Ricard Altés Molina
ORMUZ

Ormuz. Paleta de colores y tradiciones

Lo primero que salta a la vista al desembarcar en la población de Ormuz es la pobreza de sus construcciones, la suciedad de sus calles y el deterioro evidente de sus infraestructuras. Pero parte de la magia de esta isla situada en el Golfo Pérsico iraní se halla en la mezcolanza de pueblos y tradiciones que confluyen en un territorio tan reducido, y en el entorno, que va más allá del color gris de las estructuras de cemento que, poco a poco, al alejarnos, dan paso a gamas de colores y figuras naturales de formación volcánica, cuevas y montañas de sal.

Dan las cinco y media de la mañana y los muecines de las siete mezquitas de la población de Ormuz (Jormoz en persa) entonan al unísono la llamada a la oración para los fieles que poco a poco se desperezan. Los altavoces de cada mezquita se encargan de comunicarlo, mientras un fiel se desplaza por las calles polvorientas y algunos chicos botan sus lanchas para ver qué pescan hoy. Al otro lado del mar aún se aprecian las luces de la ciudad de Bandar Abbas, a tan solo cinco millas de distancia de la isla.

En el puerto de Ormuz empieza la actividad. Las lanches o barcos de pesca (que los árabes denominan dhow) ya han salido a faenar y se perfilan en el horizonte con su estructura, que recuerda a las carabelas medievales. En los diques de carga, algunos pasajeros chismorrean mientras esperan a los barcos que comunican la isla con la gran ciudad y que poco a poco irán desembarcando a grupos reducidos de turistas, que visitarán la fortaleza portuguesa o los rincones moldeados por la naturaleza escondidos entre sus montañas de sal.

Hassan es uno de los dos vigilantes que, por turnos, montan guardia en la fortaleza de Nuestra Señora de la Concepción. Entre sus piedras, Hassan muestra con semblante contenido los restos que hay en pie, como la prisión, la iglesia excavada en los bajos de la plaza de armas de la fortaleza o el interesante aljibe para el agua de la guarnición, un elemento básico, ya que durante siglos los gobernantes de la isla tenían que hacerse traer el agua del continente, debido al déficit de agua dulce. Hombre de pocas palabras, pero con un sentido del humor que transgrede su inexpresividad, Hassan no se cansa de llevar a los visitantes en su motocarro para mostrar los rincones más espléndidos de esta isla de tan solo 42 kilómetros cuadrados y con un perímetro de 24 km. Sus dimensiones la convierten en un lugar perfecto para descubrir y disfrutar de la hospitalidad de su gente y de sus maravillas geológicas.

A pesar de ser probablemente el mejor embajador de su isla y gran amante de la naturaleza, Hassan aporta una nota lacónica y realista sobre la situación de la población. Se ríe por lo bajín cuando algún visitante dice que Ormuz es un paraíso: «Esto parece más una prisión; cuando el mar bate con fuerza, no hay posibilidad de salir. Los pocos turistas que llegan lo hacen para el Año Nuevo persa, el fin de semana y en algún puente largo, pero el resto del año no hay trabajo».

La cruda realidad es que la tasa de paro es elevadísima, los que pueden van y vienen de Bandar Abbas para trabajar y otros se buscan la vida con los turistas que visitan la isla, en su mayoría iraníes. Además, a causa del paro que afecta a la mayoría de la población y que la convierte en doblemente marginada (por vivir en una isla sin actividad económica y no tener trabajo), un porcentaje de jóvenes consume drogas. Según afirma un doctor del centro médico de la isla, más del 50% de la población ha consumido alguna droga y un 30% es drogodependiente. Esto hace que la situación sea aún más cruda e insostenible. Lo que para los pocos visitantes es un paraíso, para la población es un infierno.

El emporio comercial. A diferencia de hoy en día, siglos atrás la isla de Ormuz atrajo las ansias de negocio de comerciantes de Egipto, Rusia, Socotra, Zanzíbar, Gujarat, Maldivas e incluso Java. Cuenta de ello lo encontramos en escritos de viajeros como Marco Polo, Ordorico de Pordorone, Ibn Battuta o el ruso Afanasi Nikitin. Durante siglos, la isla fue pasando a distintas manos. Los historiadores hablan de presencia sasánida y, desde el siglo XII, la región alrededor de la isla fue sede de una dinastía de Omán que tuvo que lidiar con poderes regionales.

