Dabid LAZKANOITURBURU
EL PRESIDENTE CHINO SE PERPETÚA EN EL PODER

«Emperador Xi» o la «reencarnación» de Mao 40 años después

La decisión del presidente Xi de perpetuarse en el poder pone fin al liderazgo colectivo en el PCCh instaurado en los ochenta y no está exenta de riesgos, como muestra la larga y prolija historia de China

El aval por práctica unanimidad de la Asamblea Nacional Popular China (Parlamento) a la derogación del límite constitucional de dos mandatos presidenciales instaurado en 1982 por Deng Xiaoping, sucesor del líder de la revolución, Mao Zedong, tras su muerte en 1976, es el corolario de una serie de reformas impulsadas por el Partido Comunista (PCCh) que consagran el liderazgo sine die de su secretario general y presidente de la gran potencia asiática y mundial, Xi Jinping.

A nadie ha sorprendido que la votación arrojara un abrumador 99,8% de síes (dos votos en contra, tres abstenciones y un voto en blanco o nulo de un total de 2.964 diputados). Este resultado «a la búlgara» es habitual en China y muestra el ascendiente total de las directrices del partido sobre todos y cada uno de los niveles en que se articula la arquitectura institucional del país. Aunque también es verdad que tamaño «consenso» no se ha dado en las últimas reformas constitucionales, en las que siquiera varias decenas de diputados votaron en contra.

La particular relevancia del voto (había que atreverse, aunque fuera en voto secreto, a desairar al presidente) explica quizás tan enorme unanimidad. Al punto de que no faltan quienes ironizan con que el propio Xi habría sido uno de los que votó en contra de su perpetuación en el poder, acaso avergonzado ante la eventualidad de lograr su deseo con todos los votos a favor.

Ironías al margen, lo cierto es que esta reforma constitucional tiene un calado innegable porque pone fin al liderazgo colectivo que Deng Xiaoping, el «pequeño Timonel», instauró en la década de los ochenta tras suceder en el poder a Mao Zedong, el «gran Timonel», líder de la Revolución china y padre fundador de la República Popular.

Deng, artífice de la liberalización de la economía china –padre, por tanto de la «economía socialista de mercado» o del «socialismo con características chinas», justificó esa limitación de mandatos por los que la propia historia oficial del PCCh ha reconocido como «excesos» de la era Mao.

Unos excesos que se identifican en concreto con el Gran Salto Adelante, con el que el líder impulsó diez años después del triunfo de la revolucion una drástica campaña de colectivicación agraria y de industrialización del páis. Y con la llamada Revolución Cultural, una purga años después contra la intelectualidad del partido y del país y el aperturismo –económico, que no político– de la llamada segunda generación de líderes, encarnada por el propio Deng y que alcanzó al histórico presidente chino y en su día mano derecha de Mao, Liu Shaoqi.

Precisamente, la Revolución Cultural es interpretada por los historiadores como la reacción airada y temeraria –los jóvenes estudiantes bautizados como Guardias Rojos iniciaron una espiral canibal de purgas sin fin que estuvo a punto de acabar con el Partido– del propio Mao a las críticas por el fracaso, una década antes, del Gran Salto Adelante.

No es el objeto de este análisis abonar la polémica –a menudo interesada– entre los historiadores sobre las consecuencias humanas de aquel proceso de colectivización que buscaba trasladar a toda costa los excedentes agrarios para capitalizar la incipiente industria china y convertir al país en un gigante, por ejemplo del acero.

5, 10, 15...hasta 35 millones de muertos por la hambruna. Es indudable que un proceso semejante en un país ya superpoblado y con una economía rural de subsistencia dejó todo un reguero de víctimas. Como lo es que la historia la escriben los vencedores, cuando no los enemigos. En este caso, todo apunta a que Deng Xiaoping y los suyos, que de sufrir la Revolución Cultural lograron tras un golpe de mano a la muerte de Mao derrotarla y encarcelar a sus promotores de la «Banda de los Cuatro» –incluida la incipiente viuda del líder Jiang Qing–, no hicieron demasiados esfuerzos a la hora de contrarrestar los posibles excesos de la historiografía occidental «anticomunista» a la hora de evaluar los «crímenes» del maoísmo.

 

Pero, más allá de todo ello, lo determinante de la reforma constitucional que ha impuesto Xi no es siquiera que haya acabado con el liderazgo colectivo, «dictadura colectiva» para algunos. Y es que conviene recordar que el propio Deng, quien instauró precisamente ese modelo, fue considerado el líder supremo del país, sin necesidad de cargo alguno, hasta su muerte en 1997, aquejado en sus últimos años de Parkinson.

Ni siquiera la contundencia de Xi a la hora de desembarazarse de eventuales rivales a través de purgas internas –hoy bajo el epígrafe de la cruzada contra la corrupción– o de laminar toda disidencia le distingue del propio Deng, que hizo en su día lo mismo y no dudó en lanzar en 1989 los tanques para acabar con la revuelta de la Plaza de Tiananmen.

