IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La gente

Egunon, Jose Mari. ¿Qué, ya vas a la huerta a esta hora?». «¡Algo hay que hacer!». Cualquier mañana en cualquier población rural de Bizkaia podría oírse algo así si uno paseara con los oídos abiertos. Personas que se conocen de toda la vida se saludan con cierta cercanía y amabilidad, o, por el contrario, se observan de lejos murmurando entre dientes y cambian de acera sin cruzar más que un reproche velado de reojo. La proximidad, la familiaridad, les ha vinculado de una u otra manera con afinidad o rechazo, pero vinculado al fin y al cabo. Así de potente es nuestra necesidad de asociarnos como seres humanos, tan intensa que incluso nos apegamos para mantener la distancia, aunque suene paradójico. Si no fuera así, lo que sentiríamos y mostraríamos sería indiferencia.

La vida en la ciudad es muy diferente y precisamente la indiferencia es la sensación y la actitud estrella. Con cientos o miles de personas que se cruzan sin fijarse ni un poco en la presencia del otro, hay quien diría que es imposible darse cuenta o prestar atención a tanta gente a lo largo de un día; sin embargo, no es solo una cuestión de cantidad. Es probable que la aglomeración tenga mucho que ver con la despersonalización y que por limitaciones propias, no podamos mantener una relación más estrecha con un número grande de individuos. Pero la cuestión a partir de ese momento es ¿qué relación puedo tener con «el resto»? ¿Se trata de una masa informe que llamamos «gente» con la que no tenemos demasiado que ver?

Todos hemos oído o nos hemos oído diciendo cosas como «la gente es tan egoísta, tan descuidada, etcétera» y normalmente, para hacer referencia a características reprobables o cuestionables del género humano (y de nosotros mismos) que ponemos lejos al hablar de ese grupo amorfo. Solo esta expresión ya nos coloca en una posición de desapego, distante y a menudo excluyente. Sin embargo, en el fondo todos sabemos que «la gente» también somos nosotros, así que, de alguna manera, tenemos que tolerarnos.

En las sociedades que construimos, las reuniones y acciones sociales, las que antes incluían a comunidades enteras, hoy cada vez son menos frecuentes y los individuos tenemos grupos más pequeños hacia los que volvernos cuando las cosas se ponen difíciles. Así que la individualidad en cierto modo también nos aísla, convirtiendo lo que antes era una comunidad en simplemente «gente», sin ningún valor moral particular y con una implicación muy limitada en nuestras vidas. Así que tenemos que vivir con ese ente, para lo que creamos una relación de corrección, un pacto tácito de no agresión, pero a menudo absolutamente de mínimos y de una forma desafectada. Somos políticamente correctos, aparentemente respetuosos, cívicos y hasta educados, pero en este contexto, solo lo necesitamos en la superficie, en particular, si lo que pensamos en el fondo es que «la gente va a lo suyo» o «a nadie le importa realmente nadie, solo lo propio».

Miremos donde miremos, cada vez hablamos con más cuidado, actuamos con más tiento, no vaya a ser que alguien se ofenda, pero no porque pensemos que realmente esa ofensa pueda ser sentida, pueda haber dolor en ella, sino más bien en aras de dicha corrección y el «vamos a llevarnos bien». Sin embargo, tras tanto celo con los dimes y diretes, las declaraciones y los mensajes en redes sociales, ¿qué hay de la consideración realmente humana por las personas detrás de la gente? ¿Defendemos a ultranza nuestra honra como en el siglo XVII, mientras miramos hacia otro lado ante el dolor de verdad o la dificultad de otra persona que desconocemos? A veces me da la sensación de que cuando cambiamos la integridad y la solidaridad real por corrección política, tenemos razón en una cosa, que cada vez más todos somos esa «gente» que no nos gusta.