Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

El pobre equivocado

No es tolerable bajo ninguna razón que la «gran Europa» –Alemania, Francia e Italia… ¡oh, Dios!– tiendan su mano falsamente igualitaria al Sr. Rajoy, aunque sea una mano desmayada y burlona, sin más propósito que exprimir política y económicamente esta finca, cuando España significa, por su tamaño, población y situación geográfica un Estado que no puede permanecer inerte en su lodazal. El Sr. Rajoy no puede aceptar ni loarse del papel de falso socio en igualdad con quienes buscan aquí únicamente pan de trastrigo. Europa es una indecencia, una corruptora de menores, pero eso debe impulsarnos a alinearnos frente a ella con dignidad política y robustez moral. Los grandes europeos, por su política de explotación han de ser tratados con una respuesta alzada, aunque esa decisión resulte dolorosa y pueda empujarnos incluso hasta un brexit que nos permita otras relaciones internacionales. Europa está definitivamente corrompida y es ya, simplemente, el as de bastos de la oligarquía que gobierna desde Davos o Wall Street. Europa ha quedado sin la Ilustración que la hizo grande y que se ha reducido a vertedero de miserias nacionales que son recicladas en beneficio de los mercados. Todo el este es el carro de los restos aprovechables, incluyendo la recuperada esclavitud, y casi todo el sur, incluso un norte que ya no aporta esperanza o un oeste que ha perdido su recuerdo americano y que hoy tirita sacudido por un cierzo frío. En ese marco un informe de la Comisión Europea sobre la confianza de los ciudadanos respecto a la administración de justicia –la confianza más estimada en el alma popular; el dato moral fundamental para la democracia– pone broche a lo que digo y sitúa a España en el antepenúltimo lugar de los veintiocho miembros de la Unión. Nuestros tribunales sirven globalmente, en una situación literalmente incorregible, al mecanismo gubernamental. La Fiscalía ha llegado a la rebelión ante el menosprecio con que es tratada. Los aparatos policiales parecen taifas orwellianas. Yo sigo soñando con una fiscalía por elección popular, que acuse por tanto en nombre del pueblo. Pero el Sr. Rajoy viaja en busca de una sonrisa protocolaria y con el fin de recibir los encargos correspondientes. «Para lo que usted guste mandar, Sra. Merkel».

Todo esto es tan espeso que ha generado una corrupción que ya no conmueve al país, acostumbrado tristemente a lo maloliente. Una corrupción que ha llevado al jefe del gobierno a una confesión que nos ha estallado en la cara a los ciudadanos que aún conservamos los espejos para observar la herida que diariamente nos infiere el cinismo. Oigan ustedes la confesión del Sr. Rajoy ante el cataclismo en que nos estamos sumergiendo más y más: «Me equivoqué, señorías. Lo lamento, pero así fue. Me equivoqué al mantener la confianza en alguien que ahora sabemos que no la merecía. Y eso ha sido todo mi papel en esta historia». Alguien, solamente alguien. ¿No hubo mucho más que alguien? ¡Y tras decir esto sigue usted en la Moncloa! Utiliza usted un lenguaje infantil. Un lenguaje de minoridad, sea cual sea la minoridad, que puede afectar a muchas dimensiones y acciones del individuo.

Vamos a ver si puedo explicarle su papel en la familia política española y, a partir de esa identificación, proceder en consecuencia.

Cualquier catecúmeno sabe, aunque sea borrosamente, qué son y cómo operan las virtudes teologales o marcas del Creador en el ser humano. La fe, la esperanza y la caridad. Las dos primeras con un peso humano evidente: al margen de la evolución del ser humano el hombre posee innatamente la capacidad de creer –creer, sin especificar de inicio en qué, aunque sea una creencia en lo estrictamente deslumbrante– y de esperanza –el ser humano espera siempre; la vida consiste en esperar–. Estas dos virtudes primeras son las que ha de desarrollar el ser humano para cumplir su humanidad. En cuanto a la virtud de la caridad, el carus, el amor, es de esencia genuinamente divina y nuestra participación en ella ha de ser muy estimulada por el Creador.

