Cristina Solias

Niñas rohingya, casadas por el hambre

Los matrimonios de menores no son ninguna novedad entre los rohingyas, quienes por tradición han casado a las niñas desde muy pequeñas. Sin embargo, los casos se han multiplicado de forma exponencial desde la última expulsión de más de 700.000 personas de esta comunidad de Birmania.

Las niñas rohingyas son obligadas a casarse desde pequeñas. (GETTY IMAGES)
Las niñas rohingyas son obligadas a casarse desde pequeñas. (GETTY IMAGES)

Toyoba tiene 16 años y siete hermanos. La segunda cifra ha pesado más que la primera para determinar su futuro. Pese a que es menor de edad, sus padres han decidido casarla porque no pueden alimentar a todos sus hijos. Malviven hacinados en condiciones deplorables en el campo de refugiados de Kutupalong, en Bangladesh.

Anwara, como madre, justifica que no han concertado la boda con cualquiera. «Las raciones de comida son insuficientes pero la casamos con un buen chico y ella se irá a vivir a la tienda de la familia de su marido, no muy lejos de aquí». Toyoba no esconde que detesta la idea de dejar a su familia: «Los echaré de menos. A mi futuro marido no lo conozco, aún no he hablado con él».

Casar a las hijas y librarse de una boca que alimentar no sale gratis. Los padres de Dil Ankis, de 17 años, están esperando reunir los 50.000 BDT (taka bengalí; la cifra, al cambio, son casi 500 euros) de la dote. Su padre, Sayedul Amin, explica que tiene un solo varón y siete niñas. Dil Ankis es la segunda y «hay dos más en edad de casarse». Tienen 14 y 15 años.

La Organización Mundial de Inmigración (OMI) ha documentado matrimonios de esta minoría musulmana en los que las novias no superaban los 11 años, y confirma también que muchos progenitores alegan que lo hacen forzados para disponer de más comida con la que alimentar al resto de la familia. Quizá por esa escasez de alimentos, las bodas en los campos de refugiados son, básicamente, un festín de comida. Nosotros fuimos invitados a la boda de Nur Fatema, una niña de 15 años, en el mismo campo de Kutupalong, uno de los más poblados.

La casa de la novia

Ha llegado su día, hoy es la boda, pero no parece que vaya a ser el día más feliz para Nur Fatema. La muchacha se sienta en un rincón del que va a ser por última vez su hogar, la tienda de sus padres. Cabizbaja y con la mirada perdida, no puede disimular el disgusto. Es jovencísima. Unos pendientes dorados le cuelgan de las orejas y la nariz y reposa las manos adornadas con henna sobre las rodillas. Aunque los adultos aseguran que tiene entre 17 y 19 años, ella corrige que no ha cumplido más de 15.

Su padre, Abdur Rahman, cuenta que hace dos meses arreglaron el matrimonio con el hijo de otra familia conocida del pueblo donde vivían en Birmania. Explica que les urge más por necesidad que por gusto. «Nos dan 30 kilos de comida dos veces al mes (arroz, aceite, lentejas…), pero somos siete en casa y no nos llega para todos. La casamos porque tenemos problemas y tengo a dos hijas más pendientes de casar».

La niña lo mira con cara de desprecio mientras se coloca bien el pañuelo amarillo que le cubre la cabeza. «¿Estás contenta de casarte?». La pregunta la sorprende y, como acto reflejo, se muerde el labio unos segundos como para no soltar lo que realmente piensa. «Si mi madre es feliz, yo también lo soy», acaba por contestar satisfecha de haber encontrado palabras políticamente correctas.

Una veintena de mujeres de la familia acompañan a Nur antes de que la venga a buscar el novio. Se amontonan con sus respectivas criaturas en los escasos metros que ocupa la tienda. Una de sus tías, Hamida Begun, explica orgullosa que ha tardado más de dos horas en dibujarle la henna tatuada en los brazos y en las piernas. La mayoría no tienen más ropa que la que llevan puesta, así que para la ocasión se han pintado la cara con pigmentos amarillentos.

