EDITORIALA
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Asumir lo sucedido con la tortura cambiaría el escenario

Excepto en momentos críticos, como las torturas con resultado de muerte, las realizadas a personas reconocidas o las que han dejado evidencias como hospitalizaciones y documentos gráficos, durante las décadas que ha durado el conflicto armado abierto rara vez la tortura ha sido un tema central en nuestra sociedad. Ha sido así a pesar de que no existe en Occidente un caso donde esa violación concreta de los derechos humanos haya sido tan sistemática, tan enfocada a un grupo social -a un grupo étnico, cabría decir-, tan silenciada y tan impune como en España contra los vascos.

Esta semana un cúmulo de circunstancias ha llevado el tema de la tortura al centro de la escena sociopolítica. Primero se conoció un informe de expertos que, basándose en estándares internacionales, certificaba la veracidad de 45 casos analizados. El estudio es independiente, porque tal y como ha sentenciado una y otra vez en los últimos tiempos el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Estado español no investiga debidamente las denuncias de malos tratos. La radiotelevisión pública vasca, cumpliendo con su misión informativa, recogió algunos de estos testimonios en diferentes programas, lo que ha dado una dimensión pública al tema que pocas veces ha tenido antes. Los testimonios son aterradores e incontestables, y una gran parte de la sociedad vasca jamás se había enfrentado a ellos tan abiertamente.

Otro elemento que ha sacado a la luz los malos tratos ha sido el juicio contra 28 jóvenes activistas que se desarrolla en la Madrid. Para cuando en Loiola la Ertzaintza detenía a cinco de esos jóvenes en el muro popular, el eco de los terribles testimonios de sus compañeros ya resonaba en las calles de Euskal Herria. El argumento legal para detener y entregar a las autoridades españolas a estos jóvenes resultaba vergonzante cuando se contrasta con las barbaridades que les hicieron y permitieron hacer quienes ahora los reclaman. Es un mal síntoma que hasta el día de hoy ningún ertzaina, que se sepa, haya planteado la objeción de conciencia ante un deber así. Pero más grave es que las instituciones vascas no amparen a sus ciudadanos, juzgados por su militancia política en base a declaraciones sacadas con torturas. Quienes quieren fiscalizar el compromiso con los derechos humanos del resto deberían ser más rigurosos consigo mismos, tutelar estos procesos y acompañar a las víctimas.

Las vejaciones sufridas por estos jóvenes contienen bastantes de los elementos que hacen imposible la negación de la tortura. Varios de ellos mostraron su disposición a declarar ante el juez al saber que estaban en listas negras. Los jueces no los atendieron, pero luego se amparó su detención, incomunicación y tortura. La Policía no necesitaba pruebas -sigue sin tenerlas-, buscaba autoinculpaciones y una venganza ejemplarizante. Quiebra también la idea de que la denuncia de torturas es parte de una estrategia, que es sistemática y que se realiza por consigna. Por ejemplo, quienes fueron detenidos en el Estado francés y posteriormente entregados, sin ser incomunicados, no denunciaron torturas. Cabe recordar que estas operaciones sucedieron bajo el mandato del PSOE, que debería abandonar su soberbia y dejar de dar lecciones en materia de derechos humanos.

En otro ámbito totalmente distinto a la política, en el terreno de la cultura, en Zinemaldia se presentaba esta semana la película «Lasa eta Zabala», de Pablo Malo, que recoge el estremecedor relato de lo sucedido a estos jóvenes refugiados, incluidas las torturas a las que los sometieron los guardias civiles a cargo del general Galindo, antes de eliminarlos. A diferencia de en conflictos como el irlandés, aquí esta realidad no se había tratado en el cine con tanta crudeza y honestidad.

Todo ello ocurría en el aniversario de las muertes en comisaría de Gurutze Iantzi y Xabier Kalparsoro.

Pese al apagón informativo general, esta vez el debate ha tomado cuerpo. Conviene sostenerlo, porque lo sucedido con la tortura puede alterar para bien algunos de los dogmas y premisas que dificultan avanzar hacia un escenario de paz y convivencia basado en la justicia.

Que nadie siga mirando para otro lado

Si se admitiese lo sucedido durante estas décadas con la tortura (la Fundación Euskal Memoria ha recogido cerca de 10.000 testimonios y el informe del Gobierno vasco hablaba de 5.500 denuncias públicas dentro de los 40.000 arrestados en cinco décadas) se lograría un gran avance en conocer la verdad, se reconocería el daño y se podría reparar en parte. Evidentemente, esto demuele el castillo de naipes moral sobre el que algunos desean construir el relato. Y señala responsabilidades dolorosas.

Los cínicos que han mirado para otro lado intentan ahora mitigar su responsabilidad distorsionando la gravedad de lo ocurrido. Pero lo verdaderamente sistemático es la negación de las torturas por parte del Estado; si no existen pruebas suficientes es debido a la incomunicación y a la falta de tutela judicial; no solo no se ha castigado sino que se ha premiado a sus responsables; los medios han dado por buena la versión policial y han aceptado que informar o posicionarse editorialmente al respecto favorecía a ETA; la clase política ha protegido a sus policías; no ha habido una mínima exigencia ni ética, ni política, ni mediática, ni judicial, ni social al respecto, lo cual ha permitido una impunidad hiriente. Todo esto, y más, lo explica brillantemente Paco Etxeberria.

Si se admitiera esto de modo honesto y autocrítico, se podría hacer justicia con las víctimas de este crimen. Se evitaría también, entre otras cosas, tener que estar constantemente recordando su parcialidad ética y su cobardía en este ámbito a quienes relativizaron o permitieron que esto sucediera. Y ese nuevo punto de partida sería mucho más constructivo, también veraz y realista, que el actual.