Jaime Iglesias
Entrevue
ERRI DE LUCA

«En situaciones de emergencia social, la poesía es el arma de combate más poderosa que existe»

Hay escritores que, quién sabe si por perpetuar ese halo de misterio que, según dicen, debe acompañar a todo creador, se obstinan en disociar su producción literaria de su propia idiosincrasia como individuos. Con Erri De Luca (Nápoles, 1950) ocurre justo lo contrario. Con una biografía a sus espaldas tan apasionante como cualquiera de sus novelas, raro es que a la hora de poner en valor su obra se omitan referencias a su militancia política en los 70 –que le llevó a integrarse en el movimiento revolucionario Lotta Continua–, o al hecho de haber compaginado la escritura con su labor como camionero o albañil –trabajos que siguió ejerciendo hasta finales de los 90, cuando pudo vivir íntegramente de la literatura–.

Él no solo no reniega de esas experiencias sino que las asume como parte de su formación, incidiendo en el hecho de que ésta tiene un reflejo directo en sus novelas por cuanto él, más que un creador, se considera un relator de historias. Con idéntica humildad y paciencia admite que le sitúen en el centro del debate público por hechos ajenos a su labor como escritor, como sus declaraciones llamando al sabotaje contra las obras de construcción del tren de alta velocidad que tiene previsto unir el Estado francés con Italia a través del valle de Susa. Desde hace años existe una fuerte oposición vecinal a este proyecto por cuanto conllevaría la perforación de varias formaciones rocosas pródigas en amianto, lo que provocaría una auténtica catástrofe medioambiental. Su llamada al sabotaje llevó a De Luca a los tribunales, acusado de incitación a la violencia, en un proceso de dos años que terminó con su absolución en octubre de 2015.

De vuelta a la normalidad, acaba de presentar su última novela “Historia de Irene” que Seix Barral ha editado en castellano en paralelo a la publicación de “Solo Ida”, un volumen que recoge la poesía completa de un autor que si por algo se caracteriza es por usar la palabra para construir imágenes de gran belleza.

En «Historia de Irene», usted insiste en un concepto que no sé hasta qué punto sirve para definir su labor como escritor. Me refiero a cuando dice: «Yo no soy un inventor de historias, me limito a recolectarlas».

Siempre ha sido así. Desde que empecé a escribir, en todas mis narraciones no he hecho otra cosa que aprovecharme de aquellas experiencias que, o bien he vivido, o bien me han sido confiadas. Por eso todas mis novelas están narradas en primera persona por una voz que surge del propio relato, no hay omnisciencia, no hay distancia entre lo narrado y lo vivido. En este sentido soy un escritor atípico ya que carezco de dos de las características que se le presuponen a todo autor, una es la de ofrecer una visión panorámica del relato, la otra la capacidad para inventar historias. Frente a eso yo me limito a reproducirlas, soy un simple relator.

En la novela hay otra frase que me parece muy interesante de cara a profundizar en esta idea vinculándola, a su vez, al concepto de inspiración. En un momento dado, manifiesta: «No tengo miedo de las voces que me hablan por dentro. Si estas se detienen se termina la historia». ¿Qué tipo de relación tiene con estas voces que, según usted, son las que le van dictando el relato?

Es una relación antigua porque esas voces las he sentido siempre. No es algo que tenga que ver con una experiencia mística sino con la capacidad de escucha. Ya en mi niñez podía percibir con nitidez a los adultos contando sus historias en habitaciones contiguas a la mía. Esa capacidad de escucha ha sido, desde entonces, un semillero de historias para mí. Cuando escribo una novela lo que hago es convocar esas voces y ofrecerles un espacio para que se reencuentren y revivan en torno a la historia que ellas mismas me han transmitido.

Supongo que esas voces nunca proceden del mismo sitio sino que le llegan de escenarios diversos. En el caso concreto de «Historia de Irene» ¿cómo se manifestaron?

Cada verano acudo a nadar al Egeo y en una ocasión, mientras estaba inmerso en el mar, fui rozado por un delfín. Al intentar explicarme a mí mismo la impresión que me produjo aquello, fue emergiendo una especie de fábula conectada con la tradición helenística. Como napolitano me siento muy vinculado a la cultura griega, no en vano mi ciudad fue fundada por los griegos quienes la dotaron de un nombre que, con el paso de los siglos, se ha revelado profético ya que Neapoli significa nueva ciudad y si por algo se caracteriza Nápoles es por su capacidad para reinventarse. Cada vez que vuelvo allí me veo incapaz de usar el verbo «retornar» ya que la ciudad de mi infancia no tiene nada que ver con eso que hoy llaman Nápoles.

