Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

El suelo ético, dos pisos por debajo de Intxaurrondo

Leo la respuesta del Gobierno español ante el enésimo tirón de orejas europeo a cuenta de las torturas y, de pura mala ostia que se me pone, me doy cuenta de que casi preferiría que respondiese con un «torturamos, y qué». En serio. Me resultaría más digno que, en un ataque de españolísima testosterona, los funcionarios de Madrid encargados de ese informe insultante reivindicasen los malos tratos antes que recurrir a ese cínico escurrir el bulto que supone una segunda humillación a quienes pasaron por sus siniestros calabozos. Resulta tan ofensivo, tan brutal y tan denigrante leer todas y cada una de sus hirientes respuestas que asumir con orgullo la barbarie supondría un bálsamo en este festival del cinismo. No jodamos. Por favor. Que estamos entre personas adultas. Vosotros sabéis lo que ocurre. Nosotros también. Obviamente, los torturados. Y sus torturadores. Incluso esos señores europeos a quienes intentáis tratar como a menores de edad, negando la mayor de atrocidades como la violación de Beatriz Etxeberria. Aquí hay un desfase terrorífico entre lo que se dice y lo que se piensa.

Hoy, en unas horas, el senador Iñaki Goioaga interrogará al presidente español, Mariano Rajoy, sobre la pervivencia de las torturas en sus comisarías. Ya sabemos qué ocurrirá. Probablemente, el jefe de Gobierno se vaya por la tangente, haga un quiebro en forma de exigencia de condena a ETA, recurra a criminalizar al portavoz de Amaiur (que se comió año y medio de cárcel por la cara) y termine su alocución entre aplausos de los suyos. Y en medio del espectáculo quedará claro que el suelo ético de Madrid está un par de pisos por debajo de las catacumbas del cuartel de Intxaurrondo.

(NOTA: Tras las seis detenciones de la madrugada, a esto se le añadirá un «lo único que necesitamos es a la Policía y a la Guardia Civil).

Ante la nueva negación de lo que todo el mundo sabe, que Policía española y Guardia Civil han torturado impunemente a miles de ciudadanos vascos, insisto en la tranquilidad que nos aportaría a todos un reconocimiento explícito. Auque fuese para alardear. En primer lugar, porque permitiría a muchos españoles de bien asumir algo que ahora solo confiesan con la boca pequeña: que en la guerra como en la guerra. Que les parece bien que a esos terroristas de mierda se les aplique mano dura. Que los europeos son unos blanditos, con tanta tontería de Derechos Humanos. Que no saben qué es combatir contra los desalmados. Que hicieron lo que tenían que hacer. Y así tantos progres que se sienten incómodos ante las denuncias por malos tratos pero que prefieren relegarlo a un tercer párrafo se verían en la obligación de retratarse. Porque habrá que reconocer que siempre parece que hay personas más torturables que otras. Que un guantazo es más denunciable dependiendo de quién lo reciba.

Con las cartas encima de la mesa, todo el mundo podría posicionarse, honestamente, y no sufrir el transtorno bipolar de quien se pone el traje de contra-toda-violencia-venga-de-donde-venga para salir en público mientras que en su interior, un sargento chusquero celebra cada barbaridad por el honor de la patria. O, al menos, como mal menor frente al enemigo.

Ayer, muchos medios hablaban de la presencia de concejales de Bildu en el homenaje a Tomás Caballero. Reconocer el dolor del otro es imprescindible. Hoy, todos callarán sobre una nueva humillación a las víctimas. Pero, claro, eso nunca ha ocurrido. Ya.

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