Ramón SOLA
«El Cementerio de las Botellas», nueva aportación

Así se moría, y se vivía, en el penal de Ezkaba

Presos que al entrar en esas galerías de humedad y parásitos pesaban 90 kilos acabaron en 45. Cadáveres guardados en la nieve ante la imposibilidad de enterrarlos. En Ezkaba se moría de hambre, tuberculosis o un tiro en la cabeza. Pero también se vivía (o malvivía, o sobrevivía), como atestiguan los grafitis de las paredes o las cartas. Y de todo ello da fe «El cementerio de las botellas».

Expertos en diferentes disciplinas y/o simples voluntarios de la memoria histórica han ampliado la investigación sobre el penal de Ezkaba en los años 30 y 40. Una historia que va mucho más allá de la trágica fuga de 1938, que acabó con más de 200 muertos, y redescubre con detalle la tétrica realidad del Fuerte de San Cristóbal antes y después. El lugar, concebido como instalación militar para algunas decenas de soldados, terminó hacinando a unos 2.800 presos durante la guerra, en condiciones infernales. Y luego continuó escribiendo una triste historia como sanatorio carcelario.

El horror se ocultó durante medio siglo y hoy se revela gracias a aportaciones populares y profesionales. «El cementerio de las botellas», que acaba de editar Pamiela con la colaboración de la sociedad de ciencias Aranzadi y la asociación Txinparta, aporta nuevos datos y estudios. Abarcan desde la tipología de los presos a la huella que dejaron en los muros del penal. También la información que revelan los restos humanos o las botellas junto a las que fueron enterrados.

LOS PRESOS

El hacinamiento en las galerías de Ezkaba resulta casi inverosímil. Elisa Querejeta, licenciada en Historia y coordinadora de este trabajo, apunta que el militar Rodríguez de Viguri dijo en 1935 que los pabellones estaban previstos para 60 personas, pero en mayo de 1938 albergaban a más de 2.500. La revolución de octubre de 1934 deparó el primer traslado masivo. Y hasta una década después no se «normalizaría» el volumen de población (en 1943, ya convertido en sanatorio, tenía 360 presos).

¿Quiénes eran? De todo y de todos sitios. Por profesiones, se han contado 1.112 jornaleros, 230 albañiles, 132 carpinteros o 114 marineros, pero también 32 guardias civiles, 12 abogados o 8 miqueletes. Quince eran argentinos, seis cubanos, siete portugueses...

EL HAMBRE

Lo escribió el superviviente Rogelio Diz en su libro de memorias: «La primera vez que ingresé me encontré con un lugar sucio, aquello parecía una guarida de bandidos. Hacía mucho frío y nuestras ropas eran escasas. Como recibimiento nos dijo quien era el jefe de servicios: `Estos son los hijos de Lenin y su madre es La Pasionaria'. No había agua ni comida, y los presos tenían una cara de hambre que nunca había visto en mi vida. Solo te permitían tener dinero y piojos, estos últimos abundantísimos. De comer nos daban caldo de agua a todas horas».

Otro preso narró que la comida fuerte del día consistía en «media docena de garbanzos» con caldo y llenos de parásitos. Está plenamente constatado que el hambre atroz, que redujo a 45 kilos a presos que al entrar pesaban 90, desencadenó la fuga.

LA ENFERMEDAD

José Antonio Recondo, médico e historiador, reconoce que estudiar Ezkaba «me ha hecho sufrir muchísimo». Los presos «morían en oleadas», sobre todo por tuberculosis, «una enfermedad terriblemente contagiosa, que se cebaba en aquellos cuerpos esqueléticos y sin defensas». Al inicio había un médico pero «totalmente desmotivado, solo soñaba con irse de esa prisión horrible». Tras lograrlo, el relevo lo tomó un recluso llamado Francisco Lamas, que hizo lo que pudo.

«Los piojos eran una plaga y estaban en la ropa, en el agua sucia del lavadero y en todas partes. Te duchabas con agua fría, te cambiabas de camisa y al minuto ya estaba llena de piojos», apunta Recondo. Una de las mujeres que visitaba la prisión relató que lavaban la ropa «cociendo agua en la bañera y ¡hala, todos los piojos allá bailando!».

LA MUERTE

Ver morir en el penal de Ezkaba era un hecho cotidiano. Sin contar a los 200 abatidos en pleno monte tras la fuga frustrada, hubo meses en que se registraban siete fallecimientos por enfermedad. El superviviente Ernesto Carratalá dejó escrito que «la pareja que murió el día 11 [de diciembre de 1937] agotó los ataúdes, y cuando fallecieron otros dos el día 13 se encontraron sin lecho eterno, lo que combinado con la intensa nevada que había caído y que interrumpió la comunicación del fuerte con Pamplona durante tres días, condujo a que los cadáveres fueran, provisionalmente por supuesto, embutidos en la nieve hasta que pudieran llevárselos».

