Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Azuzar una turba

«Pocas horas después, frente al pelotón de fusilamiento, Francisco José Garzón Amo había de recordar...». Después de la tragedia de Galiza se ha desatado la caza al maquinista. Poco importa si tuvo o no alguna responsabilidad en el accidente. Un hecho, por cierto, que se define como «suceso eventual del que involuntariamente resulta un daño». Claro, que esas nimidades no les preocupan a nadie. Menos aún a quienes, desde puestos de responsabilidad, se han dedicado a señalar con el dedo al ferroviario casi desde el instante mismo en el que era conducido a la ambulancia. Necesitábamos, o, mejor dicho, necesitaban, un culpable. Y tenía que ser rápido. En medio de la confusión y la congoja resultaba imprescindible una cabeza de turco a quien poder linchar en la plaza pública.

 

Nada más ruin, mezquino y cobarde que azuzar una turba. Nada más despreciable que cargar contra el eslabon más débil, ese que ni siquiera está en condiciones de defenderse, con patrañas descontextualizadas como la fotografía colgada en Facebook a 200 kilómetros por hora. Hay que ser bajo y rastrero para encender la primera antorcha, dictar sentencia tras el juicio sumarísimo e iniciar el acoso para ocultar tus propias verguenzas. Sí, me refiero a los responsables de Adif, Renfe, Gobierno español o esos diarios de extremo centro que convirtieron sus portadas en una diana con la que apuntar a un hombre que ya es suficientemente víctima de la horrible tragedia. Sí, he dicho víctima. Incluso aunque hubiese errado.

 

No sé si apretó el freno cuando debía. O si existió un fallo mecánico. Eso debería quedar para la investigación. Aunque, teniendo en cuenta los intereses en el AVE y sus contratos con Brasil, tampoco daría un duro por su veracidad. Luis Bárcenas ya nos ha enseñado que existen cosas más importantes que el Estado de Derecho. Escucho al presidente de Renfe, Julio González Pomar, cuya gran obsesión era desvincular puerilmente el siniestro de la alta velocidad, y me imagino por dónde irán los tiros.

 

Explicaciones económicas y políticas al margen, creo también que olvidamos algo. Que en una tragedia pueden no existir culpables. Que es posible que la fatalidad llegase porque sí. Que incluso haciendo todo bien, el infortunio tiene la capacidad de colarse a través de una rendija y agarrarnos en fuera de juego. Claro, que esta perspectiva resulta terrible y nos deja solos ante nuestra propia fragilidad. Por eso aparecen cínicos que, emulando a Poncio Pilatos, aprovechan para preguntarnos si queremos liberar a Barrabás o al maquinista. Y si cuela, cuela.

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