Iñaki Telleria

Diez años ya sin humo en los bares

Se cumple una década de la publicación de la Ley que puso fin al consumo de tabaco en tabernas, restaurantes y discotecas. Hasta entonces eran los únicos locales cerrados que se libraban de la prohibición junto a prisiones y psiquiátricos. La sociedad asume que no hay vuelta atrás.

Un joven fuma en el exterior de un bar en Hernani. (Jon URBE I FOKU)
Un joven fuma en el exterior de un bar en Hernani. (Jon URBE I FOKU)

Inmersos en tiempo de prohibiciones y confinamientos vinculados a la pandemia, ha pasado desapercibido que se han cumplido diez años de una de las restricciones que más ha cambiado nuestros hábitos diarios. Hablamos de la prohibición de fumar en el interior de los bares y restaurantes. Una decisión que, no por esperada, cayó como una bomba tanto en el sector de la hostelería como entre los fumadores.

La Ley antitabaco (la número 42/2010) entró en vigor en el Estado español el 30 de diciembre de 2010 y, aunque el alboroto se produjo por la ampliación de la prohibición a bares, restaurantes y discotecas, también incluía otras medidas como la extensión de la restricción a espacios al aire libre en centros educativos (excepto universitarios), recintos de centros sanitarios y las zonas acotadas para parques infantiles y de juego para la infancia.

Años antes, en 1988, se había prohibido fumar en el interior de centros educativos y hospitales, en cines y teatros, y en el transporte público en el que hubiera plazas de pie. Asimismo, se dio paso a que se limitara en los centros de trabajo en caso de haber mujeres embarazadas o trabajadores con problemas respiratorios. Luego, en 2006, se extendería a todos los lugares de trabajo y también al metro. Con la ley de 1988 se prohibió la venta de tabaco a menores de 16 años y la publicidad en televisión. En el caso del transporte público, la prohibición se hizo total en 1999 para autobuses, trenes, barcos –excepto en cubierta– y aviones.

Por todo esto, estaba cantado que tarde o temprano la bula de los bares iba a llegar a su fin. Hubo quien anunció que las consecuencias de la decisión iban a ser como las diez plagas de Egipto. Unos decían que las pérdidas económicas en la hostelería iban a ser inasumibles y que muchos bares y restaurantes estarían abocados al cierre; otros se referían a la presión de los lobbies farmacéuticos para que se acelerara la ley y aumentar así sus ventas de medicamentos contra el tabaquismo; la Policía se mostraba preocupada por el posible aumento del contrabando. Todo sonaba a pataleta, como cuando años antes dijeron que iba a ser la ruina para el transporte público por falta de pasajeros, pero eran tantos los frentes críticos con la nueva medida punitiva que se imponían los temores.

El temor de los taberneros

Lo cierto es que no hay datos reales que justifiquen ninguno de estos miedos, aunque tampoco los hay que certifiquen la bondad de la decisión, aunque en este caso es evidente el beneficio para la salud. El número de fumadores ha ido descendiendo paulatinamente en Euskal Herria en los últimos veinte años, hasta llegar a un 15% de la población adulta, la mitad que hace veinte años, aunque no está clara la vinculación de este descenso con la prohibición en bares y restaurantes. De la misma forma que no está claro el descenso de clientes de estos locales por causa de la restricción.

Como integrante de uno de los sectores directamente afectados, los responsables de bares, conversamos con Juan Martin Erdozia, socio de la taberna Lizeaga, en Hernani, quien reconoce que «cuando se anunció la ley reaccionamos con miedo porque no sabíamos de qué forma iba a afectar a nuestro negocio y cómo iba a responder la gente ante la imposición». Añade este profesional que «temíamos que esta decisión afectara gravemente a nuestro sustento, porque no sabíamos si la ley iba a echar a la gente de los bares, si la gente iba a dejar de entrar. Hay muchos hábitos que están relacionados con fumar, el café, las copas, las partidas de cartas y eso nos generó incertidumbre». Sin embargo, confiesa que pronto se dieron cuenta de que «no influía tanto como pensábamos».

Erdozia añade que «al principio, sí pudo suponer un pellizco al negocio. Había gente que decía que no iba a volver a entrar, más por cabezonería que por otra cosa, aunque tardaron poco en regresar». En relación a cómo sobrellevaron las advertencias a los clientes más remolones, señala que no tuvieron «especiales problemas, salvo con los despistados de siempre que encendían el cigarro mecánicamente y se daban cuenta después, pero no pasó de casos puntuales».

También reconoce que «los no fumadores fueron los que se lo tomaron con alegría porque, por fin, no tenían que tragarse el humo de los demás, y esto no va solo por los clientes sino también por los camareros, que fuimos los que más ganamos en salud después de tanto tiempo respirando a diario el humo ajeno».

Preguntado por si se imagina volver a la situación anterior, dice seguro que «fumar en sitios cerrados ya no tiene sentido, igual que en los autobuses, ambulatorios o en las tiendas. A esto no le da la vuelta nadie».

El malestar de los fumadores

Desde el grupo de los fumadores, Aizpea Eizmendi recuerda que «la sensación fue de incertidumbre porque nos preguntábamos: y ahora ¿qué va a pasar? ¿cómo lo vamos a hacer para fumar? Además, era invierno y resultaba muy duro tener que estar en la calle. Luego fue pasando el tiempo, mejorando la temperatura y se hizo llevadero».

