Ramón SOLA Iruñea
Descenso de Osasuna

Tras siete vidas en el cielo, el gran reto de sobrevivir en el infierno

Osasuna y todo su entorno tienen tantas decisiones que tomar en tan poco tiempo (plantilla, deuda, Tajonar...) que apenas va a quedar espacio para llantos ni ganas de buscar culpables. El descenso ha resultado sorprendente por lo rápido e inesperado, pero perfectamente previsible por la dimensión del club y por la trayectoria de las últimas temporadas. Gastadas las siete vidas que le habían mantenido estos catorce años, queda el gran reto: sobrevivir.

Parece mentira, pero no hace siquiera tres meses (era el 23 de febrero) Osasuna le ganaba 3-0 al campeón Atlético de Madrid, se situaba siete puntos por encima del descenso, Javi Gracia empezaba a sonar para entrenar en la Premier y hasta un modesto como Oier acababa el partido tocándole la cara a la estrella Diego Costa en un alarde de chulería navarra. Nadie hubiera pensado entonces que la temporada acabaría en pesadilla, agudizada por el susto del Graderío Sur. Y en realidad casi nadie lo creía hace apenas dieciséis días, antes del descalabro con el Celta que fue fulminante.

Tras aquella radiante noche invernal de domingo pasó primero lo perfectamente previsible (que Osasuna se echaría a dormir) y después lo absolutamente imprevisto (que no despertaría a tiempo). El desenlace: un descenso que es producto a partes iguales de la lógica (nadie dirá que tras las agonías de los últimos años no se veía venir), de la indolencia (el conformismo acampó en el Sadar hace mucho tiempo) y finalmente de la incapacidad de una plantilla y un cuerpo técnico que no han dado la talla cuando tocaba.

La lógica. Osasuna partió esta temporada con el séptimo menor presupuesto de la Liga, algo que aboca indiscutiblemente a pelear por la salvación y nada más. Otros años estuvo aún más abajo en el ranking económico. Aunque hoy resulte triste consuelo, ha sido un milagro que con estos recursos y una descapitalización humana constante, el club haya podido mantenerse catorce temporadas seguidas en la élite. Basta recordar que desde 2000 solo habían esquivado el descenso otros cinco equipos junto al rojillo: los tres que nunca han bajado (Barcelona, Real Madrid y Athletic), Valencia y Espanyol. Todos los restantes han pasado por el infierno estos años, incluidos el Atlético hoy laureado, el Sevilla campeón de Europa League, el Deportivo no hace tanto vencedor de liga, el Villarreal, la Real...

La cuerda se tenía que romper algún día. De las catorce temporadas, siete se han decidido caminando sobre el alambre. El primer año (Lotina) ocurrió gracias primero a una voltereta en Oviedo (de 2-0 a 2-3), que salvó la cabeza al técnico y hundió a un rival directo, y finalmente por la generosidad de Anoeta (0-1). El segundo (también con Lotina) fue casi idéntico: remontada de seis puntos ante Las Palmas (3-2) y gol de Aloisi en San Mamés en la recta final del penúltimo partido (1-1).

Los cuatro años de Javier Aguirre (2002-2006) supusieron un oasis casi celestial. Osasuna tocó la gloria en la final de Copa ante el Betis (perdida 1-2 en la prórroga), luego con el increíble cuarto puesto que dio acceso a la previa de la Champions (sustentado en una increíble racha de nueve victorias seguidas en el Sadar) y más tarde con la llegada a semifinales de la UEFA bajo la batuta de Ziganda (el Sevilla cerró la puerta de la final de Glasgow). Hoy sabemos -Miguel Archanco lo reconoció hace unos meses- que no solo fue épica: ocurrió también porque «vivimos por encima de nuestras posibilidades».

