Iñaki Soto
El legado del líder sudafricano

Mandela, una luz que ilumina un futuro oscuro

Deteriorado pero esperanzador es el legado de uno de los mayores revolucionarios del siglo XX. No se destripará la valoración general si se recuerda de antemano que suelen ser los herederos, y no el creador, los responsables de desgastar un patrimonio. Un capital político no depende de lo que dejan una persona o un proceso, sino de lo que los siguientes hacen con él.

Por mucho que luego alcanzase dimensión global, el lugar en el mundo de Mandela y su lucha es Sudáfrica. En estos momentos, de la mano del que fuera su delfín, Cyril Ramaphosa, el país intenta retomar su camino hacia la igualdad. Quienes mejor conocen la historia del final del apartheid señalan que Mandela veía a Ramaphosa como su sucesor natural. Los equilibrios de poder dentro del Congreso Nacional Africano hicieron que Thabo Mbeki se hiciese con el cargo de presidente tras el retiro del líder, en 1999. La cosa, hay que admitirlo, se torció.

 Hijos putativos que terminan por salir rana. El mandato de Mbeki fue decepcionante por muchas razones. Como mínimo, empleó demasiados esfuerzos en homologarse internacionalmente en plena expansión del neoliberalismo. Como máximo, desvió las ambiciones y los recursos del país para beneficiar a una nueva minoría. La macroeconomía le ayudo a establecerse como potencia regional emergente, pero la microeconomía demostró los problemas de asumir los dictados de las instituciones financieras globales. La federación de sindicatos Cosatu y el Partido Comunista, aliados del CNA, fueron muy críticos con la deriva de este hijo de un reconocido líder comunista, Govan Mbeki, compañero de cautiverio de Mandela y también perteneciente a la etnia xhosa. Lo más inapelablemente nefasto del mandato de Mbeki fue su negacionismo respecto al VIH, lo que produjo una pandemia y provocó la muerte prematura de centenares de miles de personas en el país.

«Otro vendrá que bueno me hará» dice el refrán. Las maniobras para quitar al triste Mbeki pusieron al mando a Jacob Zuma, un reconocido combatiente contra el apartheid, de etnia zulú y bien visto por el ala izquierda del movimiento de liberación. Sin embargo, lo que con Mbeki era clientelismo con Zuma se convirtió en corrupción. No hay que acudir a la oposición para recoger testimonios de esa degeneración. Quienes lucharon junto a él en la resistencia armada, como Ronnie Kasrils, han sido muy críticos con su manejo del poder. Ahmed Kathrada fue más lejos. «Kathy», como lo conocían sus compañeros, fue juzgado y encarcelado con Mandela en Robben Island, liberado pocos meses antes que él, en 1989, y fue nombrado asesor suyo al convertirse en presidente. Antes de fallecer, el año pasado, Kathrada expresó a su familia su voluntad de que Zuma no acudiese a su funeral. Así fue.

Para ese momento, la guerra interna ya era abierta y pública. Zuma forzó a los suyos a sostenerle en sucesivas mociones de confianza. Intentó amarrar su sucesión a través de su exmujer Nkosazana Dlamini-Zuma, que se enfrentó a Ramaphosa por la presidencia del CNA y del país. Perdió, no por mucho, pero perdió.

Un grupo de personas vestidas con los colores del Congreso Nacional Africano cantan y bailan a las puertas del Tribunal Supremo durante una manifestación en apoyo del ex presidente Jacob Zuma.

Un grupo de personas vestidas con los colores del Congreso Nacional Africano cantan y bailan a las puertas del Tribunal Supremo durante una manifestación en apoyo del ex presidente Jacob Zuma. Fotografía: Gianluigi Guercia


Ramaphosa, la gran esperanza negra. Quienes le conocen dicen que es inteligente, cercano, respetado. También es millonario. El izquierdismo le echa en cara su fortuna y se le suele poner como ejemplo del defectuoso funcionamiento del Black Economic Empowerment, la política acordada para dar oportunidades a la población negra tras la segregación. En general, esta es una crítica ajena a las preocupaciones de las bases del CNA, aunque es cierto que los desmanes de Zuma han generado sospechas que antes no se comentaban en público.

