Ibai Gandiaga
Entrevue
ARKAITZ FULLAONDO Y FERNANDO BAYÓN

«El espacio urbano es algo inconcluso. Y un espacio así da mucho miedo, tanto a los políticos como a los ciudadanos»

El espacio público es donde nos encontramos con los otros habitantes de la ciudad, donde vivimos la vida pública, la que no está ligada a lo íntimo del hogar. Pero, aunque pueda parecer lo contrario, no está muy claro qué es el “espacio público”. ¿Lo es un centro comercial? Siendo un establecimiento privado, la primera respuesta sería No; ¿pero acaso no se usa un fin de semana sí otro también para llevar a cabo los encuentros de los que hablábamos antes? Por el contrario, una plaza es un espacio público, no cabe duda, ¿pero lo sigue siendo cuando se privatiza por un uso tan común como las terrazas de los bares?

Espacio privado que se convierte en público, espacio público que se privatiza. Usando como excusa esta premisa, hemos reunido al sociólogo urbano Arkaitz Fullaondo y al filósofo Fernando Bayón en el Instituto de Ocio de la Universidad de Deustua, para conversar sobre el espacio público, sus límites, sus usos, sus acepciones... Para ello, he elegido una serie de imágenes que demuestran la inmensa variedad de usos que existen en el espacio público, y he dejado que estos dos grandes conocedores del tema hablen libremente.

La primera imagen que me gustaría mostraros es la Plaza de la Constitución en Donostia.

Fernando Bayón: Los procesos de conversión de los espacios en espacios públicos los asociamos con espacios de consumo. La propia “terraza” en sí parece terriblemente banal, pero su significado no lo es: una silla puesta en una terraza de una plaza lo que hace es simbolizar un proceso que todos tenemos muy interiorizado, esto es, que si no media alguna forma de consumo, el disfrute de ese espacio queda ciertamente manco. Por si fuera poco, existe una tensión entre el que consume y el que no, llegando incluso a que el que no consume sea considerado un sospechoso, mal ciudadano, frente a las personas que están consumiendo en cualquier velador con diseño pagado por las industrias cerveceras.

Arkaitz Fullaondo: El problema es que no se habla de ciudadanos, sino de consumidores, incluso en los medios de comunicación. El ejemplo de las terrazas es preocupante por el boom que se ha generado en la hostelería, relacionado con los cambios en nuestra sociedad; ahora, nuestra sociedad está basada en el consumo, lo mismo que nuestra vida social. Por lo tanto, todo lo que no hagamos en nuestro tiempo comprometido, aquel que dedicamos a limpiar la casa, a trabajar, a cuidar la familia, parece que tenemos que dedicarlo a consumir: ir al cine, tomar una café... “hacer” algo. A partir de la década de los 80 se empieza a construir esta sociedad de clase media donde se pasa de tener dos marcas de leche a tener veinte; y a la par, la plaza, la calle está perdiendo el sentido estructurante de la vida social que tenía, de ser punto de interacción, de relación, de mostrar cómo somos como sociedad. Así, la esfera de consumo está tomando una parte fundamental de la vida social, y las terrazas son un símbolo de eso.

F.B: Tampoco somos tan simples como para demonizar el consumo, eso es una forma perfecta de suicidio; quieras o no, dentro de la modalidad de relaciones de producción, convivencia y vínculos sociales en los que estamos todos cobijados, el consumo es una forma que nos retrata. Esto, que puede ser algo bueno, en las terrazas adquiere el nombre de “colonización”.

En esta segunda imagen tenemos el Centro Comercial Zubiarte, en Bilbo, a primera vista con un diseño que intenta imitar una calle.

F.B: En todo esto, lo que subyace es el viejo diagnóstico de Henri Lefevbre: que el espacio es una producción política y no un reflejo de la sociedad; el espacio se crea a través de los medios de producción contemporáneos.

A.F: Está diseñado, tiene un objetivo.