Se acabó el sueño y volvieron las pesadillas. En 2008 Osasuna se libró de chiripa en Santander, gracias a una carambola de billar: a los dos equipos les bastara copiar lo que iba ocurriendo en la isla entre Mallorca y Zaragoza para lograr sus objetivos (Europa el Racing, la salvación Osasuna). Casi seguido se echó a Ziganda y se trajo a Camacho -el mejor retrato de la era del «pelotazo» rojillo-, y con él llegó la salvación más inverosímil. Tras trece miserables puntos en la primera vuelta, a Osasuna le absolvieron el acierto de Pandiani y la enorme fortuna de jugar y ganar los dos últimos partidos a un Barça y un Madrid que ya estaban de vacaciones.

En 2011 se gastaría la quinta vida, con la remontada liderada por Mendilibar tras otra penosa primera vuelta. Se forjó en un épico 3-2 al Sevilla volteando un 0-2 -Sola 2 y Lekic, con Nelson rompiéndose el tobillo, Camuñas la ceja...- y se selló con el 1-0 final al Villarreal (Cejudo). Y ya en 2013, enésima hazaña con nueva resurrección ante el Sevilla (de 0-1 a 2-1, con derechazos a la escuadra de Puñal y Cejudo).

Se acabó la película. Ni Hitchcock hubiera podido hacer más.

La indolencia. A medida que se cincelaba esta historia mitad heróica mitad cómica, inevitablemente crecían en torno a Osasuna varios mitos, derrumbados ahora con estrépito: la roca del Sadar, la fiereza de sus gentes, el instinto de supervivencia de sus jugadores... Un mito que ha acabado siendo una trampa. Cuando los rojillos se colocaron siete puntos sobre el descenso con un calendario muy amable por delante, todo su entorno sabía perfectamente lo que iba a ocurrir, porque ya había pasado muchas veces: el colchón de puntos mermaría hasta volver a entrar en el lío. De nada ha servido el aviso histórico que en Iruñea se repite año a año como letanía, pero nunca funciona: «Si nos relajamos somos muy malos» (Pedro Mari Zabalza, en los 80). Esta vez ni siquiera ha regido la máxima más reciente y jatorra de César Krutxaga: «Espabilamos cuando nos quema el culo».

La indolencia ni siquiera es producto inevitable de la inercia de catorce años seguidos en Primera. Supone un extraño vicio de origen: allá por 2003, Aguirre tiró una semifinal de Copa contra el entonces colista de la Liga -Recreativo- alineando a los suplentes. Salvo la etapa en que ganadores natos como Pablo García, Milosevic o Soldado revolucionaron la mentalidad del club -dos décadas antes lo intentó sin suerte Robinson-, Osasuna siempre se ha sentido más cómodo pobre que acomodado, angustiado que tranquilo, en la cola que en el medio de la tabla. Hoy lo lamenta amargamente.

La incapacidad. Llegada la etapa crucial del campeonato, todos los rituales habían vuelto a ponerse en práctica, con evidente tranquilidad. Nadie parecía reparar en que la salvación no la dan los mitos, ni la costumbre, ni la movilización de la afición. Nadie reparó en que debajo de la misma camiseta roja había jugadores -y personas- muy diferentes a los que otros años supieron resolver estos escollos que no se superan solo con fútbol, sino que exigen también carácter, madurez y seriedad.

El partido contra el Celta desnudó a un plantel falto de personalidad. De hecho, lo revelaron los primeros cinco minutos de partido, en que los rojos no solo no consiguieron transmitir su urgencia a los celestes, sino que les invitaron a jugar plácidamente. Osasuna no descendió ayer; ese 0-2 le hundió, ante la mirada incrédula de su gente.

Individualizar resulta injusto, sobre todo porque lo que ha faltado ha sido el espíritu colectivo y solidario que era norma de la casa. Un vicio que se intuía hace meses y nadie supo atajar. El signo más claro fue que los numerosos jugadores que habían acumulado tarjetas no aprovecharan las visitas a Camp Nou y Bernabéu para limpiarse ante la recta final de la liga. Y hubo otros detalles nunca vistos en Iruñea, como que un jugador rechazara pasar el balón a un compañero mejor situado y lo justificara luego diciendo que «necesitaba ese gol», al más puro estilo CR7, sin ser reprendido (fue Torres ante el Getafe, pero podía ser casi cualquier otro).

