Alvaro Reizabal
Abogado
JO PUNTUA

Okupar o inmatricular

La respuesta del poder que reprime a los okupas, incluso penalmente, en este caso se convierte en concesión graciosa de los resortes legales necesarios para que el expolio se consume

El fenómeno de la «okupación» se ha presentado a lo largo del tiempo en muy variadas facetas. En unas ocasiones quienes okupan son personas individuales o incluso familias que no pueden ejercer el derecho a una vivienda digna recogido en la Constitución, sencillamente porque carecen de medios económicos para poder hacer frente al pago de los precios astronómicos de las casas tanto en propiedad como en alquiler a consecuencia de la salvaje especulación. En otras, son grupos de jóvenes de edad y/o espíritu que, no pudiendo contar con locales en los que desarrollar sus inquietudes artísticas (Kukutza) o, simplemente, de necesidad de reunirse y relacionarse y ante la patética situación de paro que afecta a la juventud, se ven abocados a okupar locales como único método de poder llevar a cabo esas loables actividades.

Indudablemente, la casuística desvelaría muchos otros supuestos, pero en todo caso el denominador común es el mismo: por una parte, propietarios que incumpliendo las obligaciones que la ley les impone en tal calidad -entre otras la de respetar la función social de la propiedad-, no se encargan del mantenimiento de sus inmuebles y los abandonan aun a riesgo de ruina, que a veces es buscada a propósito para derribarlos. Del otro lado, gente desesperada que, ante su imposibilidad de acceder a un techo, decide okupar esos inmuebles con el único propósito de su utilización. No pretenden, por tanto apropiarse de ellos, sino simplemente utilizarlos y, en muchos casos, hasta mejoran el estado de las edificaciones para habilitarlas para el objetivo deseado. Se trata, por tanto, de colectivos que actúan cargados de razones éticas, pero pese a ello siempre reciben la misma respuesta: la represión. Unas veces la Policía los desaloja y los pone de patitas en la calle, y otras, además, les buscan un nuevo alojamiento, esta vez en la cárcel, acusados de atentar contra algo tan sagrado en una sociedad capitalista como la propiedad privada.

Frente a esta realidad y sus consecuencias represivas para quienes la llevan a cabo, se alza la figura jurídica de la inmatriculación. Se trata de un privilegio concedido a la Iglesia por el que puede inscribir fincas a su nombre en el Registro de la Propiedad, sin más requisito que una certificación del obispo en la que haga constar que la iglesia de un pueblo, por ejemplo, es de su propiedad, aunque haya sido construida y mantenida durante siglos por los vecinos. Es decir, que no tratan de utilizar la finca para sus fines, como los okupas, sino que lo que hacen es apropiársela por la cara. La respuesta del poder que reprime a los okupas, incluso penalmente, en este caso se convierte en concesión graciosa de los resortes legales necesarios para que el expolio se consume. Y es que en estos casos el derecho de propiedad no es sagrado porque las fincas son del pueblo. Se consagra cuando el clero organizado se las birla por la patilla. ¡Y libre de impuestos!