¿Usted como escritor también cree participar de esa capacidad para reinventarse?

En parte sí, porque en cada novela que escribo cambian las voces, cada historia tiene su voz y hay que saber localizarla y convocarla apelando a la propia memoria.

Le preguntaba de dónde surgió la voz que le dictó su última novela porque en el personaje de Irene es fácil percibir la huella de los cientos de refugiados que viven, en el Mediterráneo de hoy, su particular odisea.

La historia de Irene puede ser asumida como una variante de todas aquellas historias de naufragio y supervivencia que acontecen en el Mediterráneo. Ella es una joven víctima de un naufragio que ha sido salvada por los delfines y que ha terminado por unir su destino al de estos animales. No es víctima de ninguna guerra, la embarcación en la que viajaba no era una patera, pero su historia es, en esencia, la de muchos otros. ¡Son tantos los niños que hoy deberían ser salvados por los delfines!

Esa construcción de la metáfora está muy presente en todas sus novelas, que participan de un espíritu lírico bastante cautivador. Frente a una realidad social tan prosaica, ¿apelar a la poesía es una forma de resistencia?

En situaciones de emergencia social, la poesía es el arma de combate más poderosa que existe. Por ejemplo, durante el largo asedio de Sarajevo de 1990, en la ciudad se organizaban veladas poéticas. No había agua, ni alimentos, los teatros permanecían cerrados pero la población civil acudía a esos recitales que afloraban como compensación a su desgracia y que mantenían en suspenso, por unas horas, el alcance de aquella tragedia. Mi amigo Izet Sarajlić decía al respecto: «¿Quién ha asumido el turno de noche para impedir que el corazón de nuestra civilización deje de latir? Nosotros, los poetas».

Es una hermosa imagen.

Sí pero es de Sarajlić, no es mía. Yo me limito a relatarla como hago con las historias que escribo y que no invento (risas).

Pero ejercer de simple relator no invalida el compromiso. En una entrevista que le hicieron antes de todo el calvario judicial por el que pasó, usted afirmaba que, en un contexto donde la palabra parece estar prohibida, usarla tiene un gran valor. ¿Después de aquella experiencia piensa que hoy, más que nunca, escribir significa transgredir?

La denuncia que tuve que afrontar no vino dada por mi labor como escritor sino por algo que yo había dicho apelando a mis más íntimas y libres convicciones cuya expresión, entiendo, no puede ser censurada ni coartada en modo alguno. Dicho lo cual, un escritor, en según qué circunstancias, puede ejercer de trasmisor de determinadas demandas políticas o ciudadanas. Yo, por ejemplo, cuando tuve oportunidad de leer en mi juventud “Homenaje a Catalunya”, de George Orwell, desarrollé un punto de identificación con la causa anarquista que me hizo descubrir una serie de sentimientos civiles que estaban dentro de mí.

¿Cree que de no haber sido usted un escritor de cierto prestigio su palabra le hubiera conducido al banquillo?

No. Está claro que si me eligieron como adversario fue por la repercusión de mi voz ante la opinión pública como reconocimiento a la lucha de una población que ha venido siendo permanentemente ignorada, cuando no directamente difamada. Frente a eso, yo permití que se me usase como herramienta de amplificación para que esa ciudadanía repudiada encontrase el modo de hacerse oír y no solo en Italia, también en el extranjero. Ese fue el único aspecto positivo de esos dos años de calvario judicial.

Tomar la palabra en defensa de las propias convicciones, visto como están las cosas ¿diría que resulta un acto de heroísmo?

En mi caso no, porque aquello no respondió a un acto individual sino a la necesidad de compartir las razones de una comunidad que mantiene una lucha legítima contra aquellos que amenazan su futuro. No se trató pues de un acto heroico, sino de un acto de apoyo.

¿Quiénes diría, entonces, que son los héroes de nuestro tiempo?

Ahora mismo Europa adolece de héroes asumidos como figuras individuales. Existen, eso sí, comunidades heroicas que actúan no solo movidas por los ataques de los que son objeto por parte de los gobiernos, sino por firmes convicciones en la defensa del patrimonio cultural, histórico y medioambiental que les ha sido legado. Hoy por hoy, no es tiempo de tenores sino de corales; lo que toca actualmente es levantar la voz colectivamente.

