Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Cambiarse de camiseta en la extraña dictadura de Venezuela

"Cuidado con la franela. Es mejor que se la cambien, porque en otros barrios de Caracas puede ser peligroso". La advertencia me la realizó el viernes por la tarde un asistente al desfile cívico-militar celebrado en Los Próceres y que conmemoraba el 203 aniversario de la independencia de Venezuela. Tras la investidura de Nicolás Maduro, yo exhibía una camiseta roja con la silueta de Hugo Chávez realizando el saludo militar y la inscripción "yo soy un chavista maduro". Una ostentación que mi acompañante no consideró prudente más allá de la gran avenida donde cientos de bolivarianos se habían concentrado para saludar a sus Fuerzas Armadas. Curiosa esta dictadura, como dijo Eduardo Galeano, en la que los partidarios de un Gobierno democráticamente elegido tienen que esconder su opción política por temor a ser agredidos por opositores que denuncian, precisamente, esta misma persecución.

En mi habitual inconsciencia, seguí caminando hacia el metro sin cambiar de vestimenta. Cuando llegué a la cola, comprobé que el hombre que me había advertido no era el único con el mismo temor. Frente a mis ojos, varios chavistas guardaban sus camisetas rojas y se transformaban en ciudadanos-no-agredibles escondiendo cualquier distintivo revolucionario. Inaudito. Hasta el momento solo me había tocado enfrentarme a miradas inquisitivas o algún comentario despectivo en voz alta, una vez que me habían dado la espalda. Nada grave. Obviamente, todas estas insinuaciones apuntaban a la falta de libertades que asfixian a Venezuela. Y yo vuelvo a plantearme, qué extraña opresión que obliga a disfrazar la filiación política a quienes vienen de ganar unas elecciones.

Finalmente, como los bares del mítico "callejón de la puñalada", en Sábana Grande, estaban misteriosamente cerrados, emprendimos el camino hacia el este. Y ahí sí, no hubo opción. Antes de sentarme en una terraza ya me había colocado otra franela blanca, con el distintivo chavista convenientemente escondido, para evitar levantar suspicacias.

No es paranoia. Los temores de los bolivarianos a ser atacados no se limitan a hechos aislados. El miércoles, junto a tres compañeros, aguardábamos junto a la urbanización La Limonera, en Baruta, Estado de Miranda, después de entrevistar a Edgardo Ponce, hermano de José Luis, una de las víctimas de la ola de violencia desatada por la oposición. Este conjunto de casas, perteneciente a la Misión Vivienda que garantiza el derecho a techo a los más desfavorecidos, constituye un islote de justicia social en una zona acaudalada. Por eso, a los ricos hacendados les toca las clases sociales que los desarrapados disfruten de un digno domicilio en su paraíso capitalista. Al no disponer de vehículo, nos planteamos bajar andando hacia Baruta. "No es una buena idea tal y como está la situación", nos advirtió uno de nuestros acompañantes. Dos días antes, un joven había sido tiroteado desde un edificio cercano, donde residen los antichavistas. Un día después, otro vecino fue asesinado, convirtiéndose en la novena víctima de la derecha en una semana. Desde que se puso en marcha La Limonera, los ataques contra sus bienes han sido incesantes.

Como resulta obvio, nada de esto se menciona en la mayoría de medios internacionales. Ni una palabra. O todavía peor. En el caso de hacer referencia, se esconden las agresiones bajo la definició impersonal de "enfrentamientos". Como si dos grupos hubiesen chocado. Como si los muertos los hubiesen puesto ambas partes. Como si a José Luis Ponce no le hubiesen disparado por la espalda. Una construcción de la realidad que se convierte en hecho inapelable cuando los mismos que la difunden terminan por creérsela, proclamando a los cuatro vientos que en el régimen totalitario venezolano se persigue a quien no es chavista.

Galeano tenía razón. Qué extraña esta dictadura. Y qué distinto lo que ocurre en sus calles de lo que luego nos cuentan.

 

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