Hacia finales del siglo XIII, el antiguo puerto de Ormuz, situado en el continente y cerca de la actual ciudad de Minab, fue trasladado a la isla, bautizada como Nueva Ormuz (esta es una de las razones por las que desde siempre ha habido lazos muy estrechos entre Ormuz y Minab). Su ubicación la hacía más fácil de defender de las incursiones de distintas tribus e incluso de los ataques de Tamerlán, y así se convirtió en el más importante y próspero puerto de carga y distribución de las mercancías que llegaban de distintos lugares. Como no podía ser de otro modo, también atrajo la avaricia de otras potencias, como otomanos o portugueses. Estos últimos, encabezados por Afonso de Alburquerque, el César de Oriente, hicieron acto de presencia en el Estrecho de Ormuz hacia 1507 y construyeron diversas fortalezas en las islas del estrecho, las cuales son testigo de su presencia. La de Ormuz es quizás de las más grandes.

En 1622, finalmente los persas lograron retomar de manos portuguesas el control de la zona con una flota conjunta de persas e ingleses, encabezada por Emam Qholi Khan, hijo del famoso comandante georgiano de shah Abbas I, Allahverdi Khan. A partir de esa fecha, el propio shah ordenó trasladar las actividades comerciales de Ormuz al cercano puerto de Gamrun, denominado por los portugueses Comorão, y que desde entonces se llamó Bandar Abbas, en honor al shah que recuperó la gloria imperial para Persia. Con dicho traslado, la isla perdió toda la importancia que durante siglos le había otorgado su emplazamiento en el estrecho. Entre 1798 y 1854 estuvo bajo administración del Sultanato de Omán, pero desde 1854 volvió definitivamente a manos persas.

La generación actual. Después de los siglos dorados como emporio comercial y centro de exportación de sal, actualmente la economía de la isla se basa en la pesca y el contrabando. La única industria activa del lugar se centra en la extracción de uno de los materiales que más abundan, el óxido de hierro, conocido en la isla como guelak, y que hace unos seis años fue objeto de protestas por parte de grupos ambientalistas que denunciaron su exportación y la consiguiente degradación de los espacios naturales. Junto a la población local, detuvieron la exportación en masa. Actualmente sigue funcionando, aunque a un ritmo menor, una pequeña factoría de transformación de la roca en polvo. Está envuelta permanentemente por una capa roja que cubre su estructura, así como el entorno y parte de la carretera que conduce de la factoría al dique de carga.

Ruholla es uno de los trabajadores de la factoría. Cada día viste su mono enrojecido por el polvo y se pone una máscara para evitar aspirar las partículas de óxido de hierro. Junto con sus compañeros, se encarga de rellenar las sacas con este mineral, y tenerlas preparadas para embarcarlas en el buque que llega cada semana para llevárselas. «Nos pagan poco, ciento cincuenta euros por ocho horas de trabajo, pero es una forma de estar ocupados y poder continuar viviendo en la isla». Ruholla comenta que el guelak, además de su uso en cosmética y como colorante, se utiliza también para elaborar una salsa. Mezclado con sardinas, zumo de naranja ácida y sal, se obtiene el suragh, que se come con pan o arroz.

Además de su importancia histórica en el comercio del Golfo Pérsico, Ormuz también destaca por la espléndida naturaleza que la rodea y que supone un polo de atracción para el turismo. Al fin y al cabo, la población está ubicada en el extremo norte de la isla y todo el resto podría ser tildado de parque natural, con sus capas de material volcánico, que convierten a la isla en una paleta perfecta de colores ocres inspiradora de la obra de diversos artistas.

El proyecto cooperativo de la Casa de Artistas. Uno de esos artistas es el doctor Ahmad Nadalian (Sangsar, Irán, 1963; www.nadalian.com), de quien Hassan y su mujer Zhohe son su mano derecha. Se ha afincado en la isla por razones artísticas y de salud.