El «shock» y el futuro. El descenso ha resultado tan inesperado que se percibe un riesgo de shock. Pero Osasuna tiene tantas decisiones que tomar que no hay un minuto que perder. La primera atañe a la presidencia. No parece justo culpar a Archanco del descenso cuando la herencia de Patxi Izco era tan envenenada (y se marchó impune y hasta aclamado por algunos), pero habrá que ver si la masa social lo percibe igual.

El descenso condena probablemente a Gracia, que bastante tiene con el fracaso personal de no haber sido profeta en su tierra ni como jugador ni como entrenador. Visto de fuera, sus errores han sido más de gestión de personal y situación que de táctica y técnica, sin olvidar que cogió al equipo tarde y mal. Su única opción de seguir se basará en que ya subió al Almería.

En cuanto a la dirección deportiva, en su corto periplo Petar Vasiljevic se ha mostrado errático (el frustrado traspaso de Loé denotó su inexperiencia), lo que deja dudas sobre si es el indicado para montar una plantilla nueva. Porque lo evidente es que la revolución será total. No queda otra que vender lo vendible, inevitablemente a precio de saldo porque los clubes van a caer como buitres sobre los despojos: Oriol Riera -único que ha subido caché, único que ha dado la talla-, Andrés, Arribas, Cejudo, Loé, Silva, quizás Torres... También tocará adelantar jubilaciones, bajar fichas, apostar... Un trabajo de chinos que dependerá de si se renegocia y cómo el pago de la deuda a la Hacienda navarra ya renegociado con anterioridad; sostener el calendario de pagos parece inviable sin el dinero de la televisión.

Como Sísifo, Osasuna tendrá que volver a subir la piedra al monte 20 años después, en muchas peores condiciones. En la primera plantilla no existe una base de cantera que pueda dar esqueleto al equipo: sin Puñal -vaya despedida de pesadilla-, solo quedan Flaño, Oier, Satrustegi y Manu Onwu. Cabe repescar a Echaide y Timor, pero continúan faltando muchísimos mimbres. El descenso pilla a contrapié a la cantera, ya que tras la caída a Tercera del año pasado Osasuna B había apostado por jugadores muy jóvenes. José García Maurín encarna la esperanza, pero 17 años no dan para tener galones en una Segunda que es una tortura. Otras promesas como Cantero, Barja u Olabide quizás deban ser vendidas. Por otro lado, la Directiva ya había adelantado que Tajonar resultaba demasiado costoso, y habrá que ver si no se pasa de los recortes al desmantelamiento. Pero aquí es importante recordar que si Osasuna resurgió tras su último descenso, económica y deportivamente, fue por la cantera: en aquellos seis años salieron Ezquerro, Tiko, López Vallejo, Lacruz, Orbaiz, Puñal, Krutxaga, Josetxo... Igual no hay más remedio que vender patrimonio, también en el peor momento inmobiliario.

Sobrevivir dependerá mucho de la afición. En aquella fase el Sadar mantuvo entradas medias de 10.000 personas. El record de asistencia aún vigente lo tiene un partido contra el Levante para evitar el descenso a Segunda B. Y 6.000 hinchas acompañaron al equipo a Gijón por el ascenso. Sostener esa hinchada, en tiempos de crisis muy adversos, debe ser el mayor reto desde hoy, sea quien sea el gestor.

Quedan aquel 0-3 del Bernabéu, la final del Calderón, la previa de Hamburgo, la marcha a Burdeos, Glasgow, Leverkusen, el gol de Juanfran, el comandante Pablo García, el «Ludo, Ludo», el gudari Soldado, la elegancia de Neko, los éxitos lejanos de Javi Martínez, Raúl García, Azpilicueta o Monreal... Queda la nostalgia, pero de eso no se vive.