F.B: El interior de un centro comercial, o shopping mall, como el de Zubiarte se comporta como una suerte de microcosmos. Es un sistema que no desea, contrariamente a lo que la gente cree, que todo el mundo consuma lo mismo; lo que desea es que todo el mundo consuma, y para ello, tienes que parcelar el espacio de la oferta a través del ofrecimiento de un montón de nichos, como por ejemplo una marca de vino. No se trata de que todo el mundo tome el mismo vino, sino que todo el mundo acaricie su criterio personal teniendo un vino que elegir y en el que afectivamente uno mismo quede retratado. Y con la estandarización del espacio público ocurre lo mismo: si antes había una diferencia entre la oferta de consumo en el espacio público abierto, como una plaza, y la oferta de un hipermercado, ahora mismo un modelo se acerca cada vez más al otro. Los soportales comerciales de las ciudades cada vez más reproducen lo que puede ocurrir en el interior de un mall y estos se obsesionan con reproducir lo que ocurre en la calle.

A.F: La sociedad se acerca más hacia el simulacro y la imitación. Esto se agudiza con las nuevas tecnologías. En los bares, por ejemplo, lo que se lleva es la madera antigua, lo viejo, que nos lleve de alguna manera a hacernos creer que estamos en un bar de la campiña, una tasca de pueblo, como en los años 50, con lámparas que son simplemente cables que caen con un casquillo desnudo.

Que trasmita sensaciones...

A.F: Eso es. Un simulacro, al fin y al cabo. Incluso el selfie es un simulacro que hacemos sonriendo, para seguir con nuestras vidas tras haber sacado la foto. Al mismo tiempo, los centros comerciales son un simulacro total de lo que era el espacio público, y si miramos el origen de los mall, podemos encontrarlos en suburbios de viviendas unifamiliares en Estados Unidos, sin un centro urbano definido. Ese modelo lo hemos importado. Se está generando el simulacro del centro comercial en el espacio público abierto y, cada vez más, en los centros históricos de las ciudades. En Bilbo comienza a suceder, pero tenemos casos extremos, como Ciutat Vella en Barcelona, donde el casco histórico se ha convertido en un centro comercial a cielo abierto, con el agravante de tener un horario comercial liberalizado. Esto nos lleva a que todas las ciudades, sean Bilbo o Barcelona, acaben pareciéndose.

F.B: Y se llenen de franquicias.

A.F: Son ciudades franquiciadas. Ante el hecho de ir a Ámsterdam para ver algo diferente, al final te das cuenta de que está viendo algo igual.

En esta fotografía que os muestro se puede ver un mercadillo, en este caso en la calle Dos de Mayo, en Bilbo.

F.B: Si montar un mercadillo es la estrategia más ocurrente que se nos pasa por la cabeza para regenerar un espacio abandonado, yo creo que algo está fallando. Los cascos viejos están siendo pacientes de ese proceso –que está en boca de todos los sociólogos urbanos y arquitectos– que llamamos “gentrificación”, es decir, el encarecimiento del suelo mediante procesos de regeneración urbana que expulsan o conllevan de forma directa la expulsión de las poblaciones autóctonas, al no poder hacerle frente. Lo que ocurre es que muchas veces no son solamente las grandes franquicias quienes están detrás de estos efectos, sino un cierto aire calculadamente bohemio. Hanna Arendt definía de una forma muy simple el espacio público como «el lugar de la acción» y no como el lugar del consumo o el trabajo; es decir, el lugar donde cada uno de los individuos puede desarrollar su subjetividad al margen de los procesos de identificación: no es el espacio de la familia, no es el espacio de la comunidad, sino que es un espacio donde se celebra la posibilidad de disfrutar la ruptura, la diversidad. Es algo que por definición tiene que estar inconcluso. Y un espacio así da mucho miedo, tanto a los políticos como a los ciudadanos. Si un espacio se cierra con grandes franquicias de por medio, muchos lo celebrarán porque consideran que a cambio de esa ocupación, por la noche hay menos robos, o menos “fulanas”, o menos “gente indeseable”.

