Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

Sobre la independencia judicial

No creo que se pueda ya hablar de la solemne independencia judicial ni alabar la ejemplar calidad moral de ese antiquísimo y solemne poder que parecían respetar hasta en su propio ámbito las monarquías absolutas. Sencillamente, ese poder independiente ya no existe, ni aparentemente en muchos casos. Es más, si reflexionamos a fondo se puede decir que nunca existió la función judicial como verdadero poder soberano. Normalmente constituía una fachada para justificar acciones impopulares o conflictivas. Desde Aristóteles se anda buscando obsesivamente una definición objetiva de lo justo; concepto fluido y, por lo que diremos ahora, ocasional. Se ha tratado de que la justicia, sobre todo en el marco institucional, determine lo racional o irracional en los comportamientos humanos, el reparto equitativo de los bienes, la igualdad social frente a cualquier otro poder, la capacidad de ensalzamiento o de destrucción de la vida. Concretar lo justo constituye una inútil pretensión. Los tribunales de justicia son un revestimiento, más o menos estético, del poder ejecutivo que actúa desde el Estado con su poder absoluto y de clase. Estoy convencido, incluso, de que el barroquismo de la vestimenta judicial forma parte importante de la ficción de lo eminente. No se trata de ninguna frivolidad esto que digo. Todos los poderes con ejecutividad singular son poderes uniformados o revestidos que así acentúan su superioridad de hecho o de derecho mediante unos distintivos que proclaman esa capacidad de acción liberada de todo control de la ciudadanía. Los revestimientos expresivos de calidad de acción tienen un origen sacerdotal. Por tanto, un origen que no tiene nada que ver con la quimera de la soberanía popular en el castigo o la recompensa.

Todo esto que venimos afirmando ut supra tiene su origen en el escándalo que se ha organizado en el Tribunal Supremo domiciliado en Madrid a propósito de una sentencia que traspasaba el abono de unos determinados y sensibles gastos hipotecarios del comprador al banco, por estimar los jueces que era moralmente justo no esquilmar a los que solicitan alguna asistencia para amparar su debilidad. En suma, trataron esos singulares y benéficos magistrados de evitar una explotación más de la ciudadanía. Y ahí empezó Cristo a padecer. No habían pasado veinticuatro horas cuando el propio Tribunal Supremo declaraba en suspenso su propia sentencia, con lo que los bancos volvieron a cargar los citados gastos al cliente en la constitución de la hipoteca.

Lo que descubre el fondo enfangado de este clamoroso desbarajuste son las tenebrosas razones aducidas por otra serie de jueces para poner en cuarentena la sentencia que trataba de mejorar justamente a los consumidores de productos bancarios. Se alega por los «duros» la descapitalización de la banca, sobre todo si la sentencia en favor de los hipotecados tiene efectos retroactivos, lo que obligaría a los bancos a retornar unos dieciocho mil millones de euros a los ciudadanos explotados.

Lo que produce más indignación en la calle es que la argumentación de muchos magistrados del Supremo, partidarios de recomponer la situación en favor de la banca, no tenga contenido moral, sino razonamientos del más duro capitalismo. Sorprende a los ciudadanos del común que se eche mano de una posible ruina de los banqueros –lo que es ridículo, además, por engañoso– cuando esa banca aún no ha devuelto gran parte del rescate decidido por el Sr. Rajoy para restaurar la normalidad bancaria, cuya cuantía llegó a los sesenta mil millones de euros a cuenta del presupuesto público. Por lo visto, el negocio bancario español no ha incorporado la primera regla del capitalismo, que consiste en la libertad del ejercicio comercial con el riesgo correspondiente.

Todavía más, esos bancos que claman ante la posible devolución a los españoles de un dinero que lucraron a cuenta de una ciudadanía necesitada de vivienda en muchos casos, han exportado repetidamente los fondos logrados con frecuente rudeza en una España empobrecida hacia aventuras financieras exteriores que, entre otros «beneficios», les permitieron evadir impuestos en cantidades muy difíciles de evaluar.

Creo que es hora, por parte de la llamada izquierda, de diseñar una sociedad donde la banca y los bienes naturales –aguas, subsuelo, minerales, viento y otras energías que genera espontáneamente la naturaleza, como ese sol escandalosamente privatizado– sean administrados por empresas públicas debidamente controladas por mecánicas transparentes y sujetas preferentemente al servicio del entorno. La corrupción ya no sería tan fácil y los beneficios podían ser aplicados con un verdadero espíritu social… ¿Utopía? ¿Acaso la utopía no ha sido siempre una dimensión constitutiva del espíritu humano, que siempre ha avanzado por su huella? Alguien a quien debo el entendimiento de la trascendencia como dato del origen superior de la personalidad, que me obliga al servicio de los demás, me ha hecho la caridad de explicarme, en calma y viendo unos árboles en que viven los pájaros de mi amistad, que el universo es la utopía de Dios. Pero esta reflexión la dejo aquí a fin de que no entre como un torrente en alguna comisión de nuestro Parlamento razonablemente laico, que emplea todas sus capacidades en aclarar estos problemas de excursionismo por las cumbres ya que el empleo, la vivienda, las pensiones, la sanidad o la cultura son problemas resueltos.

Evidentemente lo justo es un concepto muy delicuescente al que los gobernantes suelen recurrir por su posibilidad multiuso, en estas épocas estériles del gran café parlamentario, para obviar una responsabilidad escandalosa ante una situación de extrema penuria material, amén de la falsificación histórica correspondiente. Descubrir que hay un Cristo en un cruce de caminos provoca extrañas teologías laicas que evitan la pregunta sustancial sobre la maltratada permanencia de esos caminos. Descubrir una hoz y un martillo que señala un lugar heroico de la resistencia republicana en la guerra del 36 es momento de recordar que España peligra ante ETA, lo que ayuda a mantener en prisión a cuantos manejan una voluntad de soberanía para su nación. Ante tal trance cualquier gobernante habla de esas situaciones que declaran sustancialmente injustas y, en ciertos asuntos, incluso terroristas. Caballeros como el actual dirigente del Partido Popular, que actúa siempre con la escolta vocinglera del presidente de “Ciudadanos” en procura de un fascismo alentado con descaro desde un Sistema que vive de la violencia policial, la mordaza sobre el pensamiento y la resurrección de la cárcel como argumento defensor de la paz.

¿Hablamos de lo justo y de lo injusto? ¿Hablamos de la independencia del poder judicial? ¿Puedo seguir hablando de todo ello como ciudadano sin verme privado de mi mismo?