Daniel Galvalizi
PROGRAMA DE ASISTENCIA

Argentina revive sus peores fantasmas con la vuelta a la dependencia del FMI

Argentina recibió ayer 15.000 millones de dólares, el primer desembolso del préstamo de 50.000 millones concedido por el FMI en el marco del programa de asistencia «stand-by», el de mayor intervención en las políticas económicas del país, por un periodo de 36 meses para «recuperar la economía», una situación que el autor compara con la vivida en 2001.

Corralito. 2001. Cacerolada. Paro récord, desgobierno y apocalipsis socioeconómico. Si el imaginario colectivo es aquel conjunto de mitos y símbolos que funcionan como una suerte de mente social común, definitivamente para los argentinos aquellas palabras son cucos recientes en ese rejunte de recuerdos traumáticos.

Aquel colapso de país tuvo protagonistas que también provocan escozor en la inmensa mayoría social argentina. Sujetos como los ex presidentes Carlos Menem y Fernando de la Rúa, y sujetos abstractos, como el Fondo Monetario Internacional; el Fondo, como se lo denomina coloquialmente desde siempre en ese país.

Muy a su pesar, esos fantasmas han vuelto a Argentina desde que hace un mes y medio, el presidente Mauricio Macri pidió un salvataje –conocido en los sectores financieros como stand-by– al FMI. Con asombrosa rapidez, el 7 de junio el organismo anunció un préstamo muy superior al inicialmente requerido por la Casa Rosada: 50.000 millones de dólares cuando se habían solicitado 30.000 millones. Pero esa benevolencia financiera no cambia la opinión del argentino medio.

Para entender ese rechazo visceral al FMI se debe ir a 1976, comienzo de la última dictadura militar. Durante los siete años que se prolongó, Argentina pasó de casi no tener deuda externa a multiplicarla por seis: de 7.000 a 42.000 millones de dólares.

A fines de los 90, la crisis en el sudeste asiático y Rusia y la extensión de la crisis a Brasil, golpearon la economía argentina, ya afectada por el neoliberalismo impuesto por el peronista Carlos Menem. Su sucesor en 1999, De la Rúa, no hizo más que perpetuar el esquema y empeorar la dependencia argentina del Fondo Monetario Internacional, quien básicamente sólo ayudaba a pagar los intereses de una deuda externa que ya superaba los 100.000 millones de dólares.

Durante los dos años de De la Rúa, prácticamente todas las decisiones económicas eran consultadas al FMI, que habilitó millonarios créditos para lidiar con el desajuste fiscal y de balanza comercial que tenía (y tiene) Argentina. El Fondo tapaba la realidad que los mercados internacionales ya sabían: ningún acreedor privado estaba dispuesto a prestarle a un país que iba recto a la quiebra o, mínimo, a una dura reestructuración y devaluación.

El ariete del FMI con Argentina no era su director de aquel entonces, Horst Köhler, sino su subdirectora, Anne Krueger, la representante de Estados Unidos en la cúpula del organismo, que respondía a la línea dura y neocon de los republicanos de George W. Bush. Hace 17 años, el cotilleo en el submundo financiero era que Washington quería dejar caer a Argentina sin ceder en sus exigencias de duro ajuste como un acto ejemplificador. Algo similar a lo que ocurrió con Lehman Brothers años después.

En diciembre de 2001 la crisis ya era total. El FMI se negaba a liberar los 1.300 millones que iba a prestar ese mes a Argentina por considerar que el Gobierno incumplía las promesas de ajuste, y le reclamaba la necesidad de una devaluación del peso (cabe recordar que en aquel momento, un peso valía un dólar, en una apreciación artificial de su valor para contener la inflación y abaratar la toma de deuda).