La casa del novio

La vivienda del novio se encuentra a solo cinco minutos andando, pero requiere conocer el camino. El campo de Kutupalong es un auténtica hormiguero de tiendas alzadas sin calles, sin lógica ni orden alguno. La única numeración que existe se avista en lo alto de las colinas. Han colocado unas letras gigantes donde se lee «Bloque A, Bloque B…» y, dentro de cada bloque, que agrupa más de un centenar de tiendas, hay que buscar a los portavoces de cada comunidad y preguntarles por fulanito o menganito. Con un poco de suerte, alguien le conoce y te sabe llevar hasta su tienda.

A Nur Hakim se le ve contento pese a su extrema timidez. Conocía a su futura esposa de Birmania pero hablaron por primera vez en el campo de refugiados y, justo cuando ha cumplido la mayoría de edad, sellará el compromiso. Viste una camisa azul eléctrico y el gorro islámico, del que le chorrean sin cesar gotas y gotas de sudor.

A partir de esta misma noche se instalarán en casa de los padres de él. La tienda dispone de solo dos habitaciones para los ocho miembros de la familia (a partir de ahora, nueve). «Nos dejarán una habitación para nosotros solos los primeros días y después ya nos arreglaremos», añade Nur Hakim, mientras intenta disimular una sonrisa vergonzosa como si hubiera pensado para qué le servirá esa intimidad. Su familia también recibe la misma ración de unos 30 kilos de comida dos veces al mes y, pese a que a partir de ahora habrá una boca más, no les darán más cantidad. «No es suficiente, pero ya nos las arreglaremos» repite el novio, como si hoy no fuera día de pensar en las miserias.

La boda

Sobre las cuatro de la tarde Nur Hakim va a buscar a Nur Fatema para llevársela a su casa. La deja en la «habitación de los novios», donde esperará de rodillas hasta que termine la ceremonia (cuatro horas más tarde). Lo hará sin moverse, con la cara cubierta por un velo de topos dorados y acompañada de una decena de niñas que se turnan para abanicarla. Han colgado guirnaldas fucsias del techo, pero el ambiente del aposento es irrespirable. La temperatura es extremadamente alta debido al efecto invernadero que provocan los plásticos que hacen de pared sobre las cañas de bambú.

De fondo suena el ‘Boom, Boom, Boom, Boom’, de Vengaboys, y otros hits discotequeros del estilo. La música procede de la estancia contigua, donde los más pequeños luchan para hacerse un sitio y poder bailar dentro del corrillo.

Y poco a poco, el olor a especias picantes lo va impregnando todo. Han preparado sus tradicionales potajes de pollo para mezclarlo con arroz y llevárselo a la boca en pequeñas bolas amasadas con la mano. Los niños, los hombres y las mujeres comen por separado y por este orden. Hay menú para un centenar de bocas, toda una excentricidad en unas familias a las que les va hasta del último grano de arroz para alimentar cada día a todos sus miembros.

Con el estómago lleno, llega el momento de recuperar parte del gasto. Esto es solo cosa de hombres. Sacan una mesa a la calle por donde van pasando los invitados para hacer una aportación económica y, a cambio, a modo de cortesía, reciben un cigarro o una hoja de betel, la tradicional mezcla de tabaco, nuez de cola y cal que les tiñe los dientes de rojo y les produce un efecto tan estimulante como adictivo.

Pero aún no están casados. Cuando cae el sol, sobre las seis de la tarde, se escucha el canto que llama a la oración. Los hombres acuden a la mezquita más cercana del medio millar que han aparecido en los campos (las mujeres solo pueden rezar en casa). Y no es hasta después de la plegaria cuando el imán aparece para oficiar la ceremonia a la que, por cierto, la novia no está invitada. Tampoco el resto de mujeres.

En ningún momento parece que al líder religioso le preocupe que se trate de un matrimonio de menores, aunque en Bangladesh sea una práctica ilegal. De hecho, ni tan solo se cruza con la novia, que continúa confinada en el cuarto de los novios. Una vez finaliza la ceremonia religiosa ya solo queda la noche de bodas, esa noche en qué Nur Fatema se hará mayor de golpe.