A veces se menosprecia el valor de lo logrado por el movimiento de liberación nacional sudafricano. Hay que ser muy soberbio para no poner en valor como merece lo que logró ese pueblo y esa generación de luchadores, desde Mandela hasta Ramaphosa. Hay que ser muy ciego para no aceptar que estos años pasados no han sido, por así decirlo, ejemplares.

Para la mayoría de la población negra los líderes del movimiento contra el apartheid son ídolos a los que no juzgan con el mismo rasero que a otras personas. Simbólicamente, descienden de Madiba, son seres de otra especie, la de los liberadores. Esa veneración traspasa lo político y se adentra en lo místico. No obstante, tras el retiro y la muerte de Mandela, según pasan los años y se suceden los errores de unos y otros, esa lealtad se ha ido “parroquianizando” y últimamente ha confrontado por el poder de manera descarnada.

Tanto dentro de Sudáfrica como fuera de ella, se entiende que Ramaphosa es la única persona capaz de revivir el espíritu de Mandela y recomponer la línea política del CNA. John Carlin, que lo trató cuando era corresponsal en el fin del apartheid, ahonda en esa idea. «Se puede decir algo de Ramaphosa que no se puede decir de nadie más en ningún país que yo sepa: es, sin ninguna duda, la persona más indicada de Sudáfrica para ser presidente», afirma. 

BRICS, cuando los ladrillos por sí solos no hacen pared. Sudáfrica es, además, una potencia regional. Miembro de los denominados BRICS, acrónimo de los países emergentes, estos viven una situación política muy desigual. Su primera letra, Brasil, ha sufrido un golpe de Estado moderno con el objetivo de destruir a la izquierda. La expulsión primero de Dilma Rouseff como presidenta y el posterior encarcelamiento del candidato Lula Da Silva marcan una peligrosa tendencia. Las diferencias son evidentes, pero convendría mirar las genealogías represivas de lo que sucede en Brasil a la luz de lo sucedido en Sudáfrica, porque no dejan de ser expresiones reaccionarias con un componente poscolonial muy fuerte.

Rusia sigue enfrascada en su particular conflicto geopolítico con las potencias de la OTAN, pero el eje de esa batalla hace ya tiempo que se ha movido hacia otra emergente: China. El imperio asiático está inmerso en una lucha por la hegemonía mundial frente a EEUU en todos los frentes, desde el comercial hasta el militar. Su inversión en África es una de las incógnitas sobre cómo evolucionará esta batalla. India sigue su propio camino, difícil de entender desde nuestra óptica.

A finales de este mes la décima cumbre de los BRICS tendrá lugar precisamente en Johannesburgo. La reunión entre Ramaphosa, Xi Jinping, Vladimir Putin, Narendra Modi y Michel Temer muestra lo estrafalario del momento geopolítico. Sin ir más lejos, combinar los intereses de un golpista como Temer y de un héroe de la liberación como Ramaphosa supone un ejercicio de realpolitik puro y duro. La luz negra ilumina también esta pista de discoteca llamada comunidad internacional.

 

Una marcha de protesta en el ámbito educativo. Fotografía: Gulshan Khan


Una sombra que cobija de un sol despiadado. No hay mandatario en todo el mundo que no coloque una cita de Mandela en su discurso. Eso no le impedirá vender armas a tiranos, financiar golpistas, mirar para otro lado ante hambrunas, tomar medidas que agraven la deforestación, controlar el éxodo de personas que huyen de todo ello o, en general, ejercer un paternalismo inane.

Frente a ese cinismo institucionalizado, la política exterior sudafricana merece un apunte. Su posición en el «concierto de las naciones» sigue siendo una pauta para entender la complejidad del mundo y una posición de izquierda a tener en cuenta más allá de las trincheras de la nostalgia. Por ejemplo, Sudáfrica es, por razones obvias, vanguardia mundial en la defensa de Palestina. También hay que destacar el papel de mediación que ha realizado en los conflictos abiertos en África, donde la sombra de Mandela sigue ejerciendo una importante autoridad.