A.F: Lo que trasciende es el tema del auge de las normativas de uso del espacio público, completamente vinculado a la seguridad, llamadas ordenanzas del “civismo”. En realidad, de lo que se está hablando es de control, de limitación, de ordenación política. Como no se quiere poner esas palabras, se coloca una palabra que nadie puede negar, como el “civismo”, puro maquillaje, al no definirse ese concepto. Justamente, una de las cosas que están ocurriendo es que la ciudad está perdiendo el espacio público que cuenta con esa libertad de ver cosas distintas, de producciones y acciones de la gente de una manera libre, espontánea u organizada. Hay lugares donde incluso se empieza a ver mal que se organicen ciertas actividades porque se realizan en zonas comerciales y dan “mala imagen” a la ciudad.

¿Por ejemplo?

A.F: Por ejemplo, las manifestaciones, como las ocupaciones de las plazas en el 15M en Plaza del Sol, pintadas en las calles o carteles reivindicativos. Es malo, sucio, cuando realmente son formas de expresión y protesta ciudadana. Nos encaminamos hacia un espacio limpio, aséptico, que de alguna manera se tapa con ese tema del civismo cuando en realidad lo que se busca es que el espacio público no exprese nada.

En la siguiente fotografía veis el chupinazo que da inicio a los Sanfermines en Iruñea. ¿Es una subversión del espacio?

F.B: Yo no veo ningún tipo de subversión en un fenómeno como el chupinazo. Me parece una exhibición de obediencia colectiva tremenda, y bastante deprimente.

Sin embargo, hay una ocupación diferente del espacio público.

F.B: Sí, a la hora que conviene, bajo la fecha que conviene... Es una cita que responde a un principio de obediencia mansa que se vende como subversión. La subversión precisamente no queda citada a ninguna hora. La cuestión es que hasta esto está perfectamente programado; las subversiones del espacio aparecen y comparecen cuando interesa a quien administra de una forma calculada, impidiendo que tenga un carácter insurgente.

En esta imagen podemos ver el Campo de Cebada, un proyecto autogestionado por los vecinos del barrio de La Latina de Madrid. Creo que la subversión del espacio público en un lugar así, o en una Aste Nagusia en un Arenal sí que puede existir; hay gente que ocupa el espacio de una manera autónoma.

A.F: Eso último tampoco es una subversión desde el momento en que está realizado dentro de una serie de normativas. Sin embargo, la diferencia en Aste Nagusia es la autogestión, algo hoy en día subversivo. Si tuviéramos un espacio público central en la ciudad donde pudiéramos hacer cualquier cosa que deseáramos, ese “hacer lo que quiera” nos bloquearía, porque no sabemos lo que puede ocurrir, por ese exceso de normativización existente. Al ver la iniciativa del Campo de Cebada, te das cuenta de lo interesante que es ese dar usos temporales a espacios vacíos. Es un lugar donde no se consume, donde la gente socializa sin consumir. Socializar sin consumir se ha convertido en un enemigo de la ciudad.

F.B: Las fiestas nos dan la sensación de libertad una vez al año, y salirnos de ese estado de permanente administración. Solo digo que eso es falso, porque la fiesta misma también está administrada.

A.F: Esa semana está todo permitido.

F.B: Esa es la ilusión. Las fiestas son una gran coartada para hacer que el hecho de disfrutar la ciudad bajo la modalidad de consumo adquiera la vitola de acontecimiento festivo por excelencia. Otros espacios, como la Cebada, son modalidades casi siempre de autogestión aprovechando los excedentes de espacios abandonados, y este tipo de iniciativas de ocupación de espacios abandonados mediante procesos colaborativos lo que hacen es dar ocasión a formas espaciales para el encuentro y no tanto para el consumo. Hoy en día, el problema del espacio público no es un problema de cómo planificarlo, sino de cómo gobernarlo.

A.F: ¿Por qué queremos una plaza?

