxea hayan optado por el PSE para emprender la tarea, pues es coherente con su trayectoria histórica reciente y, además, hace poco que han pactado con ese partido otros temas de calado como los presupuestos, la reforma fiscal y la dirección de EiTB, además de que ambos mantienen una posición común en muchos ámbitos. De hecho, el PNV solo se ha desmarcado de su socio preferente para repartirse el control de Kutxabank con el PP, con el que han conformado una terna en varias ocasiones. Pueden argüir los jeltzales que es solo el comienzo, y es cierto, pero es un comienzo que deja entrever el final.

Se habla de autogobierno por no hablar de soberanía, pues aquel es graduable y esta se tiene o no se tiene. En el caso que nos ocupa, el pueblo vasco no la tiene, pues su capacidad de decisión está limitada por los diques legales españoles y franceses. Este es un hecho objetivo y en esencia antidemocrático que debería incomodar, al menos, a quien tiene en la nación vasca su espacio ideológico y sentimental de referencia. Sin embargo, en un contexto propicio y pudiendo contar con una holgada mayoría parlamentaria para avanzar en el reconocimiento de la capacidad de decisión, el PNV ha optado por ceñirse a una reforma estatutaria con el PSE, un partido que no admite que este país sea lo que sus ciudadanos acuerden. Lo que llaman transversalidad es la asunción de que quien tiene la última palabra sea siempre el Estado, y si asume tal cosa, el partido de Ortuzar debería redefinir su propia denominación.