El tráfico sexual de niñas

Las bodas de menores también son la única forma que encuentran las familias de garantizar su seguridad. Es una alternativa al riesgo de que acaben atrapadas en las redes de tráfico que actúan en los campos. Según ha confirmado una investigación de la BBC, las principales víctimas son mujeres adolescentes y niños, que son tentados a salir de los campos con la promesa de una vida mejor y, en cambio, acaban siendo víctimas de la prostitución y de trabajos forzados. La ONG Help ha cifrado en cerca de 2.500 las mujeres y niños que han desaparecido en los campos desde setiembre, según sospecha, víctimas de mafias.

Esa era la principal preocupación de Safika, de 40 años, cuando sus cuatro sobrinas quedaron huérfanas: «Los soldados nos lo robaron todo, pegaban a la gente. A mi hermana la violaron y la mataron. Encontré a las cuatro niñas solas, así que decidí llevármelas a Bangladesh».

Explica que tiene intención de quedarse aún unos años con Tahara, de 15, y Sukh Tara, de 12, pero las dos mayores, Rojina y Janmat, de 18 y 16 años, las tendrán que casar porque la situación no es sostenible. «Solo nos tienen a nosotros, no pueden vivir solas pero no podemos mantenerlas a todas». Sin embargo, no tienen dinero para las dotes. «Intentaremos hacer una colecta entre los conocidos del campo». Las hermanas explican que ayudan a su tía con todas las tareas domésticas.

Después de rezar por la mañana, cocinan, se lavan, van a buscar agua y, tras desayunar, van al espacio reservado para las chicas, donde pueden compartir con especialistas sus miedos y preocupaciones. Pero cuando tienen que responder a la pregunta de cuál es su sueño o qué esperan conseguir en los próximos años, se bloquean. No saben qué contestar. Los trabajadores de Save The Children que las acompañan explican que este tipo de reacciones forman parte del trauma que arrastran. Finalmente, la pequeña, Sukh Tara, responde: «Le pediré a mi tío que me ayude a casarme».

Las otras mujeres

La masiva llegada de familias rohingyas a un país donde un tercio de la población vive por debajo del umbral de la pobreza ha levantado ampollas entre la población local. Los bangladesíes se quejan de que sus viviendas no son mucho mejores que las tiendas de los refugiados y, en cambio, ellos no reciben ayuda alguna de las ONG. Y no solo se sienten ignorados, además denuncian que los refugiados hacen sus mismos trabajos por menos dinero y que, desde su llegada, han aumentado los robos y el tráfico de drogas.

Un grupo de mujeres ha acudido a quejarse de sus nuevos vecinos a la oficina de uno de los líderes locales en la ciudad de Ukhiya. Gofur Uddin Chowdhury anota sus demandas y confirma que no es un problema aislado: «Hay 12.000 personas afectadas, 4.000 casas, 2.200 hectáreas de Kutupalong hasta Balukhali. Han ocupado zonas que usábamos para plantar arroz y vegetales, colegios y hasta mi oficina, donde se han instalado las fuerzas de seguridad». Uddin denuncia que no están recibiendo ningún tipo de compensación y propone una solución si no pueden devolverlos a Birmania: «Cuando vinieron en 1978 y 1991 tenían restricciones, por la noche no podían salir de los campos. Pero ahora no, y pedimos que les impongan limitaciones». Plantea que los encierren en campos de confinamiento, «como los que hay en su país».

Sanjida Yesmin, de 20 años, es una de las mujeres afectadas. Los rohingyas ocuparon su jardín, arrancaron toda la vegetación e instalaron sus tiendas. «Tenía muchos árboles. Dos cabras se murieron porque no tenía con qué alimentarlas y tuve que vender la vaca. No son buena gente: las mujeres no se cubren y los hombres toman yaba (droga de la locura). Mi marido se ha enganchado por su culpa. Ahora somos refugiados rodeados de rohingyas».