Fernando Mahía
...La mutación frenética de East Harlem

El último bohemio de «El Barrio» no está para fiestas

Nadie como el «obrero del arte» George Zavala representa los cambios que vive East Harlem, el distrito puertorriqueño de Nueva York. La gentrificación y la presión de comunidades inmigrantes más jóvenes amenazan la identidad de un lugar que con la salsa, el grafiti y la poesía ha sido el faro cultural de los boricuas de EEUU desde mediados del siglo pasado.

George Zavala lleva 24 años viendo la vida pasar desde su stoop, el nombre con el que se refiere a las diez escaleras que dan entrada a su apartamento alquilado en el número 1.669 de Lexington Avenue, Nueva York. En ellas, en el distrito conocido como East Harlem, Spanish Harlem o, directamente, El Barrio, este hijo de puertorriqueños nacido en Brooklyn se ha enamorado, emborrachado y fumado sus porros, ha hablado y ha escuchado, sufrido y disfrutado y, por supuesto, ha creado. Porque George, 60 años bien llevados en un viaje de ida y vuelta entre Nueva York y Puerto Rico, pinta, diseña, compone y dirige teatro. Y luego, para sobrevivir, da clases de arte en institutos de Nueva York. Es, como le gusta decir, un “obrero del arte”.

Con su toque esotérico y místico, puede que George vea ahora como una premonición que la noche de la mudanza a esta casa, allá por 1995, la cosa acabase en una fiesta desenfrenada. El despiporre fue tal que personas allí presentes y que no se conocían entre sí siguen hoy en día hablando de ello cuando se cruzan por la calle. Iban a hacer una mudanza y, paradójicamente, lo único que no se movió aquella noche fueron los muebles.

Sin embargo, hoy en día, mientras bebe en su stoop una cerveza camuflada en una taza de café –«esto es por culpa de (Rudy) Giuliani», en referencia al exalcalde de Nueva York–, dice ya no estar interesado en la jarana. Ni siquiera en la fiesta de la 116th, el festival urbano que celebra la herencia puertorriqueña de El Barrio y de todo Nueva York, que el pasado 8 de junio celebraba su 34ª edición. «Demasiado revolú para mí», se justifica.

Así, mientras El Barrio calentaba motores para su fiesta, George se pasó aquellos días pensando, dando clase de arte a sus alumnos del Bronx y departiendo y compartiendo cervezas con amigos cercanos. Y en su portal, con una mezcla de nostalgia por lo que dejaba e ilusión por lo que se le venía, con sus aventuras y diversión conjugadas en pasado y los retos en futuro, George era la cara del cambio. Ya no solo por el que se estaba produciendo en su propia vida y en la sus vecinos de edificio, sino también en El Barrio y en la comunidad puertorriqueña de Estados Unidos. Porque Nueva York, el mundo que engloba a George Zavala, a El Barrio y a todos los nuyoricans, sigue mutando a ritmo frenético. Y esta vez los lleva a ellos de la mano.

Un pedazo de tierra muy cotizado. A George, como quien dice, lo quieren echar de su segunda y más longeva residencia en El Barrio, a donde llegó tras una infancia en Nueva York y un despertar cultural, sexual, político y vital en Puerto Rico. El propietario quiere vender el edificio y Zavala ya se ha ido preparando para vaciar su pequeño apartamento de las decenas de obras, recuerdos, plantas, artilugios y objetos de culto con los que lo ha ido decorando.

Y es que East Harlem, que se expande al norte del lujoso Upper East Side, es el primer territorio de Manhattan fuera del reino de los avocados (aguacate en inglés), las cervezas artesanales IPA y los restaurantes de poke (cocina hawaiana) y ramen japonés. Ahora, esa imparable rueda del cambio urbano sube por la quinta avenida dirección El Barrio, que cuenta con una situación geográfica privilegiada: a tiro de piedra del centro de Manhattan, pegado a Central Park, bordeado por el East River.

Como solución, George ha decidido mudarse en diciembre a cuatro horas de Manhattan, al norte del Estado de Nueva York, donde residen su madre, hermana y sobrinos. De la ciudad que nunca duerme se va a uno de esos lugares «donde la gente se acuesta a las siete de la tarde». Y lo hace, según dice, no solo porque lo echen, sino porque tiene mucho que solucionar consigo mismo. Poner en orden ciertas cosas que ocurrieron entre criarse con un padre machista y disciplinario, salir del armario hace cuarenta años y descubrir una nueva vida en Puerto Rico a base de casi perderla en el desenfreno. Y eso, cree, no lo puede hacer en donde está ahora. «La vida son fases, como en el teatro: hay un principio, un nudo y un final; y me ha llegado el momento de un cambio», explica no se sabe si convencido o convenciéndose en voz alta, y resume: «Allá voy a estar tranquilo para pensar en mis cosas».