En el dominio humano existen tres virtudes exclusivamente antropológicas que de modo secundario se abastecen de las teologales: la ética, la que encarna la fraternidad y la que expresa nuestra máxima estatura, la responsabilidad. La ética y la fraternidad afectan a todos los individuos, pero la responsabilidad encarna significativamente en el dirigente, sobre todo en el político. El dirigente político está hecho de responsabilidad. Le engañen o se equivoque su responsabilidad es indelegable o irrenunciable porque su ejercicio se refiere en todo y en cada momento al ejercicio omnicomprensor del gobierno. Cuando esa responsabilidad queda burlada o dañada gravemente, por desidia o derrota, el político deja de existir como gobernante. Una vez engañado o equivocado, y uso los participios más piadosos, el dirigente deja de emanar el principal combustible para su labor: la confianza. La memoria que guardamos cotidianamente de él queda contaminada; la fuerza que esperamos de él queda destruida; el diálogo con él se torna reticente. José Saramago escribió algo terminante sobre esta situación: «Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos; sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir». A ello cabe añadir unas concluyentes palabras de Antoine de Saint-Exupéry: «Uno es siempre responsable de lo que domestica».

Ante todas estas razones, que apoyo no sólo en mi cavilación –que constituiría argumento más bien irrelevante–, echo mano de un párrafo recogido de la obra “El sentido íntimo”, de Josep Ramoneda, un penetrante filósofo catalán, cuando subraya lo siguiente, que refiero a los cobijos y silencios, a los acuerdos y estabilidades, a los que usted, Sr. Rajoy, recurre habitualmente para seguir en el poder tras tanto «engaño» sufrido, que le facilita su propia y escandalosa absolución para seguir sirviendo al buco alemán, al transformista francés y al malabarista italiano: «Es generalizada la tendencia a valorar positivamente las unanimidades, los acuerdos fáciles, la disolución de las contradicciones en las apariencias, el consensus. Las instituciones funcionan cuando las voces discrepantes tienen un papel estrictamente decorativo». Hay que aceptar asimismo este principio psicológico diseñado por Octavio Paz si queremos que la política vuelva a ser algo moralmente asumible, estéticamente soportable y socialmente eficaz: «La rebelión se ha hecho procedimiento, la crítica es retórica y la trasgresión, ceremonia». Usted, Sr. Rajoy quiere apadrinar todo eso para dejarnos exánimes junto a la frontera de la libertad. Ha engañado para conducir a los mentirosos en el arte de la mentira; está agazapado en su hoyo de tirador de élite; también ha bajado a los infiernos, pero ha decidido no subir seguidamente. Pregona mantener estáticamente la verdad para que no sufra la avería de la cotidianidad que aloja a populistas y radicales, pero como advierte Josep Ramoneda, a quien Dios guarde muchos años: «El orden es una trampa puesta a la verdad, es la solución política de un problema moral: el problema de la verdad».

Sr. Rajoy usted no se equivocó infantilmente, lo que ya le inhabilitaría para el gobierno. Usted se equivocó por guiarle una voluntad de caudillaje que le quedó grande y de desprecio a la democracia, que le quedó pequeña. Nunca fue usted dueño de sí mismo. Esto siempre lo supieron los que le rodeaban y por ello aprovecharon la ocasión de la almoneda, ante la que usted cerró los ojos, de concederle el beneficio de la torpeza, que ya es terrible concesión para un gobernante. Con ello perdió el destino que le correspondía y como dijo Wilhelm von Humboldt: «Una persona dueña de su destino es más importante que su destino». Usted, repito, no fue dueño de su destino. Era demasiada empresa para transportarla en su alforja de gallego de la galleguidad, que es lo opuesto al ilustre galleguismo que Franco trató de destruir para arrebatar a tantos gallegos ilustres la sabiduría ilustrada de la libertad y la democracia.