Explica que «la verdad es que nos acostumbramos enseguida, pero nos costó más quitarnos la sensación de apestados, de que estábamos excluidos; que no éramos como los demás». Eso sí, tiene claro que no por eso ha fumado menos. «Sí hemos pasado más frío, pero fumar menos… no creo», dice. También tenía claro que «era una decisión que estaba visto que tenía que llegar. Es que, además, íbamos tarde con respecto a otros países donde ya nos había tocado fumar entre cristaleras».

A otro fumador, Txus Larrañaga, se le revuelve el ánimo al recordar aquellos días de hace diez años. «Lo tomé con muy mala leche. Toda prohibición jode mucho y, aunque sabíamos que se iba a prohibir y tenía su lógica, me molestaba sobre todo la historia de los fumadores pasivos. No entendía a las personas que se hacían los mártires con este tema. Una cosa es que no te guste el olor a tabaco, como a mí me puede no gustar tu perfume o tu desodorante; o las cifras de cánceres de fumadores pasivos, porque cánceres ha habido siempre y estábamos alimentando un victimismo». Reconoce que «tenía claro que iba a llegar el momento, pero me generaba y todavía me genera muchas contradicciones, porque el tabaco lo venden ellos, los mismos que lo prohíben».

A día de hoy, Larrañaga, que sigue fumando, explica que lo lleva «mucho mejor de lo que antes pensaba, porque al final te haces a lo que hay. Quizás fumo un poco menos por la incomodidad de salir fuera, de mojarte y de pasar frío. No es algo consciente. Pero no es un tema que tenga que ver con la salud, sino con la incomodidad de fumar en la calle en determinados momentos».

Se despide afirmando que «esto no tiene vuelta atrás, pero seguiremos fumando aunque sea fuera y que conste que no es una droga ilegal, que está al acceso de todos».
Otra fumadora, Josune Beroz, que trabaja también en la hostelería, aprovecha la conversación para recordar, a modo de denuncia, «las inversiones en que se metieron muchos locales para acondicionar sus instalaciones y preparar espacios para fumadores que luego no sirvieron para nada».

La alegría de los no fumadores

Desde la otra trinchera, la de los no fumadores, aunque comparte espacio con ellos en bares y restaurantes, Grazi Gelbenzu rememora de aquellos días «el alboroto social con un tema que estaba en la calle; todo el mundo hablaba de lo mismo y los fumadores estaban súper enfadados».

Comenta que «el hecho de que fuera una prohibición te echaba un poco para atrás, pero no me parecía mal porque el humo terminaba molestando. Era la ventaja de poder estar en un sitio a gusto, sin problemas de humos, de respiración…». Gelbenzu enumera también «las otras ventajas, como no llegar a casa con olor a tabaco en la ropa o en el pelo, hasta el punto de tener que ducharte después de haber salido de noche y antes de meterte a la cama solo por el olor. Si no te duchabas, por la mañana la almohada olía a tabaco. Toda la ropa había que echarla a la lavadora si salía de noche».

El punto de incordio de la medida lo sitúa en que el hecho de que los fumadores salieran a la calle «te cortaba las conversaciones y se partía un poco la cuadrilla». Tiene claro también que no se va a producir un regreso a la anterior situación, «en todo caso se lo pondrán todavía más difícil a los fumadores, como se ha visto con la covid y la prohibición de fumar en las terrazas».

Exfumadores en la discordia

Es un tema que afectó, y de qué forma, a toda la sociedad, nos encontramos con todo tipo de opiniones, una de ellas es la de Joseba Uriarte, exfumador al que los problemas con los bronquios le obligaron a dejarlo y que anuncia que volverá a fumar cuando se jubile. A la espera de que eso se produzca, le preguntamos cómo acogió la prohibición y recuerda que «para entonces ya llevaba unos años sin fumar, pero me lo tomé mal, como si fuera el fumador más empedernido. Me remontaba a mi juventud fumadora a altas horas de la noche en bares o antros de ocio y desmadre en los que el ambiente estaba realmente cargado. Poca luz, música alta y una nube de humo –que antes parecía liberadora y que después comprendimos que era tóxica– que lo impregnaba todo. Como en los billares o en las partidas de póker de los años 20 en Chicago tenía un punto de maldad y de ambiente canalla que le sentaba muy bien al cerebro, aunque no tan bien a los pulmones».

«Aun habiendo dejado el tabaco antes de la prohibición –añade Uriarte–, me lo tomé de muy mal humor, como si de algo personal se tratara. No podía imaginar el mundo de la noche sin tabaco. No pensaba en la salud o, al menos, en la salud física. Me atacaba a la salud psicológica. Mi forma de entender el entretenimiento estaba siendo atacada y no me importaba que oliera a tabaco al llegar a casa, ni las quemaduras en la ropa, ni que lloraran los ojos, ni la ronquera... Estaba a gusto y no querían que me alteraran mi modo de vida».

En su opinión, «el tiempo ha confirmado que era lo que había que hacer y que yo no tenía razón. Sin embargo, me queda en el interior un punto de desasosiego que me lleva a pensar que esta medida –insisto en que incluso había que haberla tomado antes– guarda alguna relación con otras como la de adelantar el cierre de los locales –al margen de la pandemia– y mandarnos antes a casa tratando de que nuestros hábitos se parezcan más a los de los europeos del norte, sin que nadie haya demostrado todavía que sean mejores. Hay un empeño en cambiarnos horarios y costumbres, en hacernos más caseros y menos callejeros; en general, más individualistas. Y eso sí que me da miedo, más que el humo».