Lo verdaderamente relevante es que el «salto adelante» hacia la perpetuidad de Xi arrambla con el juego de equilibrios, pesos y contrapesos internos, con esa suerte de «bipartidismo» dentro del partido único que se instauró en la política china tras la muerte y por orden de Deng.

Un «bipartidismo» en el que las distintas corrientes –con excepción paradójicamente de las nostálgicas del regreso del maoismo en estado puro– encontraban acomodo y se han ido sucediendo de forma ordenada en el poder o, lo que es lo mismo, en la cúspide del partido, coronado por el Comité Permanente del Politburo del PCCh.

Así ocurrió hasta la llegada de Xi al poder en 2013. Tanto Jiang Zemin (1993-2003) como su sucesor Hu Jintao (2003-2013) lideraron el país durante el máximo de dos mantados de un lustro.

Jiang, del famoso clan de Shanghai, fue secretario general del PCCh en vida de Deng y personificó la corriente que conjugaba la apuesta por la liberalización económica con al recelo ante cualquier tipo de aperturismo político. Proveniente de la Liga de las Juventudes Comunistas, su sucesor, Hu Jintao, representó el guiño a cierta apertura política y la apuesta por modular el liberalismo económico con medidas sociales.

De este modo, las llamadas tercera y cuarta generación se sucedieron sin grandes problemas. Es cierto que Jiang Zemin mantuvo el liderazgo del Ejército (la presidencia de la Comisión Militar) tres años más allá de su segundo mandato pero quien le sucedió y había sido su segundo, Hu, se hizo con su control en 2006.

Nada hacía presagiar que la situación fuera a cambiar con Xi. Este fue elevado en 2007 al Comité Permanente, desde donde fue presentado como el sucesor de Hu. El propio Xi, al &dcThree;ser encumbrado al poder a finales de 2012, asumió a Li Kequiang, delfín de Hu, como su segundo y primer ministro chino.

Pero prácticamente ahí mismo acabó la quinta generación y Xi tardó poco en despuntar y perfilarse como un líder nada dispuesto a compartir el poder. No le bastó concentrar desde un inicio la presidencia del país, la secretaría general del Partido y la presidencia de la Comisión Militar Central.

El poder de Xi ha ido consolidándose y creciendo de la mano de una campaña masiva y popular contra la corrupción (la caza de los tigres y moscas) que ha golpeado a líderes que hasta entonces se sentían intocables.

El hecho de que la campaña se iniciara contra el neomaoísta y dirigente del PCCh en la metrópoli de Chongqing y la sucesión de purgas en la cúspide apunta, sin embargo, a la utilización de la campaña anticorrupción para acabar con posibles rivales.

Paradójicamente, el mismo Xi que encarceló de por vida al neomaoísta Bo no ha dudado, desde el principio de su mandato, en restaurar la figura de Mao más allá de la veneración popular, «con sus aciertos y errores» al padre de la patria.

El verdadero objetivo de esa campaña de restauración no era sin embargo otro que elevar la propia categoría de Xi por comparación-emulación con Mao. Y es que el presidente chino se presenta como el adalid del advenimiento de «una nueva era» que culminará, según sus planes, en 2050 (según el calendario occidental), con una China próspera, moderna y respetada en la arena internacional, bajo el liderazgo inalterado del PCCh.

Xi aspira así a liderar ese camino hacia el centenario de la proclamación de la República Popular China. La línea de continuidad a la que aspira el actual líder chino respecto al fundador de aquella, Mao, es evidente.

Todos los movimientos están enfocados a esa idea, desde el impulso de una política exterior más decidida –agresiva según sus rivales y vecinos–, hasta la promoción de un culto a la personalidad cuyo corolario fue la inserción del «Pensamiento XI sobre al socialismo a la china en la nueva era» en los estatutos del Partido. Un honor hasta ahora reservado a Mao y a Deng y que el XIX congreso quinquenal del PCCh de 2017 no dudó en reconocerle con similar unanimidad a la del pasado domingo.

Xi, que ya en aquel congreso avanzó sus intenciones al no nombrar sucesor, tiene 64 años, por lo que tiene difícil –pura biología– seguir en el poder en 2050. De ahí que los sinólogos estén especulando sobre fechas.

Dado ya que seguirá más allá de 2023, hay quien apunta que su objetivo sería mantenerse hasta 2035 (ya octogenario), año para el que aspira que China sea ya un país moderada y equilibradamente próspero.

Más allá de fechas, y sin olvidar que China vive en el año 4716, quizás el riesgo de la apuesta de Xi reside en que al hacer estallar esos contrapresos y primar la lealtad por encima de todo, acabe cometiendo errores sin nadie que se atreva a replicar con sinceridad al líder. Y/o de que, en caso de que se abriera un improbable pero no totalmente imposible escenario de crisis, se convirtiera a los ojos de la población en el culpable,

China –como tantos países mucho menos eternos– está abonada con experiencias de este tipo. Y no solo por Mao y sus a veces iluminadas campañas, sino por no pocos emperadores de la milenaria historia del imperio del centro.