En 1942, la capacidad de todos los cementerios de la comarca se había acabado, por lo que en Ezkaba, en pleno monte, se improvisó un camposanto, «el de las botellas» que da título al libro. Hoy se sabe que fue el propio Francisco Franco quien ordenó que a los muertos se les enterrara con una botella que guardara sus datos básicos. Han aparecido 131 cuerpos. Aranzadi realiza exhumaciones desde 2007: los restos de 44 presos han podido ser entregados a sus familias.

LA VIDA

Hace unos cuantos años, recuerda Koldo Pla (Txinparta), tuvieron la buena vida de colarse en el fuerte para fotografiar los grafitis de las paredes de las galerías antes de que alguien decidiera borrar también estas huellas. Se reproducen en el libro tras un detallado estudio y son auténticas huellas de vida. A Lourdes Herrasti (Aranzadi) le llama la atención poderosamente que solo haya una inscripción de carácter amoroso, lo que parece evidenciar que los presos ni siquiera estaban en situación de expresar afectos. Lo mismo ocurre con las «pintadas» de carácter político, en este caso claramente por miedo: apenas se ha hallado una hoz y un martillo junto a un «Viva España, viva la URSS». En las paredes han aparecido rostros, figuras de animales, de coches, nombres, fechas, incluso los primeros y sentidos versos de un libro de Ovidio (en latín) o un listado de equipos estadounidenses de béisbol. También hubo quien escribió la dirección de su casa, ¿quizás temía olvidarla?

Se sabe también que las condiciones de vida mejoraron tras la fuga. Se han certificado 22 bodas en el penal. Pero especialmente emotiva fue la apertura de puertas del 24 de setiembre de 1940, por la festividad de la Virgen de la Merced. Entraron a la cárcel hijos mayores de seis años que en algunos casos solo conocían a su padre por fotos. Los presos habían construido gigantes y cabezudos que salieron al patio en el momento en que entraban los niños. Una orquestina iba detrás. Hubo golosinas. Pero solo fueron tres horas. El capellán de la prisión dejó testimonio de que el dolor de la despedida no compensaba el gozo de la visita, y que hubo presos que después cayeron en la melancolía o expresaron una rabia incontenible.

LAS MUJERES

El de las esposas de los presos es otro extremo que se va redescubriendo, con investigaciones personales como la de Hedy Herrero sobre su abuela Vicenta López. El marido de esta, Agustín Hernán, fue encarcelado en Ezkaba y Vicenta le siguió a Iruñea trabajando en lo que podía (limpiadora en el tren del Irati, costurera...). La familia, con cinco hijos, quedó desmembrada y la vida de todos, truncada para siempre. Agustín salió del penal navarro enfermo de tuberculosis. Y Vicenta también fue encarcelada en Madrid por practicar el estraperlo para subsistir.

Describe Herrero las penurias de su abuela para poder llegar a la cima del monte Ezkaba y visitar a su marido. En una ocasión, la noche y la nieve se le echaron encima y tuvo que esperar al amanecer acurrucada entre los matorrales, muerta de frío. De ello habla igualmente la investigación, todavía en curso, de Amaia Kowasch sobre la red de ayuda y solidaridad conformada por mujeres. Como Petra Irigoyen, abertzale: «Al final nos denunció uno del partido que subíamos al fuerte, que les lavábamos la ropa y que no éramos familiares. A Carmen Pérez la denunciaron y la metieron en la cárcel».

LA INVESTIGACIÓN SE DESPLIEGA COMO UN ABANICO Y SIN RESPALDO OFICIAL

Koldo Pla explica que los homenajes que se celebran desde 1988 han creado una conciencia colectiva que hace que no dejen de aflorar datos. «La memoria ha liberado el silencio», dice, y es que durante medio siglo en Iruñerria lo ocurrido allá arriba, en Ezkaba, fue tabú. Siguen apareciendo historias, fotos, cartas, documentos oficiales... El catedrático Paco Etxeberria lo compara con «un abanico que se va desplegando, porque un caso te lleva a otro, y ese a otro...». Hay que tener en cuenta que muchos presos fueron traídos de fuera y por tanto sus familias les perdieron el rastro. Destaca que «se ha generado mucha información, pero hace falta oficializar esta verdad, ese es el reto». Y abrir archivos como los de la Guardia Civil. R.S.