Dabid Lazkanoiturburu

Putin, sus citas electorales y la estagnación de Rusia

Desde que el espía del KGB en la Alemania Oriental (uno nunca deja de ser espía, como no deja de ser militar) y delfín del que fuera alcalde liberal de San Petersburgo, Anatoly Sobchak, llegó al poder en diciembre de 1999 para suplir la ausencia etílica de Boris Yeltsin en un país gigantesco a la deriva, todas las elecciones y consultas que yo recuerde en Rusia, y ya son unos cuantas, se zanjan con la maniquea cantinela: triunfo arrollador versus fraude masivo.

Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)
Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)

El referéndum de reforma constitucional que culminó el 1 de julio tras seis días de votación –cuando menos chocante, en términos de práctica ortodoxa de la democracia representativa– no ha sido una excepción.

Pero, a estas alturas, sostener que estamos ante un tongo electoral masivo resulta tan interesado como intentar hacer creer que las elecciones rusas responden a los estándares de transparencia y control, discutibles pero por eso mismo reales, en Occidente.

Cualquiera que analice con un mínimo de rigor la historia, pasada y reciente, de ese enigma que se llama Rusia –sin olvidar el interregno de la URSS– puede llegar a la conclusión de que no era para nada improbable que Putin pudiera ganar en el referéndum. La popularidad del presidente ruso, que no es lo mismo que su formación, Rusia Unida, ha bajado casi 20 puntos tras años de crisis económica, ajustes draconianos y en pleno coronavirus, pero se mantiene en torno al 60%.

Un índice con el que ni siquiera pueden soñar los dirigentes occidentales. Pero, atención, que ahí está también la pequeña trampa.

Putin goza de una adhesión nostálgico-melancólica que bebe de una historia, la rusa, plagada de sufrimiento y derrotas, pero a la vez  jalonada de hitos históricos y de victorias desesperadas que han condenado a buena parte de la sufrida población del gigante euroasiático a vivir anclada a eso que se ha venido a definir, muchas veces peyorativamente, como el «alma rusa».

Un orgullo que va de la mano de un complejo de inferioridad que le deja a merced de liderazgos fuertes y paternalistas (NOTA: los rusos no son los únicos en el mundo que sufren ese trastorno bipolar sociológico, pero que no sean los únicos no quiere decir que no lo padezcan).

Y que se completa con una vertical del poder que no duda en utilizar todos los resortes, políticos, económicos y mediáticos, para ganar las elecciones. Imitando burdamente el modelo representativo occidental. Pero siendo conscientes, tanto el poder como los propios administrados, de que están escenificando.

Colegir de ahí que Putin haya cosechado en el referéndum el 78% de votos con el 68% de participación supone, asimismo, un insulto a esa misma «alma rusa», tan capaz de hacer como de sufrir lo indecible.

Es harto probable que la mezcla de promesas paternalistas en lo social, de defensa del conservadurismo panortodoxo ruso y de reivindicación de lo que tantos analistas occidentales han descrito como un «Imperio fallido» tuviera asegurado un nivel de aprobación popular cercano, cuando no rayano, en el triunfo.

Y no parece, a tenor de todo lo dicho anteriormente, que la enmienda que permitiría a Putin eternizarse en el poder hasta 2036 concite un rechazo abrumador en la sociedad rusa.

Otra cosa es que sea un escenario ansiado por el propio Putin.

Todo apunta a que esa cláusula que le permitiría empezar de cero en 2024 y optar a otros dos mandatos responde a las dificultades internas de los distintos sectores del poder en Rusia para consensuar y designar un sucesor y afrontar un relevo generacional, que temen podría ser de riesgo.

Esas dificultades –objetivas y subjetivas– para formalizar el relevo en la cima del Kremlin recuerdan a más de uno el período soviético entre 1964 et 1985 y en el que Leonid Brezhnev y la gerontocracia del partido retuvieron el poder, lo que fue seguido por el desplome de la URSS y un decenio de caos.

Conocido en Rusia como  el período de «estagnación», el liderazgo político se negaba a hacer cambios y seguía como si, pura biología, la muerte no les iba a llamar a la puerta.

Esa misma parálisis estaría afectando al sistema, pese a que, paradójicamente, Putin decidió adelantarse y asegurar su reforma constitucional antes de que los efectos del coronavirus, unidos a la atonía económica rusa –acrecentada por las sanciones occidentales, le colocaran ante un calendario más comprometido.

Todo ello para mantener atado el sistema. Lo que no quiere decir que Putin aspire a ser presidente hasta los 83 años. Le bastaría con controlar los resortes del poder desde el renovado y reforzado Consejo de Estado. Su primigenio objetivo a la hora de impulsar las reformas recién aprobadas, por abrumadora mayoría, o por fraude masivo.