Asier Muñoz
Responsable del Área Sanitaria de Ezker Anitza-IU
GAURKOA

No solo son los implantes médicos

El autor denuncia en este artículo que existen graves disfunciones en los sistemas de evaluación de productos sanitarios y fármacos, tanto en la Unión Europea como en las comunidades autónomas. La deficiente regulación, los estudios financiados directamente por la industria y la atracción de lo novedoso son algunas de las causas.

El caso destapado por la periodista Jet Schouten, quien logró obtener el certificado para comercializar una malla para vender mandarinas como implante médico vaginal, ha desatado un torrente de informaciones que están causando una alarma social que apunta a un lugar equivocado. Para entender cómo es posible que implantes con alto riesgo de toxicidad puedan ser colocados en nuestro sistema sanitario, debemos entender las consecuencias de estar inmersos en la Unión Europea (UE) y lo que supone el sistema-mercado del entramado médico-farmacéutico-sanitario.

Formar parte de la UE significa una cesión de soberanía sin precedentes en la historia. Esto significa que muchos organismos reguladores y leyes que servían para proteger a las personas pasan a ser de competencia comunitaria y no de competencia propia en exclusiva. Esto es, que si hay un país con leyes más flexibles, al existir libre paso de mercancías (tratado Schengen), las empresas utilizan esas leyes flexibles para meter sus productos en países con leyes más estrictas.

La única forma, por tanto, de evitar «este coladero» es tener leyes comunes. Sin embargo, esto tampoco es una garantía ya que los tratados comunitarios de comercio, como son el TTIP, TISA o CETA, son negociados directamente por las grandes multinacionales y sus lobbystas, quienes imponen una desregulación de controles sanitarios además de mayor permisividad con ciertos productos prohibidos en toda la UE. Estos tratados supranacionales obligarían a todos los países miembros a «acomodar» sus leyes y regulaciones.

Por otro lado, el mayor problema que tenemos es el funcionamiento habitual del sistema-mercado (capitalismo) que incluye a la industria farmacéutica, sistemas sanitarios y colectivo médico. Este matrimonio a tres no es más que la avanzadilla del neoliberalismo y sus necesidades de enriquecimiento a costa de la salud de las personas.

Por un lado, los sistemas sanitarios (los Estados) hacen caso omiso a los pocos sistemas de evaluación y control que tienen sobre productos sanitarios y fármacos. Salvo honrosas excepciones como el instituto británico NICE, cuyos informes son vinculantes, en nuestro entorno las agencias de evaluación emiten informes que son desoídos por políticos y gestores sin que deban rendir cuentas por ello. Un caso flagrante es el informe redactado en 2003 por Osteba (agencia vasca de evaluación de tecnologías sanitarias) donde no recomendaba la compra del robot de cirugía Da Vinci (aproximadamente 2 millones de euros más el coste del mantenimiento). Sin embargo, el Ejecutivo del PNV al año siguiente compró cuatro de estos robots. Del mismo modo, a pesar de que el Instituto ERCI realizase un informe, tras más de 4.000 estudios en cirugía robótica, dónde afirmaba que no existe evidencia de que estas cirugías sean más beneficiosas que las convencionales, ya son 46 los robots adquiridos en España. A estos, hay que sumar el reciente anuncio de la compra de 6 robots más por la Comunidad de Madrid.

Esto, que se ve claramente en el caso de la cirugía robótica, es extensible a toda la práctica médica y, además, con el agravante de que al propio personal médico le resulta muy difícil distinguir cuando una tecnología es potencialmente peligrosa y cuando no. Tal y como afirman varios estudios, la principal fuente de información de los médicos es la propia industria farmacéutica, quien elabora la inmensa mayoría de congresos, simposios y conferencias al tiempo que envía semanalmente a sus comerciales (visitadores médicos) para explicar el funcionamiento de sus productos mientras el sistema sanitario público mira para otro lado y, por supuesto, evita dar formación independiente a los profesionales médicos.

Y si a pesar de esto, el profesional de la medicina realiza una búsqueda de información, lo más probable es que encuentre cientos de artículos científicos de dudosa calidad metodológica financiados directa o indirectamente por la industria. Por otra parte, tampoco puede fiarse de organismos con renombre como la FDA. Una encuesta entre el personal científico de esta organización reveló que el 70% considera que los productos aprobados por este organismo no son seguros y el 61% eran conscientes de injerencias políticas en su toma de decisiones. Tal es el grado de corrupción, que varios científicos de la organización remitieron a Obama una carta en 2009 alertando de esta situación. De hecho, a día de hoy sabemos que el 51% de los medicamentos que se comercializan sufren modificaciones en los prospectos debido a problemas de seguridad graves tras su comercialización. Problemas, por supuesto, no detectados por los organismos que aprobaron su uso.

Así, la dinámica consumista que está inserta en la sanidad (y en todo lo relacionado con la salud) hace que tanto pacientes, políticos y médicos se decanten continuamente por lo más novedoso en lugar de por técnicas, dispositivos y medicaciones de los que ya tenemos un conocimiento profundo en su uso y eficacia. Por si fuera poco, toda tecnología novedosa es siempre mucho más cara y peligrosa que aquella de la que tenemos amplia información cuya patente, habitualmente, ha prescrito. No hay más que recordar las innumerables noticias que nos llegan de políticos oportunistas anunciando compras ultratecnológicas y dispositivos que parecen sacados de una película de ciencia ficción pero que tras años de estudio no resulta ser tan efectivos como se anunciaba.

Con todo, las noticias que nos llegan son preocupantes pero, por desgracia, son una realidad en la sanidad. Sin tratar de ahondar en alarmismo, no basta con cargar las tintas contra un país o contra una empresa: es un problema sistémico. Tanto la UE con sus regulaciones como la deriva de los sistemas sanitarios y estatales actuales son un problema para la seguridad en materia de salud. Frenar esta deriva está en manos de quienes usamos la sanidad todos los días: se trata de frenar el neoliberalismo. Las dinámicas del neoliberalismo están ya insertas en la propia sanidad y debemos decidir por nosotros mismos si queremos pisar el acelerador depredativo del lucro empresarial o velar por nuestra salud y nuestras vidas.

No nos pueden robar nuestra sanidad pública, si los políticos gobiernan a favor de los intereses de la industria, están privatizando (robando) nuestra sanidad.