Iñaki IRIONDO

Los testigos juran decir la verdad, los acusados no tienen obligación de hacerlo

Los duros testimonios escuchados ayer en el juicio contradicen buena parte de lo dicho la víspera por los imputados. Pero unos y otros no están en igualdad de condiciones: los testigos no pueden mentir.

Si el 4 de abril de 2012, la víspera de la carga que mató a Iñigo Cabacas, se hubiera hecho una encuesta en las calles vascas preguntando si las pelotas de goma pueden matar o no, previsiblemente el resultado habría sido abrumador dando por hecho que un pelotazo puede acabar con la vida de una persona según en qué órgano le dé. Cualquiera que haya visto desde dentro o desde fuera la disolución de una manifestación a pelotazos es perfectamente consciente de la peligrosidad de esos 88 gramos de caucho disparados a 360 kilómetros por hora.

Sin embargo, todos los imputados por la muerte de Iñigo Cabacas declararon el lunes que no sabían que las pelotas pueden matar, y eso a pesar de que cinco de los seis acusados aseguraron tener amplia experiencia en su uso e incluso uno de ellos detalló haber participado en un curso de reciclaje poco antes de la desgraciada noche. «Nunca había pasado nada y se suponía que nunca iba a pasar», llegó a decir uno de los mandos.

Para entender este acceso colectivo de ignorancia profesional, hay que recordar que los acusados no están obligados a decir la verdad cuando declaran en un juicio. Porque en el Estado español al menos siete personas han muerto como consecuencia de pelotazos, tres de ellas en Donostia. Aunque la mayoría fueran en los primeros años de la llamada transición, se supone que los policías deben estar formados en esta materia.

De la peligrosidad de las pelotas deja constancia que en junio de 2011 la Comisión Europea advirtió a las policías de los estados español y portugués, entre ellas la Ertzaintza, de que debían dejar de usar los proyectiles de goma, como antes habían hecho ya Gran Bretaña, Alemania, Noruega, Italia o Suiza.

Ante estas evidencias, es mejor pensar que los acusados se acogieron a su posibilidad de no decir la verdad ante el tribunal que sospechar que la Ertzaintza estuvo durante años jugando a la ruleta rusa cada vez que disolvía una concentración con armas que no sabía qué efectos tenía, a pesar de que fue viendo cómo sus disparos causaban graves heridas en sus conciudadanos, hasta el punto de perder un ojo o un testículo.

Contrariamente a lo que ocurre con los acusados, los testigos tienen la obligación de decir la verdad so pena de ser acusados de falso testimonio, lo que está castigado con penas de prisión de seis meses a dos años y multa de tres a seis meses, o incluso hasta tres años de cárcel en según qué circunstancias, (Art 458 del Código Penal). Por eso lo escuchado ayer en el juicio por la muerte de Iñigo Cabacas adquiere tanta relevancia.

Los testimonios relatados ayer ante el tribunal son verdad o, al menos, la vivencia, la verdad subjetiva, de quienes aquella noche estuvieron en el callejón María Díaz de Haro. La unanimidad en que hasta que apareció la Ertzaintza no había ningún problema en la zona, salvo alguna pequeña pelea que se resolvió por sí misma, resulta prácticamente inapelable; al igual que la coincidencia en que cargaron sin dar ningún aviso de nada.

Alguien podría aducir que los testigos allegados a Iñigo Cabacas pueden estar influidos por esa amistad y contaminados por cierto espíritu de revancha a la hora de testificar. También puede haber quien alegue que un testigo vasco y que frecuentara el Kirruli (Herriko Taberna) podría tener cierta animadversión hacia la Ertzaintza.

Incluso aceptando eso en términos dialécticos, hay dos personas vírgenes de prejuicios que ayer ofrecieron unos testimonios escalofriantes. Son Laia Caballer, una catalana que había ido a pasar unos días a Bilbo con quien entonces era su pareja, Roberto, un malagueño que declaró por videoconferencia.

Sus palabras no solo confirman la conclusión sobre el homicidio por imprudencia profesional grave a la que llegó la jueza instructora, sino la inhumanidad con la que se comportaron números mal acostumbrados a la impunidad durante años, que consideraban enemigos a todos cuantos estaban en la plazoleta.

Los acusados describieron el lunes una «encerrona» aunque todos ellos llegaron cuando sus compañeros ya cargaban, mientras los testigos de ayer mostraron un escenario bien distinto. Para creer a unos o a otros no solo hay que mirar quién habla en defensa propia y quién ha jurado decir la verdad, luego se puede recurrir a las pruebas.

Los ertzainas hablaban de una lluvia de botellines, adoquines y «hasta una jardinera», según el suboficial 5351. El conductor del autobús habló ayer de «media docena» de impactos como de botellas de agua. Habrá que ver qué tipo de material se recogió de la zona tras los sucesos, qué daños se contabilizaron y quiénes los provocaron. Porque los ertzainas decían todos disparar «en parábola» pero las pelotas impactaron en vasos, barras de bar, en el culo de uno de los testigos de ayer y en la cabeza de Iñigo Cabacas.