Hace ya nueve años que este artista, escultor y pedagogo ambientalista reconocido internacionalmente, y cuyas obras se encuentran en espacios naturales de todos los continentes, vino por primera vez a la isla y quedó cautivado por todos los colores que emergen de su subsuelo. Estuvo unos años viviendo en contacto directo con la naturaleza hasta que en 2009 creó la Casa de Artistas del Golfo Pérsico (www.riverart.net/hormoz/paradise), como centro de residencia para artistas. De hecho, se trata de una rama de otro centro, Paradise Art Center, cuyo proyecto empezó a andar en 1996 en Polur (Irán), a los pies del monte Damavand.

Además de fuente de inspiración, estos años en la isla le han llevado a dar un paso más allá del arte, y así demostrar que también se puede cambiar la realidad mediante la actividad artística. Para ello, ha involucrado a la gente del barrio donde está su casa de artistas para desarrollar un proyecto de ecoturismo.

«Esta es la mejor forma de aportar algo a esta comunidad, enseñarles una forma de mejorar su situación económica y así poder preservar su forma de vida tradicional, sin necesidad de tener que irse lejos a buscarse la vida. Mi trabajo es puramente artístico, pero al vivir aquí uno no puede permanecer ajeno a lo que se encuentra cuando sale cada día a pasear. Di este paso para ofrecer a la comunidad donde se halla el museo los instrumentos con los que trabajar. Para mí el hecho de que aprendan por ellos mismos a desarrollarse con mis consejos es una forma de esculpir con material humano», explica.

Gracias a su actividad artística y pedagógica, Nadalian ha logrado formar a varias personas en la pintura, como sus jóvenes y fieles ayudantes Fatemeh y Salimeh, quienes cada día acuden al museo para recibir a los visitantes y trabajar en los proyectos artísticos.

Un caso muy interesante es el de Kaníz, una mujer que a los siete años fue concertada en matrimonio y cuyo destino era ser una simple madre de familia, pero que ya de mayor decidió empezar a pintar. Nadalian, impresionado por sus dotes artísticas y una vida dura de tres matrimonios y trece hijos, la animó a que se expresara mediante la pintura. Así que transformó las paredes de su casa en el lienzo donde contarla.

Naturaleza y tradiciones en estado puro. Esa naturaleza tan inspiradora se traduce en colinas, valles y acantilados que son la expresión máxima de la gama de colores. Lugares como las formaciones en forma de cascada del interior de la cueva de Sal; la extensión de la playa de la Soledad cuando baja la marea; el valle del Arco Iris y su macedonia colorista; la gama de tonos ocres del Torrente de sal; la diminuta cueva de la Meditación en el valle del Silencio, con su surtidor repleto de sal; la roca de los dos Minaretes; el escarpado y angosto valle de las Estatuas, que el fuerte viento del sur de la isla se ha encargado de esculpir y que es un punto perfecto para deleitarse con los atardeceres, o el inmaculado blanco de las Montañas Nevadas, son algunas de las principales atracciones geológicas. No es difícil, a su vez, observar alguna despistada gacela en su medio natural, o algún zorro merodeando en busca de algo que comer.

Además de la espectacularidad de los paisajes, otro de los grandes tesoros que aporta Ormuz es su gente. En sus facciones se puede observar claramente la heterogeneidad y la mezcolanza de culturas que se concentran en tan poco espacio, donde podemos sentirnos como en la India, Zanzíbar o Yemen. Ello tiene un motivo histórico. Como emporio comercial, uno de los productos de intercambio durante muchos siglos fueron los esclavos traídos de África. Algunos de estos esclavos que permanecieron en la isla se casaron y aportaron su granito de arena a esta pequeña isla multicultural. Otras influencias, como la baluchi, la india o la de los países de la Península Arábiga, proceden de los comerciantes que se instalaron en la isla y que, a su vez, dejaron su impronta cultural. Por no hablar también de las tribus bajtiaris o los propios persas.

