Igor Fernández

Lo inútil

Las personas estamos en el mundo a veces pensando que nos pertenece, o aún más: que depende de nosotros. El mundo de las relaciones, el trabajo, la familia... son un mundo con un alto grado de ‘virtualidad’, es decir, esos mundos o ese mundo compuesto por otros, no tiene una entidad objetiva concreta más allá de lo que cada cual experimenta en ellos. Yo describo el mundo desde donde yo miro, al punto de que este se convierte exclusivamente en lo que veo, y lleva su esfuerzo mirarlo desde otra perspectiva.

Este egocentrismo tan característico de nosotros en nuestra cultura, pero también tan inevitable como seres humanos occidentales, nos hace establecer imaginariamente relaciones de causa efecto por las que tenemos la sensación de que nuestros actos realmente tienen un impacto esencial en la realidad, cambiándola; solo porque la hemos pensado y tenemos una intención sobre ella… Y luego, la realidad va y hace lo que le da la gana. Y nosotros nos frustramos, nos retorcemos confusos porque lo que hemos planificado no tiene el efecto deseado. Nos hiere en nuestra grandiosidad planificadora, pero también nos deja con la conciencia de estar indefensos si no funciona. Y, aun así, de forma quizá también inevitable, volvemos a intentarlo, volvemos a parapetarnos tras esa ilusión de poder controlar la vida con nuestra voluntad, y a veces lo conseguimos. De hecho, a veces no hay nada peor para una niña que pretende evitar que su madre esté triste por una separación, por ejemplo, que tener éxito alguna vez. Y es que esa experiencia repetida un número de veces, hará concluir a esa niña no solo que ella ‘puede’ evitar la tristeza de su ama, sino que además, por el hecho de haber tanto en juego para ella –la niña–, tiene la responsabilidad de hacerlo.

Y entonces empieza a probar cosas, se esfuerza en mostrarle una sola cara que la alegre, en no montar mucho lío en casa, en sacar buenas notas, en mirar para otro lado cuando su madre llora, o en aprender a jugar sola ‘si ama está en la cama esta mañana’. En alguna de esas ocasiones, la niña asociará sus intentos con los momentos en los que su madre sale más al mundo, creando una suerte de ‘superstición’: ‘si estoy muy calladita ama estará más tranquila y, por tanto, más contenta, y entonces estará para mí’.

En particular en ciertos años de la vida, las propias acciones se viven como omnipotentes y, como decía Spiderman en los famosos cómics, ‘un gran poder conlleva una gran responsabilidad’. Sin embargo, el mundo con los demás, si tiene algo, es que incluye a los otros, y con ellos, a sus percepciones de la realidad que compartimos, su historia –que también traen a esta realidad compartida–, sus intereses, necesidades, etc. De hecho, a pesar de tener la sensación de que podemos cambiar el mundo de los otros, pocas veces es posible sin su participación y ahí las cosas se nos escapan de las manos. Ya no podemos ‘aplicarle’ a la realidad solo lo que aprendimos o hemos decidido que debe funcionar y no nos queda más remedio que dialogar con la parte que se escapa del control. Intentamos entonces convencerla para que acepte que nuestra visión del mundo es la adecuada y, si esto no funciona, ejerceremos algún tipo de presión tanto hacia fuera como hacia dentro. En ese ejercicio de presión podemos llegar muy lejos antes de bajar las armas y decidir construir algo nuevo. Y es que, más allá de la soberbia o la obstinación, quizá allá y entonces, creímos la ilusión de que podríamos cambiar el mundo sin su participación. Quizá esa niña del ejemplo pensó que no dependía de su ama estar contenta, o al menos disponible, quizá porque no tenía la fuerza para confrontarla, ni podía permitirse tensar la frágil cuerda para reclamarla. Y, al mismo tiempo, ojalá alguien la hubiera podido nutrir con lo que le faltaba y explicarle que no tendría que pasarse el resto de la vida cuidando ominipotentemente de otros, asumiendo una tarea imposible y derrochando, quizás, un esfuerzo inútil.