¿Hasta qué punto cabe atribuir a esa ausencia de referentes heroicos el que en la Europa actual, con la que está cayendo, no prenda la mecha de una revolución social?

Una revolución nunca responde a una libre elección sino que es una necesidad, una maldita necesidad. El siglo XX ha sido el siglo de las revoluciones, el mundo fue transformado mediante la acción armada: los imperios coloniales cayeron, surgieron nuevas naciones, hubo territorios que conquistaron su independencia. Pero todo eso llegó a su fin. También el empleo de la palabra revolución, hoy es un vocablo en desuso que apenas se esgrime. El último fenómeno parecido fueron las primaveras árabes, pero más que revoluciones fueron simples revueltas cívicas contra la tiranía de unos sátrapas. En su formulación y posterior desarrollo no estuvieron inspiradas por un proyecto de conquista del poder político.

¿Y, según usted, por qué no existe hoy esa necesidad?

Pues porque se ha producido un desarme unilateral y la población civil ha venido ensayando, con éxito, fórmulas de resistencia pacífica en su confrontación con el poder político. Pienso, por ejemplo, en la acción de la comunidad indígena de Dakota del Norte que, tras años movilizándose, ha conseguido paralizar la construcción de un oleoducto en su territorio. Hace cinco décadas esa lucha hubiera estado liderada por un grupo tipo Panteras Negras y hubiera dado lugar a un enfrentamiento armado. Sin embargo, hoy los métodos de combate son otros y no necesariamente peores, ya que una resistencia pacífica activa, obstinada y continuada deja al prepotente de turno sin argumentos para justificar el empleo de métodos de represión violentos y cuando los usa, queda en evidencia.

¿Pero cree que únicamente es una cuestión de metodología? ¿No tendrá algo que ver también la falta de actitud?

Son conceptos que van unidos. La juventud de hoy, desgraciadamente, no tiene capacidad para imaginar su futuro. Vive rodeada de incertidumbres que nosotros, a su edad, no teníamos. Incertidumbres que ponen en riesgo la propia perpetuación de la especie por cuanto les impide el diseño de un proyecto de vida, por eso hoy en día se tienen tan pocos hijos. Desde ese estado de fragilidad cabe asumirse la desconfianza que les genera el futuro, y, claro, no van a movilizarse para luchar por algo en lo que no creen. Vivimos unos años de espera, de espera y perplejidad. Estamos a la expectativa de algún acontecimiento que nos obligue a actuar, pero mientras tanto lo que toca es resistir.

¿No siente nostalgia de aquellos años en los que, entre la ciudadanía, parecía haber una militancia mucho más activa?

La nostalgia es un sentimiento que nunca me ha inspirado; de hecho, se puede decir que siempre me he prohibido participar del mismo. Mi experiencia en la lucha colectiva es algo que considero acabado, terminó con el siglo XX. Pero eso no significa que, hoy por hoy, no mantenga mi compromiso militante, pero lo mantengo como ciudadano de a pie, sin ser parte de ningún movimiento, de ninguna organización, pero brindando mi apoyo a aquellas causas, a aquellos colectivos, cuyas reivindicaciones considero justas.

Es curioso que niegue ser nostálgico y que, sin embargo, en casi todas sus obras el pasado y la memoria tengan tanto peso. ¿El presente no le inspira como escritor?

No, el presente me inspira como ciudadano, pero a la hora de escribir necesito tener un conocimiento previo de la historia que me dispongo a relatar y que suele venir inspirada por hechos en los que he participado directamente.

Eso hace que, en su caso, sea difícil separar al escritor de la persona. De hecho no hay reseña que se haga de su obra literaria donde no salga a relucir su pasado militante. ¿Se siente cómodo ante este hecho?

Lo asumo como algo inevitable, dado que mi pasado político ha tenido una incidencia directa sobre mi propia formación y mis libros son un reflejo de esa formación. Yo nunca he militado en la distancia, para mí militar significa compartir experiencias, hacerme presente sobre el terreno, tener una participación activa. Y ese compromiso lo he trasladado a mi faceta como escritor. En todas mis novelas hay una implicación directa del narrador en la historia narrada con todas las incertidumbres que eso conlleva pero es que, cuando escribo, no me gusta ocupar la posición de un director de orquesta sino formar parte de la misma, ejercer de instrumentista.