Este cruce de culturas hace que Ormuz y la provincia sur de Hormozgan tengan su propia idiosincrasia dentro del propio Irán. Ellos mismos se denominan bandarís y su dialecto muestra la influencia de todas las culturas que la han cruzado. Paseando por sus calles, uno tiene la sensación de encontrarse muy lejos de Irán. Concretamente en Ormuz, uno no siente la presión religiosa que se puede vivir en Yazd o Esfahan, por ejemplo.

Por otro lado, el negro de los chadores está casi relegado a conmemoraciones religiosas. Quizás justamente fruto de la influencia india o africana, las telas de los chadores son de colores y estampados diversos, y debajo de ellos las mujeres lucen shalvar o pantalones aún más coloridos y con bordados dorados y plateados sobre fondos verdes, amarillos, rojos, violetas... Esa profusión de colores en la forma de vestir diaria es algo poco común en el Irán actual. Otro de los elementos de la indumentaria femenina es el borqeh, una máscara con distintas formas o colores, en función de la región, que cubre la cara de las mujeres casadas para protegerlas de miradas ajenas.

La gente del lugar afirma que el borqeh empezó a utilizarse con la llegada de los portugueses a las costas iraníes.

El «viento nocivo». Una influencia de procedencia africana muy arraigada en la cultura bandarí, y que comparte con otros países del Golfo Pérsico, es el zar, que se traduce como «viento nocivo», muy apropiado para una cultura que se basa en la pesca y la fuerza de los vientos, y que tiene el mar como medio natural. Mohammad Nik, Baba Zar o exorcista de Ormuz, comenta que «se trata de un rito de exorcismo parecido al de las culturas animistas africanas, en el que el enfermo poseído por un aire nocivo acude al Baba Zar (para las mujeres hay una Mama Zar). Durante una semana mantenemos al paciente aislado, solo lo visita el Baba Zar. El objetivo de este aislamiento es purificar su cuerpo antes de la ceremonia que tendrá lugar durante tres noches». Con la música de tambores y cantos específicos para los distintos tipos de zar se intenta exorcizar al paciente.

Mohammad afirma que «nadie se puede librar del zar y nuestra función es aplacar su furia. Las sesiones duran entre cuatro y cinco horas. En las dos primeras sesiones simplemente hacemos un acompañamiento con música del enfermo, y en la tercera es cuando conversamos con el zar». Es curioso observar que la lengua usada en el ritual es un batiburrillo de persa, árabe, hindi y suahili, un ejemplo vivo de la necesidad de comunicarse con los pueblos que llegaban hasta estas costas y que demuestra la amalgama de culturas presentes actualmente.

Mohammad continúa relatando el ritual: «En la conversación preguntamos al zar qué quiere, y le ofrecemos varios objetos a cambio de que abandone el cuerpo del paciente, como un anillo o una bandeja con dulces. La idea es alejar a ese mal espíritu del cuerpo del enfermo, pero a veces no lo conseguimos y hay que volver a realizar el rito la semana siguiente». Esta tradición tiene un componente musical muy importante, que se traduce en que cada mes de mayo, en la población de Salakh situada en la vecina isla de Qeshm, se lleva a cabo un festival que reúne a todos los Baba Zar y grupos musicales que acompañan la ceremonia.

El ecosistema humano y natural de Ormuz podría definirse como en peligro de extinción. La población sigue manteniendo su forma de vida tradicional por imposibilidad de progresar, y ello por sí mismo supone una amenaza a su idiosincrasia, ya que los jóvenes, cada atardecer, desde el paseo marítimo, son testigos de que a tan solo cinco millas de distancia, cruzando el mar, se encienden las luces de todo un mundo distinto de modernidad, comodidades y progreso en Bandar Abbas, con sus tiendas de electrónica y electrodomésticos, su exclusivo y refinado barrio de Golshahr, sus restaurantes de comida rápida, sus calles asfaltadas y parejas de jóvenes que pasean cogidos de la mano protegidos por la penumbra del paseo marítimo. Un polo de atracción que se halla lo suficientemente cerca como para alcanzarlo y dejar atrás casa, tradiciones y el medio en el que han crecido.