Es el éxodo de uno de los últimos bohemios de East Harlem, por donde ya aparecen tiendas de ropa comercializando el nombre de El Barrio, restaurantes clásicos reconvertidos en versiones alto standing de sí mismos y cervecerías como la East Harlem Bottling Co, con su amplia carta de cervezas artesanales que valen más que un plato de arroz, frijoles y carne en el Lexington, un pequeño restaurante puertorriqueño y de mucha solera en la calle 116.

El otro cambio de East Harlem. Además de la muy manida gentrificación, en East Harlem se está dando otro proceso durante las últimas décadas que, aunque habitual a lo largo de su historia, no deja de tener impacto sobre la vida de los nuyoricans y de la cultura puertorriqueña en Estados Unidos. Se trata del continuo cambio sociológico, que en este caso conlleva el desplazamiento de El Barrio de los puertorriqueños o boricuas, como se denomina a los nacidos en la isla de Puerto Rico.

East Harlem siempre ha sido un barrio de Manhattan ocupado por las clases populares, fuesen estas italianas, irlandesas o centroeuropeas. Fue en la segunda mitad del siglo XX cuando le llegó el turno a los boricuas: de los 860.000 que se contabilizaron en territorio estadounidense en los años 80, un 70% vivían en Nueva York y, una gran parte de ellos, entre El Barrio y South Bronx. Dicha presión demográfica se simbolizó en el combate de boxeo que tuvo lugar en el Madison Square Garden en 1965 entre el boricua José Chegüi Torres y el italoamericano Willie Pastrano, que finalizó con victoria de Torres y, por lo tanto, el título mundial de los pesos semipesados para el puertorriqueño. Esa misma pelea tuvo su continuación en la calle, donde los boricuas e italianos que compartían East Harlem se enfrentaron a navajazos. El barrio, como el título mundial de los pesos pesados, acabó siendo para los de Borinquen.

Pero El Barrio, con el tiempo, ha ido perdiendo carácter puertorriqueño. En un distrito muy latino que hace de las bodegas, los centros de estética y las barberías sus puntos de encuentro social, muchos de estos negocios son propiedad ya de comunidades llegadas más recientemente a Manhattan: inmigrantes de África Occidental, de Centroamérica y, sobre todo, mexicanos y dominicanos. Por su parte, muchos puertorriqueños se han mudado a lugares con mejor calidad de vida, a la América suburbial de casas unifamiliares donde la vida pasa entre viaje y viaje de coche. «Donde la gente se acuesta a las siete», como dice George, la vida es más asequible, las escuelas y los trabajos son supuestamente mejores. También se calma el revolú. La vida, en definitiva, es más llevadera.

«Antes los viejos jugaban al dominó en la calle, se bebía y se escuchaba salsa todo el día, a todo volumen», explica George mientras camina sus calles y completa con la puntilla habitual: «Eso se acabó por culpa de Rudy Giuliani». Tras la guerra sin cuartel del exalcalde, la vida en la calle, la vida caribeña, quedó reservada para el fin de semana de la fiesta de la calle 116 y unos cuantos días contados cada año. Y la pregunta ahora es saber si la cultura nuyorican podrá sobrevivir a perder definitivamente El Barrio, su centro neurálgico y punto de referencia durante todos estos años.

Poesía, salsa y revolución. Lo que es seguro es que la vida de todo aquello que esté a medio camino entre Estados Unidos y Puerto Rico no será igual en cualquier otro lugar fuera de El Barrio y de South Bronx. Cunas de la cultura nuyorican, aquí se crearon sus mejores productos, hijos de una herencia híbrida entre el Caribe y las calles de Manhattan. Fue entre la calle 90 y la 130 donde nacieron dos de los pilares más importantes de esta cultura: el grafiti y, sobre todo, su poesía, la primera en utilizar sin complejos el spanglish como vehículo habitual de transmisión. Discípulo de Tato Laviera, uno de los miembros más recordados de esta generación literaria, George todavía recuerda la primera frase que le espetó este al entrevistarlo para ser su director teatral, ejemplo perfecto de spanglish: «You have a reputation for being a jodón».

Admirador de Julia de Burgos, filósofa y poeta puertorriqueña que murió en la miseria en la Gran Manzana, Zavala también guarda un recuerdo para otro de los miembros más destacados de esa generación de la bohemia nuyorican, Pedro Pietri, quien paseaba por El Barrio con un maletín con sus poemas escritos en hojas de papel. «Un día me dijo: ‘Dame cinco pesos que de algo tengo que vivir, mi pana’», recuerda ahora George entre risas.

Aquí también vivieron su apogeo los Young Lords, el grupo activista puertorriqueño inspirado en las Panteras Negras y que tomó la Primera Iglesia Metodista Española en el número 163 de la calle 111 para convertirla en La Iglesia del Pueblo. Desde allí, repartieron desayunos, organizaron programas comunitarios, proclamaron la autodefensa del pueblo latino y lucharon desde Nueva York por la autodeterminación de la isla de Puerto Rico, así como del resto de pueblos latinos.