El último síntoma de la bancarrota fue la restricción a los ahorradores para retirar sus depósitos y, para peor, unas semanas después, la pesificación compulsiva de todos los depósitos bancarios en dólares. A la movilización de los sectores más populares (principales víctimas de un paro que ascendía al 25%), se sumó la furia de la clase media. Lo demás es historia conocida: estado de sitio, represión, muerte y caída del Gobierno, sumado a un desplome de 12% del PIB en 2002. Desde entonces, el FMI no volvió a prestar dinero a Argentina.

Sin conocer estos hechos es imposible comprender el cisma que fue la decisión de Macri y la zozobra social que generó, incluso entre los votantes de la coalición Cambiemos. Además, la medida fue tomada en medio de la peor crisis financiera desde 2014, que obligó al Banco Central a perder el 22% de sus reservas netas, que de todas formas no evitó una devaluación superior al 40%.

Esta semana, la Casa Rosada difundió la Carta de Intención que envió a la directora del Fondo, Christine Lagarde, para lograr su respaldo, en un texto que detalla los esfuerzos que el Gobierno está dispuesto a hacer. Sin mayoría en el Congreso y el Senado y con los sindicatos totalmente en contra, aún resta ver si podrá implementarlos.

Aquellas 33 carillas detallan recortes en subsidios, postergación de obras de infraestructura, revisión de impuestos, jubilaciones, cambios en el sistema de empleo, y modificaciones en las metas de inflación y déficit, además de la reforma del Banco Central para dotarlo de mayor autonomía.

Si bien el achique del déficit fiscal del 6% del PBI que dejó el Gobierno de Cristina Kirchner fue algo que prometieron todos los candidatos a presidente, el debate actual es cómo lograrlo. En 2017, la diferencia entre ingresos y egresos bajó al 3,9% del PIB, lo que –sin ajuste salvaje– implica seguir apelando a los acreedores internacionales, que le prestan a Argentina a tasas superiores al 8%.

Allí radica la clave para Macri y su ministro de Hacienda y Finanzas, Nicolás Dujovne. El FMI prestará dos servicios: el desembolso a una tasa 50% más baja que la que ofrece el mercado privado y, con su blindaje y apoyo, la muestra de confianza y previsibilidad, una operación de marketing necesaria para Argentina en estos momentos.

El Gobierno ofreció al FMI acelerar el ritmo de reducción del déficit fiscal para llevarlo a cero en el 2020. La novedad es que en 2018 se buscará que sea de 2,7% y de 1,3% en 2019. Eso supone el fin del denominado «gradualismo» económico que pregona Cambiemos desde que asumió el poder hace dos años. Lagarde lo bendijo a cambio de permitir metas monetarias más suaves, ya que una reducción más brusca de la inflación implicaría un ajuste social mayor.

Es en este aspecto en el que el FMI actual busca, al menos desde lo declarativo, diferenciarse con su pasado reciente. Lagarde se apresuró a decir tras la solicitud de asistencia que el plan de ajuste iba a ser «integralmente concebido» por el propio Gobierno argentino y que aspiraba a que el stand-by ayude a los sectores más vulnerables. De hecho, tanto el FMI como la Casa Rosada se preocuparon por destacar que el acuerdo explicita que el gasto social es intocable.

Sin embargo, la sociedad se verá inevitablemente afectada por el acelere del ajuste. La quita de subsidios a las tarifas de luz, agua y gas, que tanta polémica causó antes de la crisis de abril, está previsto que aumente, así como el congelamiento en la creación de empleo estatal y el descenso en las obras de infraestructura. La esperanza de Macri, que aspira a ser reelegido presidente en 2019, está puesta en la vigorización de las exportaciones gracias a la devaluación y en el agro: se encamina a una cosecha récord de 120 millones de toneladas de oleaginosas.

Pero el costo político que pagará Cambiemos aún resta por conocerse. El impacto del ajuste todavía no termina de sentirse y el giro al FMI supone una jugada tan sorpresiva como controvertida. Porque aunque Lagarde no sea Anne Krueger y Macri tampoco De la Rúa, quién convence de eso al imaginario colectivo argentino