Antonio Alvarez-Solís
Kazetaria
GAURKOA

El pícaro simplismo

El imperio de la ley, la afirmación de que la soberanía reside únicamente en el pueblo español y una disposición al diálogo que continuamente encierra en los límites de la legalidad vigente son tres de las «simplezas» recurrentes que el presidente del Gobierno español está utilizando como argumentario para cercenar el derecho a decidir de la ciudadanía catalana. En este barullo conceptual -como lo denomina el autor- Rajoy cuenta con el apoyo del nuevo líder del PSOE, empeñado en el modelo de Constitución federal defendido en Ferraz.

La situación política que vive España desde hace unos años recuerda, cada vez con un mayor paralelismo de situaciones ideológicas y sociales, al desastre político del 98, que nació de una incapacidad genética para aceptar la libertad del «otro». Lo que podríamos definir como el pecado español. Toda la áspera y además baldía batalla por sostener sujetas las últimas posesiones americanas finalizó con una inútil y descabellada violencia, con un colapso económico y con algo aún mucho peor: la pérdida de una amistad que se podía haber forjado reconociendo en el momento oportuno la soberanía de estas tierras aherrojadas por pura soberbia de sus dominadores. La cerrilidad española, su casi infinita soberbia, su forma de hacer del diálogo sumisión, alcanzó el punto de rechazar despreciativamente la oferta portorriqueña de mantenerse como estado asociado español a fin de protegerse frente a la ambición colonial de Norteamérica. Salvar a Puerto Rico le pareció a Madrid algo despreciable ante el desastre que cerró el almirante Cervera con la declaración de que prefería honra sin barcos que barcos sin honra. Se jugó a todo o nada. Y fue nada.

España no sabe tener cosas ni naciones, salvo que las primeras yazgan inmóviles y las naciones habiten en la servidumbre. Y como carece de pensamiento político maduro, España se enfrenta a los actuales problemas nacionalistas con una desnuda voluntad armada. La necesidad inevitable de argumentar de alguna forma frente a terceros su dominio sobre los pueblos que quedan presos entre sus fronteras se disuelve en un discurso especioso en que las simplicidades intelectuales recuerdan en cierto sentido las que utilizó en Indias el reaccionario y simplón Juan Ginés de Sepúlveda frente al liberal y sensato obispo fray Bartolomé de las Casas.

De estas simplicidades despóticas usa y abusa ahora el jefe del Gobierno español, Sr. Rajoy. Una de ellas se centra zorronamente en el concepto de ley, a la que estima como un mandato sobrevenido desde planos ante los cuales la ciudadanía ha de postrarse como si esa ley no tuviera nada que ver con la soberanía de los ciudadanos y se perpetuase sobre sus costillas sin remedio alguno. Ley que, nacida en este caso de fuente contaminada, sigue entorpeciendo el crecimiento moral e intelectual de los españoles. Incluso cuando habla de nuevo sobre el imperio de la ley procura colocar los términos de mayor a menor -«sin ley no hay política»- como si quisiera conservar bien cerrada la cerca del imperialismo al que sirve. Una ley que zahiere, menosprecia y sella a fuego las libertades. La ley española es siempre una ley de contención del enemigo, que puede ser hasta el español mismo.

Otra de las simplicidades que prodiga el desapacible presidente es aquella que se refiere a la soberanía, a la que él y los cómodos colaboradores que le siguen juzgan como intocable por pertenecer a todos los españoles -lo cual es cierto, al menos teóricamente-, pero metiendo en ella de contrabando protegido la afirmación de que son españoles todos los que habitan el Estado de tal nombre -lo que no es cierto nada más que en el Registro Civil, ahora privatizado, creo, por los colegas del Sr. Rajoy. Con esta barata habilidad el Sr. Rajoy construye un silogismo con el que cambia a su placer etnicismos, identidades, culturas, historias y voluntades, haciendo del deseo catalán de conseguir su soberanía algo parecido a lo que la Iglesia recalcitrante llama pecado contra el Espíritu, que es imperdonable por negar al mismo Dios, en este caso España.

Resumiendo, esta tesis sostiene que la pretensión catalana de soberanía ha de contar con la aprobación del habitante de Cáceres, ya que el catalán no es más que un cacereño de Girona que quiere separarse de otro cacereño, lo que me lleva a concluir, si logro liberarme de este chicle que enreda las neuronas, que el nacionalismo catalán es un nacionalismo extremeño. Y la sedición, ¡jamás! Tal intrincada realidad está expresada brillantemente en esta frase del Sr. Rajoy: «El problema es que quien esgrime estos argumentos (habla del derecho a decidir) está privando de su derecho a quien realmente le corresponde, que es el conjunto del pueblo español». O sea, que no les vale expresar a los catalanes su creencia en la propia personalidad, que constituye el núcleo de la cuestión. España es una unidad de destino en lo universal. Aunque lo universal se acabe en la frontera portuguesa o en la muga de Andorra.

En el repaso de simplismos presidenciales que hago todos los días no deja de admirarme que el Sr. Rajoy repita mil veces que él está dispuesto al diálogo, a condición de que tal diálogo «sea dentro de la ley». Y como la ley es inmodificable -acaba de decir que no está entre sus prioridades políticas reformar la Constitución- pues el diálogo tiene el inconcreto destino de las elucubraciones sobre los coros angélicos.

En todo este barullo conceptual -que además ha debido producir un gasto telefónico escandaloso, ya que el Sr. Rajoy llegó a hablar con el Sr. Mas nada menos que desde Pekín, lo que debe producir una sensación de plenitud de poder («¡Mas, le llamo desde la Ciudad prohibida!»)-, se ha introducido a su vez el joven líder del PSOE, que ha asegurado que el socialismo español estará al lado del Gobierno de Madrid desde el minuto uno en que la Moncloa proceda a congelar el debate sobre la unidad de España, ya que «una crisis de Estado puede poner en riesgo la incipiente recuperación económica», recuperación que el joven Sánchez ve también como si mirase con fe en la bola del futuro que ha adquirido en un extraño mercadillo el elástico Sr. Rajoy, ya que las últimas declaraciones de varios economistas responsables de observatorios muy citados habitualmente han concluido que se tardará al menos diez años en recuperar el empleo perdido desde el 2007, y eso no de un modo completo y terminante. El joven Sánchez sigue empeñadamente, además, la tesis de Ferraz sobre el beneficio que para España significaría adoptar una Constitución federal, sin entrar en lo que dirían los abruptos y patrióticos españoles ante esta propuesta que tiene un lejano regusto helvético. Un federalismo, por lo que voy conociendo, que como una serie de productos alimenticios industriales tiene un sugestivo sabor a fruta, como reza el envase, aunque no la contengan. He de confesar que en política prefiero los garbanzos que, sin más, tienen sabor a garbanzo.

Cuando finalizaba este papel que, como los restantes, solo pretende un poco de lógica en la secuencia del pensamiento, llega hasta mí la noticia de que el Sr. Más, president de la Generalitat de Catalunya, ha firmado el decreto en el que convoca a todos los catalanes a la consulta del 9 de noviembre. Me alegra que el Sr. Mas siga deslizándose, pese al vértigo que ha de sentir, por el tobogán de la democracia. La democracia no puede detenerse, sin seccionar su médula, en su obligación de crear constantemente ley y libertad. Como escribe el místico: «Si lo muy mirado con tiempo lastima muchas veces, ¿qué hará lo no proveído sino herir gravemente?». Y concluye: «Pon en mi boca palabra verdadera y desvía lejos de mí la lengua cautelosa».