José Miguel Arrugaeta
Historiador
GAURKOA

¡Que vienen los rusos!

Sin entrar en muchas interioridades, es bueno hacer una recapitulación sobre los antecedentes de los acontecimientos a los que me refiero. A partir de las desintegración de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), o sea Rusia más sus tradicionales zonas de influencia, las élites políticas y económicas «occidentales» pensaron que tenían el campo libre para instaurar un dominio global.

Primero atizaron las normales controversias entre las antiguas repúblicas; luego fue la Guerra de los Balcanes, con el acoso hasta el límite a Serbia (los eslavos situados más al occidente del continente), haciendo y deshaciendo países y fronteras, al mismo tiempo que integraban a Polonia y los países del preBáltico, Letonia, Lituania y Estonia, en la OTAN; después vinieron las interferencias abiertas en los procesos políticos y electorales rusos, en contra de la actual dirigencia del Kremlin, y más de lo mismo en Bielorrusia, cuyo presidente es un aliado tradicional de Moscú.

No contentos con eso, siguieron apretando las tuercas con la instalación del llamado escudo antimisiles en las mismas puertas de Rusia. Como en una borrachera, cada éxito les animaba a ser más atrevidos en su acoso irresponsable a los intereses y seguridad de Rusia, haciendo caso omiso de las señales que les advertían de los peligros.

Después vino la invasión, organizada con premeditación, de Osetia del Sur por parte del Gobierno de Georgia, que contó con el apoyo material de la OTAN. Una aventura que el Ejército ruso desbarató en apenas unos días, destrozando literalmente el flamante Ejército georgiano. Sin embargo, los dirigentes rusos, prudentemente, no ocuparon la capital de este país y se retiraron a sus cuarteles de invierno, como fuerzas de interposición en Osetia. Al calor de la actualidad, parece ser que los políticos, y servicios de inteligencia occidentales, interpretaron mal el mensaje de «moderación» ruso. Por eso quizás se atrevieron a ir un poco más allá y, mediante la operación Revolución Naranja, consiguieron instaurar en Kiev un gobierno claramente prooccidental, aunque apenas duró una legislatura.

Puestos a seguir modelando un mundo domesticado, hecho a la justa medida de un imperialismo financiero y geopolítico cada vez más voraz y depredador, se metieron en Libia, donde la OTAN llevó a cabo la mayor intervención aérea de los últimos años, bombardeando hasta las alcantarillas, amparados en una ambigua resolución del Consejo de Seguridad que Rusia cometió el error de aprobar. A la par del asesinato de Gadafi, también sacaron a todas las compañías rusas de la zona.

Esta élite de dominio internacional puso entonces sus ojos en Damasco, atizando el alzamiento armado, con los dramáticos resultados que estamos viendo diariamente. En este caso, la diplomacia rusa trazó una raya roja en contra de la intervención militar occidental, vetando, una tras otra, las propuestas de resoluciones del Consejo de Seguridad. A todo lo que vengo relatando hay que sumarle desde el principio, por supuesto, las prolongadas invasiones de Irak y Afganistán, también en los confines de las fronteras de la inmensa Rusia.

Insaciables, volvieron sus ojos hacia Kiev, reeditando en otro formato la Revolución Naranja, en este caso para derrocar por la fuerza al Gobierno legal y formalmente democrático del país.

Aún no sabemos, y nadie parece interesado en aclararnos, por ejemplo, a donde fueron a parar las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein, en qué barrio de Trípoli Gadafi bombardeó sin piedad a sus indefensos conciudadanos los primeros días de la revuelta, o quiénes son los fantasmagóricos francotiradores de la plaza Maidán, de la misma manera que nadie nos ilumina sobre quienes utilizaron armas químicas en Siria, asesinando a 1.400 civiles, ni de dónde las sacaron. Y no son meros detalles, sino algunas de las numerosas y reiteradas excusas y mentiras imprescindibles para justificar intervenciones extranjeras injustificables.

Volviendo al caso de Ucrania, se ve que los instigadores «occidentales» de la rebelión ucraniana no parecen haber calculado el efecto dominó en que ha derivado instaurar un régimen de derecha extrema y claramente antirruso en Ucrania, por eso ahora claman al cielo ¡que vienen los rusos!, apelando a la indignación de la opinión pública. Han despertado al viejo oso ruso y ahora no saben cómo apaciguar sus amenazantes rugidos y manotazos.