F.B: ¡Eso es! Planificar es una forma de gobernar y administrar tus movimientos, de permitirte o impedirte ciertos tránsitos, ciertas circulaciones, de gobernar tu propio cuerpo en el conjunto de la ciudad. Cuando surge la pregunta, desde el propio espacio público, de cómo se define mejor el bien común, muchos vuelven a la palabra “civismo”, llevando a cabo programas altamente autoritarios y normativos.

En esta imagen aparece un mercadillo de fruta en Milán. En esa ciudad, todos días de la semana, domingos incluidos, se cierra una calle de la ciudad y se organiza un mercado hortofrutícola.

A.F: Los mercados al aire libre, que no los mercadillos, en donde hacer la compra de productos básicos de consumo, fruta, verdura y demás me parecen muy interesantes si se hacen de una manera regular, y no al estilo del mercado de Santo Tomás. Es la reproducción de la función que tenían las plazas de las ciudades originariamente. Las ciudades se crean por el comercio. Dos vías que se juntaban, y alguien que vende. El concepto de la plaza era ese. Estamos hablando de productos básicos, de algo que compraría desde la persona más humilde hasta la más poderosa. Todo el mundo necesita comer.

La otra fotografía es el High Line de Nueva York, el proyecto de reutilización de un viaducto ferroviario como parque urbano lineal.

A.F: El rol de las infraestructuras como elementos urbanos es muy importante. En un entorno como Euskal Herria, donde tenemos bastante zonas industriales abandonadas, buscar el uso del elemento urbano que pueda quedar en desuso me parece interesante porque de alguna manera lo que hacemos es mantener la historia y la identidad de lo construido. Generamos un nuevo uso, nuevos significados, pero sin derribarlo. Ahora mismo, frente a nosotros tenemos Abandoibarra, que en términos generales es una intervención preciosa, pero que ha requerido vender el centro urbano a la especulación, a Iberdrola imponiéndose frente a los demás, y a tener las viviendas más caras de Bilbo.

F.B: Últimamente, hemos podido ver en los periódicos cómo Euskadi se las ingeniaba para salir de la crisis, y de nuevo los números cantan. Los datos dejan en evidencia esa retórica tan calculada acerca de que vivimos en una época netamente postindustrial. Una cosa es que el city-branding, en el caso de Bilbo, haya construido una imagen de ciudad terciarizada en el mercado internacional, y otra cosa es que ese discurso esté ocurriendo en las casas. El sector industrial sigue siendo tractor de la economía vasca y no se puede negar.

A.F: Es que Bilbo no es una ciudad cultural.

F.B: A la vista está. Una vez que has colocado esa retórica, te das permiso como político para invertir en lo siguiente: la eventualización de la ciudad, eso que no se oculta y que en ocasiones se dice con el pecho hinchado: «¡Queremos que Bilbo sea un gran escenario de eventos!», como si fuera algo deseable, siguiendo la moda de la ciudad-escenario. Como en un teatro, la gente ocupa de forma muy puntual y explosiva el espacio, teniendo en ocasiones una taquilla para poder acceder. Los eventos te dan visibilidad cortoplacista, que es lo que interesa a los políticos, y no inversiones en equipamientos invisibles que generan estrategias formativas cuyo rendimiento vienen al cabo de diez años.

A.F: Creo que has tocado un tema fundamental y que nos lleva otra vez al punto de inicio: la ciudad-producto. La ciudad ha perdido, desde un punto de vista de la gobernanza política, su carácter de lugar de residencia y lugar más próximo donde se produce la vida social, para convertirse en un actor, agente geopolítico fundamental en el desarrollo económico de un país. Si donde estamos es un producto, ¿el Ayuntamiento tiene que ser una empresa? Se despolitiza la ciudad de alguna manera, el mensaje que se transmite es el del crecimiento continuo, y cada vez se utilizan más términos empresariales en la política municipal. Como utilizamos términos empresariales, nos debemos preguntar, ¿cuál es el principal objetivo de una empresa? Conseguir más beneficios. Por lo tanto, esto lo que nos lleva es a una despolitización de la institución por excelencia, el Ayuntamiento, lo que implica un déficit democrático de participación social y política por parte de la ciudadanía.