Antes ha comentado que la propia palabra «revolución» es un vocablo en desuso. Sin embargo, no sé qué piensa usted cuando, desde ciertas tribunas, se saluda como un hecho revolucionario el triunfo de un candidato ecologista y socialdemócrata, como ha sucedido en Austria, por aquello de que su victoria supone un freno ante el auge de la ultraderecha.

Me parece una perversión del lenguaje. Es cierto que las palabras son un ente vivo y que como tal, con el paso del tiempo, su significado es susceptible de variar, pero yo no puedo denominar hecho revolucionario a lo que es, simplemente, una buena noticia electoral. La victoria de Van der Bellen confirma la necesidad de que el proyecto de Unión Europea se mantenga a flote y prosiga su travesía.

Sin embargo, se trata de un proyecto muy cuestionado desde diversos flancos.

Yo soy un firme partidario de la idea de Europa, pero de una Europa fuerte, sólida y para eso hay que ahondar en los mecanismos de unión en lugar de dejar que cada Estado tenga potestad para marcar sus propios límites. No podemos seguir construyendo una Europa de dos velocidades donde unos viajen en primera y otros en tercera. Pienso que Alemana, Italia, el Estado español y el francés deben ser quienes tomen la iniciativa en este sentido porque si el proyecto europeo cabe ser asumido como una travesía, lo cierto es que ahora mismo la nave está encallada.

¿Hasta qué punto cabe responsabilizar al auge del neofascismo de esa zozobra que parece cernirse sobre el proyecto de construcción europea?

No creo que todos esos partidos de inspiración neofascista constituyan un peligro real, más que nada porque se trata de formaciones reaccionarias que, en su esfuerzo por articular un discurso cerrado sobre sí mismo, lo único que buscan es implementar mecanismos de resistencia frente al devenir de los tiempos. Como tal no son partidos con capacidad para incidir sobre el futuro, lo único que buscan es conservar el presente y eso, en sí mismo, constituye un lastre más que una amenaza para la continuidad del viaje.

Y ya que hablamos de naves encalladas y viajes interrumpidos ¿ha conseguido enderezar el rumbo como escritor una vez quedó absuelto de las acusaciones que pesaban sobre usted? Hace un año le oí decir que lo que más le fastidiaba de todo aquello es que no le dejaba tiempo para escribir nada que no estuviera directamente relacionado con el proceso judicial, como aquél opúsculo titulado «La palabra contraria» que usted mismo se encargó de publicar en su defensa.

Sí, de hecho durante los dos años que duró el juicio lo único que logré escribir fueron relatos breves pues me veía constantemente requerido para explicarme ante los medios de comunicación y hablar del asunto en foros diversos. Pero una vez superado aquello puedo decir que me he reenganchado a la normalidad. De hecho, acabo de publicar una novela titulada “La natura sposta” que se editará en castellano en primavera. De todas maneras cuando dije que aquello me quitó tiempo no hablaba de mí como autor, sino de las historias, son éstas las que necesitan de un tiempo para germinar.

¿Qué sensaciones le dejó todo aquello?

Digamos que mi desconfianza en la justicia se ha visto acrecentada. No creo en su imparcialidad. En mi absolución tuvo mucho que ver la presión de la opinión pública, pero en procesos semejantes, cuando son otros los acusados, se aplican sanciones desproporcionadas.

También se dieron situaciones un tanto surrealistas. Cada vez que era solicitado para una entrevista o para un encuentro con el objetivo de que reprodujese las palabras por las cuáles estaba siendo procesado me veía acompañado por un policía que se aseguraba de que yo mismo reproducía fidedignamente esas palabras, así que procuraba soltarlas pronto para que el sacrificado funcionario pudiera irse a casa tranquilamente.

Usted siempre ha defendido la idea de que las personas somos productos de nuestro entorno, de que todo efecto tiene una causa. Sin embargo, en «Historia de Irene» hay una frase donde afirma que «algunos efectos no tienen causa».

Sí, es algo que está extraído de unos versos de Joseph Brodsky donde decía: «En el mundo no existen causas, solo efectos». En ocasiones, buscar la motivación de un suceso se antoja algo estéril y como tal es mejor no hacerlo. Todo ese embrollo judicial en el que me vi envuelto es el mejor ejemplo de que hay hechos que se producen sin justificación aparente.