Y por supuesto, tras los primeros pasos de figuras de la música latina en la Gran Manzana como Tito Puente, La Lupe, Machito o Celia Cruz, se creó en la mítica discográfica Fania el producto que mejor resumiría la doble herencia de El Barrio y de South Bronx: la salsa neoyorquina. Criados en la Fania, los Willie Colón, Héctor Lavoe, Eddie Palmieri o Rubén Blades dieron vuelo a esa música cruda, malandra y realista que nació del contacto entre el son rural caribeño con la crudeza y los sonidos de Nueva York, creando relatos de pícaros y guapos como &dcOne;”Calle Luna Calle Sol” o “Pedro Navaja”, críticas como “Plástico”, de Rubén Blades, o expresiones que ya son parte del imaginario colectivo caribeño, como “La calle está durísima”, de Joe Cuba.

Realismo sucio a golpe de trombón y sabor, la edad de oro de la salsa, tan caribeña como neoyorquina, tan montuna como gángster de esquina, tan de choza como de project, solo podía haber nacido aquí. Y al menos durante esos pocos fines de semana en los que el revolú vuelve a tomar las aceras, esta sigue sonando hasta al amanecer.

Los retos. Sin embargo, las contadas resurrecciones festivas de El Barrio no son más que los paliativos frente a una historia que sigue su curso, despiadada. Así, tras cada resaca, todos en esta pequeña historia neoyorquina vuelven a enfrentarse a sus retos. Para el millón de puertorriqueños viviendo en Estados Unidos el desafío es el de seguir manteniendo su cultura, sus raíces y su carácter sin tener una referencia como El Barrio, el lugar en el que los boricuas y nuyoricans han crecido, creado y se han protegido. Mientras, para El Barrio, Spanish Harlem, East Harlem o como se le quiera llamar a estas cuarenta calles, el reto está en mantener su carácter popular ahora que se ha convertido en la última barrera frente a la imposición de lo cool.

George Zavala, mientras, luchará por acostumbrarse a su nueva vida. También, como le decía hace no mucho un amigo suyo, “perdonarse” y quitarse una mochila en la que lleva tiempo cargando culpabilidades. Unos tormentos que, quizás, el ritmo de la ciudad que nunca duerme le permitió el lujo de ni percatarse de estar cargando. Místico, él sigue afrontando la vida con máximas como la de que todo es como en el teatro, «donde hay un comienzo, un nudo y un final», que la vida son «continuas reencarnaciones hasta que la perfeccionamos» y «que las cosas no ocurren porque sí».

Cada uno afronta sus miedos como puede y él lo hará entre casas unifamiliares, tranquilidad y naturaleza, en un lugar que paradójicamente se llama Ithaca y donde buscará seguir siendo el artista que solo podía haber sido viviendo en El Barrio. Sus sobrinas, cuenta, le han ayudado a abrir cuentas en redes sociales y tiendas online para comercializar sus productos y, de ahí en adelante, se dedicará exclusivamente a vender su arte por internet. El proyecto ya tiene nombre: El Barrio Coquí. Además, como quien llena los pulmones de oxígeno antes de sumergirse sabe Dios por cuánto tiempo, George afirma que «siempre puedo venir a pasar unos días a El Barrio a casa de unos amigos».

Precisamente, fue uno de estos amigos el que le comentó hace poco la posibilidad de que exista una ley en el Estado de Nueva York que proteja a inquilinos de edificios como el suyo, que pueda evitar, por lo tanto, la venta del número 1.669 de Lexington Avenue. Y por un momento pareció que George se lo pensaba, planteándose realmente si todo el cambio de época, los ciclos, las partes del teatro y el determinismo vital no serán sino un decorado para afrontar la realidad. Si lo único que cuenta, al final, es que El Barrio del 2019 ya no lo quiere.

Acabe como acabe esta historia, para East Harlem, la comunidad puertorriqueña y George Zavala, el reto es seguir siendo ellos, no perder su esencia, en lugares y situaciones diferentes a las que han vivido hasta ahora. Por eso mismo, quizás no haya mejor canto para ellos que estos versos, que Tato Laviera creó a raíz del fantasma que supone para la cultura boricua su asimilación frente a la cultura oficial estadounidense:

«assimilated? qué assimilated, 

brother, yo soy asimilao,

así mi la o sí es verdad

tengo un lado asimilao». 

Ni de aquí ni de allá, asimilados pero no del todo, a Nueva York, a Puerto Rico y a Estados Unidos les iría mejor si George Zavala, los nuyoricans y El Barrio pudiesen seguir siendo lo que han sido todos estos años. Pero esto, cosa triste, sí que parece ser como el teatro: con su principio, su apogeo y su final.