Alberto PRADILLA
Periodista
ESCENARIO POSELECTORAL

Entre la represión a los opositores y el blindaje del oficialismo

Honduras ha desaparecido del foco mediático tras las elecciones en las que se impuso fraudulentamente Juan Orlando Hernández. El contexto actual es todavía más desfavorable para la oposición. Se extiende el temor a las represalias por parte del Gobierno.

Tres meses después de las elecciones, las protestas en Honduras languidecen. Sea por una cuestión «táctica», como asegura el expresidente Manuel Zelaya, o porque la dura represión y el agotamiento hacen mella, el presidente, Juan Orlando Hernández, está reforzado en el poder. Las movilizaciones posteriores al fraude, reconocido, incluso, por la Organización de Estados Americanos (OEA) pusieron al país centroamericano en el mapa durante unos breves instantes. Ahora que el foco vuelve a ignorarle, es el tiempo para que el jefe de Gobierno tome su venganza.

Protestas siguen produciéndose, como la registrada el viernes 22 de febrero. Una caravana de coches por las calles de Tegucigalpa que apenas reunió a un millar de personas. Nasralla y Zelaya tratan de mantener la ficción de una «insurrección», pero la retórica choca con lo que puede verse en la calle. Los irreductibles, los fieles a Libre desde el golpe de Estado, mantienen vivo el descontento y todavía protagonizan «tomas» y quema de neumáticos. Pero la tendencia se repite desde 2009: tras la efervescencia de las primeras protestas se sucede la represión y, progresivamente, la desactivación de las marchas.

Un elemento que no se puede obviar es el clima de terror que se ha desatado entre los activistas. Desde diciembre se escucha que la represión de verdad, y esto en Honduras implica ejecuciones, llega cuando las aguas se han calmado. Las ONG contabilizan 34 muertos desde el inicio de las protestas y 24 presos políticos, algunos de ellos encerrados en El Pozo, cárcel de máxima seguridad con durísimas condiciones de aislamiento que, en principio, estaban dirigidas únicamente a los líderes pandilleros. Casos como el del joven Luis Fernando Ayala, activista de 16 años que apareció muerto y con signos de brutales torturas el pasado 20 de febrero, extienden el miedo a la actuación de grupos paramilitares al servicio del Gobierno. No obstante, siempre hay que ser prudentes, porque en un país con un 90% de impunidad y una tasa de homicidios de 60 por cada 100.000 habitantes no es tarea fácil determinar por qué alguien mata a alguien y abre el terreno a la especulación.

Al margen de la situación callejera, el éxito de Hernández está en afianzar la estructura institucional que le permite seguir en el poder y tiene en la corrupción uno de sus principales alimentos. Una de las primeras medidas que adoptaron los diputados recién elegidos (la bancada del Partido Nacional) fue establecer un sistema que blinda la posibilidad de investigar en qué se han gastado los fondos públicos en la última década, que es, precisamente, el período en el que ha dominado tras el golpe.

La disputa entre Luis Almagro, presidente de la OEA, y Juan Jiménez, ex primer ministro peruano y hasta hace una semana comisionado de la Maccih (Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras, una entidad de apoyo a la Fiscalía similar a la Cicig de Guate- mala, pero dependiente de la OEA y no de la ONU) ha sido un regalo. La institución es la única con capacidad para destapar casos de corrupción por no estar cooptada por el Partido Nacional, pero la marcha de Jiménez, que denunció las trabas de Almagro, la deja debilitada.

Al final, se cumple el vaticinio de Zelaya: desde que EEUU reconoce el Gobierno de Hernández, los reconocimientos se suceden en cadena y la oposición se queda sola.