IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¿Y esto cuándo ha pasado?

La vida son etapas, lo hemos oído mil veces. Hay algunas que están establecidas con nombre propio, como la infancia, la adolescencia, la madurez o la vejez y, si bien nadie puede decir exactamente cuándo pasamos de una a otra, sí podemos reconocer las diferencias una vez que el tránsito ha terminado, cuando nos miramos allá atrás en el tiempo y, por decirlo de algún modo, “desde el otro lado”. Y es que, a pesar de que durante los tránsitos entre etapas importantes los de fuera parecen vernos con mayor claridad que nosotros mismos, una vez realizado ese paso, sus descripciones se nos suelen quedar cortas –aunque hayan sido acertadas–.

Solo nosotros sabemos qué estábamos tratando de digerir cuando ese buen amigo, ese familiar o ese atrevido pariente lejano nos describe con nitidez lo que nos pasa, no sin un halo de sencillez que parecemos culpables de no ver. Desde fuera todo parece más sencillo. Y es que, crecer, madurar, cambiar, nunca es lineal ni lógico en nuestras mentes, por lo menos no exclusivamente.

A pesar de ser personas inteligentes, reflexivas, planificadoras, aquello a lo que le estamos dando vueltas con el objetivo claro de pasar a otro estadio genera en nosotros emociones, fantasías indispensables para dar el siguiente paso con todo nuestro ser, no solo con nuestra mente. Los que están fuera normalmente no pueden conocer este proceso a no ser que lo compartamos, aunque puedan compartir nuestras ideas, opinar sobre ellas y darnos algún que otro punto de vista nuevo y motivador, pero necesitamos digerir unas cuantas cosas para pasar de etapa.

Evidentemente, con esta descripción ya no me refiero al paso de edad, o a las etapas bien establecidas de antemano, me refiero más bien a cuando cambiamos de estatus en una relación, termina nuestra vida laboral, estamos elaborando un duelo por alguien que ya no está o acabamos de mudarnos.

Estas fronteras entre etapas más mundanas nos requieren un grado de despedida y, en última instancia, un paso que deje atrás lo vivido y, al mismo tiempo, nos coloque, en soledad, ante lo que está por venir. Este paso es un momento importante, suele presentarse como una toma de conciencia aparentemente repentina, algo así como un “ya está, esto se ha acabado” (sin embargo, es fruto de muchas horas de darle vueltas a la cabeza consciente e inconscientemente). Y nos da la oportunidad de arrojarnos a lo siguiente o tratar de recular. En este último caso, reaccionamos a nuestra propia conclusión, que nos acaba de pillar desprevenidos, y quizá asustar, por su rotundidad incluso en lo físico, y porque la frase nos deja desprovistos de todo un contexto externo e interno que nos rodeaba y protegía de algún modo hasta ahora.

Sin embargo, cuando damos esos pasos atrás, tratando de hacer aquello que hasta hace un rato nos funcionaba, lo que “era lo normal”, nos sentimos ya extraños, como con unos zapatos viejos y pequeños. Y esta incomodidad es una indicación de que ya estamos, de facto, en otro lugar, por mucho que queramos retener el pasado, nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestro ser, ha dado un paso más allá de nuestro temor. Es entonces cuando nos sentimos obligados a avanzar sin la solidez que los otros que nos quieren parecen dar por hecha (porque confían en nuestra capacidad), pero la planificación, lo racional, las estrategias, parecen no servir en este momento; al menos no para evitar la incomodidad.

Es entonces el momento de tomarnos tiempo, de relajarnos lo máximo posible y dejar que nuestra mente no consciente pero que ha estado cuidando de nuestros intereses durante todo el tránsito, nos vaya ofreciendo opciones, hasta que un día, ese temor, esa inadecuación, desaparezcan, y ese nuevo escenario nos resulte atractivo. Entonces, ya habremos crecido.