Preguntado por su influjo en el continente, el periodista Pablo L. Orosa señala que «Mandela recuperó el orgullo de ser africano ofreciendo al continente el sueño de un futuro democrático en el que África no fuese sinónimo exclusivo de hambre y violencia tribal». Esa visión y ese orgullo, lógicamente, no tienen poderes mágicos y, según matiza Orosa, «como el propio legado de Mandela en Sudáfrica, la región continúa llena de claroscuros: hay experiencias de paz, como Uganda o Ruanda, pero el desarrollo en África del Este sigue sacrificando demasiado a menudo los derechos humanos por los que Mandela se significó».

Valores universales madurados en una celda. Si en algo se debe valorar la influencia global de Mandela es en su dimensión ética y humanista. Como símbolo inapelable de la lucha por la igualdad entre las personas y por la justicia en todo el mundo, Mandela expresa lo mejor de las aspiraciones humanas. Eso provoca que a menudo se endulce su historia de lucha, se perviertan sus enseñanzas o que se manosee su legado político y moral. Por parte de todos, seguramente, pero mucho más por parte de un establishment que durante todos sus años de cárcel lo trató como a un «terrorista». Por muy cierto que sea, estar permanente recordando que fundó una organización armada a modo de contraataque tampoco aporta demasiado a estas alturas.

Más allá de esa vertiente simbólica, muy importante, cabe destacar las Reglas Mandela. Estas fueron aprobadas en diciembre de 2015 por la Asamblea General de la ONU y «representan en su conjunto las condiciones mínimas admitidas por las Naciones Unidas» en el trato a las personas presas. En sus 122 artículos marcan las pautas humanitarias para las instalaciones, la higiene o el régimen disciplinario en prisión. Desgraciadamente estas normas están muy lejos de convertirse en un estándar internacional, pero marcan un horizonte de derechos humanos ineludible en la lucha por los derechos de las personas presas. Es un marco ganador, también para Euskal Herria.

El proceso de fin del apartheid también creó lo que algunos denominan la «industria de la paz». Quienes la desprecian suelen ser menos vehementes con la «industria de la guerra». Se trata de un conjunto de métodos y protocolos universales para encauzar conflictos políticos, llevados a la práctica por un ejército de mediadores y expertos muy activos. Hay fórmulas, como las comisiones de la verdad, y personalidades, algunas muy conocidas en Euskal Herria, que han trasladado todo ese conocimiento y esa experiencia desde Sudáfrica al resto del mundo.

El más conocido aquí es Brian Currin, pero, ya en 2006, Roelf Meyer visitaba Euskal Herria para intentar ayudar en el proceso de paz. ¿Que quién es Roelf Meyer? Fue ministro de Defensa del régimen del apartheid y negociador en su liquidación. Estableció una relación personal excelente con su interlocutor al otro lado de la mesa de negociación, que no era otro que un joven llamado Cyril Ramaphosa. Hoy por hoy siguen manteniendo esa amistad. Junto con Desmond Tutu, en 2008 Meyer recibió el premio René Cassin de manos del lehendakari Ibarretxe. La ciudadanía vasca tiene mucho que agradecer al buen hacer de los facilitadores sudafricanos.

Además, la experiencia sudafricana ha tenido una profunda influencia en el resto de movimientos de liberación nacional. Así se define a sí mismo el CNA. Evidentemente, el vasco también ha vivido esa influencia. La muerte de Mandela, en 2013, pilló a Arnaldo Otegi preso en la cárcel de Logroño. En su nombre, Urko Aiartza formó parte de la guardia de honor ante el féretro de Mandela en la base militar de Waterkloof, junto Gerry Adams, entre otros.

Un destello imposible de apagar. En su libro “Esperanza en la oscuridad” (Capitán Swing, 2018), Rebecca Solnit recuerda que Virgina Wolf definía el futuro como oscuro, pero no en el sentido de terrible sino de inescrutable. Solnit se pregunta si, en esa oscuridad, alguno de nosotros pensaba realmente que Nelson Mandela sería liberado y se convertiría en el presidente de una Sudáfrica sin apartheid.

Es cierto que vivimos en tiempos en los que algún majadero podría levantar el dedo y decir que sí, que él lo sabía. Pero, sin perder de vista este tipo de tendencias perversas y el cinismo naif que Solnit también critica, desde la izquierda conviene reivindicar la luz y agarrarse a ella. Pocas figuras hay tan radiantes, tan inspiradoras como la de Nelson Mandela. Es de la clase de luz que ilumina esa oscuridad que es el futuro.