Rusia se anexa Crimea garantizando su imprescindible base marítima y único acceso al Mediterráneo, alienta desafiante las rebeliones, tan legítimas como las de Maidán, de las regiones centro-orientales ucranianas, al tiempo que coloca sus numerosas tropas en fila a lo largo de las fronteras comunes con Ucrania y Besarabia (que ahora se llama Moldavia).

Por mucho que griten y pataleen impotentes las «élites» occidentales, responsables de esta sucesión de provocaciones, la realidad es que nadie está en disposición ni en condiciones de hacer la guerra a Rusia. Bloquearla internacionalmente en lo económico, militar y diplomático es apenas una quimera o, peor aún, un bumerán de largo recorrido. Así que habrá que verificar, noticia a noticia, si finalmente se imponen la prudencia, la diplomacia y la cordura para evitar males mayores, como puede ser, por ejemplo, el riesgo evidente de un conflicto civil y la desaparición de Ucrania, y que los rusos se vean entonces obligados a intervenir efectivamente en defensa de sus poblaciones en la zona oriental de ese país.

No hay mucho margen de maniobra, gritar alarmados y lloriqueantes, ni ayuda ni soluciona la metida de pata. La poderosa Rusia ha dicho basta y, a partir de estos acontecimientos, la política y la historia contemporáneas vuelven a recuperar el viejo estilo, y protagonistas similares, del enfrentamiento «entre potencias» que marcaron todo el siglo XIX y XX.

Sin embargo, como yo pertenezco, por propia voluntad, a una pequeña comunidad nacional y cultural, en plena construcción de sus aspiraciones, pienso que más allá de las claves de este relato, una mezcla de geopolítica internacional y de activos servicios de inteligencia «conspirando» para obtener logros, creo que hay que interpretar estos acontecimientos también desde otros ángulos, puntos de vista y criterios. En esta aspiración de mirar con mis propios ojos e intereses, me pregunto qué pintan realmente términos, conceptos y legitimidades que se repiten, sin importar momentos, contextos ni particularidades nacionales, como son, por ejemplo, derechos humanos, cívicos y culturales, democracia y participación, bienestar económico y prosperidad social, o autodeterminación y soberanía, entre otros; en ese sentido, me parece evidente que todos ellos apenas son meros juguetes y excusas oportunas, en manos de grandes intereses y potencias empeñadas en dominar regiones enteras y recursos naturales y humanos a gran escala.

Todos esos términos y aspiraciones, loables en sí mismos, se aplican mediáticamente dependiendo de los grandes intereses de las potencias. Así, donde cabe la autodeterminación de Crimea o de Kosovo, se le niega ese mismo derecho a Chechenia, Catalunya, Euskal Herria o el Kurdistán turco. Al mismo tiempo que se combate el extremismo islámico en Afganistán, se le arma y financia peligrosamente en Libia o Siria. Mientras se condena el autoritarismo y la carencia de democracia en Siria o Ucrania, las monarquías feudales del Golfo pérsico son buenos aliados. Se demoniza la represión policial en Venezuela pero eso mismo es muy legítimo en Ceuta, Madrid o Atenas. Se condena sin paliativos cualquier lucha armada desde la izquierda o los pueblos en lucha por su independencia, mientras que se arma, sin medida ni control, a cualquier «aliado» interesante que haga falta en alguna región.

Se ha instaurado a nivel internacional, y muy especialmente en los grandes monopolios internacionales de comunicación, una hipócrita y perversa doble moral, que mide e informa dependiendo de donde se producen los hechos y a quiénes benefician, enterrando así cualquier pretensión de justicia, igualdad o principios internacionales compartidos.

A mí, sinceramente, me da exactamente igual si vienen los rusos, los chinos o algún otro, al fin de al cabo intuyo que, más allá de matices, si llegan será para hacer lo mismo o algo parecido que los que ya están aquí, como los EEUU, el FMI, la OTAN o la CEE. Yo soy un firme defensor de que un mundo mejor y más justo no solo es posible, sino cada vez más necesario e imprescindible, para evitar que entre todos ellos acaben con la humanidad, por eso me parece más interesante pensar cómo hacer para conseguir que también griten alarmados y nerviosos ¡que vienen los pueblos¡