F.B: Además, si la ciudad es una empresa, eso convierte a los ciudadanos en empleados. Los rendimientos cortoplacistas traicionan lo mejor que ha dado Bilbo, es decir, las inversiones de enorme recorrido, transformaciones invisibles, pero que han ayudado a compactar mejor el territorio y darle un valor real. Por ejemplo, la regeneración de la Ría y el Metro, éxitos incuestionables.

Pero existe también, dentro del espacio urbano, la representación simbólica del poder. Os pongo la plaza Vendôme en París como ejemplo en esta fotografía.

F.B: La plaza Vendôme es símbolo de la representación del poder. Fue la insurgencia de la Comuna de París, en 1870, la que tiró abajo el monolito de Luis XIV, y sabían lo que hacían. Es un caso flagrante de cohabitación entre el poder y la urbanización de la ciudad; el famoso diseño del París altamente turístico surgió en la década de 1860, de la mano del Barón Haussman, brazo derecho ejecutor de la política de Napoleón III. El nuevo diseño planteó una forma radial de concentrar el espacio urbano en enormes bulevares de gran anchura, barriendo en gran medida todo el casco histórico y las reminiscencias del París medieval. Uno puede decir que ese cálculo urbanístico de Haussman obedece a razones de purificación o higiene, pero la realidad es que debajo había el miedo a que las revoluciones pudieran tener éxito. Las formas de insurgencia podían tener éxito en la vieja ciudad medieval, en la forma de guerrilla. Pero la barricada en un gran bulevar apenas puede tener consistencia.

¿Pensáis que el ciudadano se da cuenta de esas representaciones del poder?

A.F: Sí, sí se da cuenta porque reconoce los lugares importantes de la ciudad. Todo el mundo reconoce lo “importante” de una ciudad. Aquí lo tenemos claramente en la torre Iberdrola. Es el nuevo icono de Bilbo, identificado con una empresa energética internacional.

F.B: Pero yo me pregunto, ¿qué edificio totémico tiene Silicon Valley? Cada vez más, los lugares más apetecibles del mundo son aquellos en los que el poder se significa más bien en la densidad de la calidad de sus relaciones y no tanto en el simbolismo. A veces son los poderes muertos los que necesitan edificios.

Para ir acabando, os coloco dos imágenes; una es de las protestas de Occupy Wall Street, y la otra es de unos niños jugando en la calle de Brooklyn durante los años cuarenta.

F.B: Es muy interesante la idea de García Conclini, un antropólogo urbano, que hablaba de las «metaforizaciones del espacio», entendiendo como metáfora algo que te transporta de un significado a otro. Lo bueno de estas dos fotografías es que tenemos que pensar en que lo importante no es solo cómo está el espacio, sino lo que hacemos con el espacio existente. No tanto cómo se ejerce el poder sobre nosotros a través del espacio, sino qué hacemos nosotros para transformar ese espacio que se ha producido a veces sin nuestro consentimiento y participación. Estas prácticas de recreación del espacio pueden ir desde las más sencillas: un niño pinta un tablero de juego con tiza en la calle. Está transformando la calle, le está dando un significado.

A.F: Si por algo se caracteriza la sociedad es por su dinamismo y por las resistencias. De esas contradicciones, de esas dialécticas, de esos conflictos se generan evoluciones, cambios; y por eso vamos adelante. En la base está el conflicto; ese conflicto está muy estigmatizado, pero es la base del progreso, de la evolución social. Por lo tanto, justamente si se está generando una mayor regulación y normativización del espacio es porque se quieren controlar dinámicas y procesos de apropiación del espacio de producción que, de alguna manera, pueden generar una serie de alternativas, que no es hacer la revolución, sino realizar tal vez un pequeño cambio concreto, un uso de una comunidad, de un barrio, de una cuadrilla..., cambios cotidianos. Si nos fijamos en la imagen de los niños en Brooklyn, hay que entender que es producto de una necesidad, no idealicemos situaciones, porque si están en medio de la carretera es porque no tienen espacio, pese a la belleza de la foto.