Pablo L. OROSA
‏Johannesburg
ELECCIONES GENERALES EN SUDÁFRICA (I)

SUDÁFRICA PONE 25 AñOS DE DEMOCRACIA FRENTE AL ESPEJO

Aunque sigue siendo el partido hegemónico, los continuos escándalos de corrupción han erosionado el discurso del Congreso Nacional Africano (ANC) y abierto la puerta a una oposición en la que se cuelan las primeras voces que cuestionan el legado de Nelson Mandela.

Como no hay espacio para otra idea que la de que todos los habitantes de Sudáfrica forman parte del país soñado por Mandela, sus líderes políticos no malgastan un solo segundo en alegatos étnicos o de clase. Tampoco hace falta. Todo el mundo sabe a quien tiene que votar. A quien le conviene votar. «La gente tiene claro cómo se consiguen las cosas: si quieres un contrato o una adjudicación para tu empresa se sabe a dónde hay que llamar», explica Khulani, quien regenta una pequeña compañía familiar de instalaciones eléctricas que no consigue demasiados encargos públicos. Los fines de semana hace horas extra como conductor de Uber.

Hasta el momento, la fórmula ha ofrecido un resultado razonablemente aceptable. Durante la década del 2000, con el Mundial de Fútbol como punto culminante, el país mantuvo un crecimiento sostenido del PIB en torno al 4% anual que se tradujo en una expansión fulgurante de la clase media afrodescendiente: a medida que la minoría blanca se mudaba a las nuevas urbanizaciones levantadas junto a la playa o la montaña, la población negra recogía su espacio en la ciudad. Y su sitio en las barriadas era ocupado por migrantes llegados de Zimbabwe, Mozambique o Namibia. Un movimiento en cadena con el que todos el mundo estaba satisfecho.

Cuando la crisis económica mundial de 2008 se dejó sentir en Sudáfrica, el país reveló la fragilidad de su éxito: la desigualdad había mudado de rostro, pero seguía estando allí. Las inversiones mastodónticas en servicios públicos e infraestructuras no solo no habían aliviado los problemas estructurales del país, sino que habían alimentado a una élite corrupta enraizada alrededor del poder del ANC. La familia Gupta, tres hermanos de origen indio que llegaron a Sudáfrica un año antes del triunfo de Mandela para vender zapatos y acabaron convirtiéndose en la séptima familia –la única no blanca entre las diez primeras– más rica del país, ha puesto nombre a la corrupción, pero no son los únicos actores: la auditora neerlandesa KPMG y multinacionales como SAP, de capital alemán, han sido encausadas también por la Justicia sudafricana, mientras que HSBC y Standard Chartered han tenido que cerrar varias cuentas en el país tras ser acusadas de lavar dinero de la corrupción.

Desde su propia gestación democrática, la realidad sudafricana ha estado amenazada por las sospechas de sobornos y cohecho. Los primeros líderes del ANC, luchadores contra el apartheid que llegaron al poder sin ahorros, fueron agasajados con casas, vehículos y dinero. Figuras políticas todavía hoy relevantes, como el actual presidente Cyril Ramaphosa, amasaron su fortuna en aquellos días: el gran empresariado blanco les abrió las puertas de los consejos de administración y del accionariado de sus compañías. Un movimiento orquestado por el magnate minero Harry Oppenheimer, quien convenció a Mandela de renunciar a las nacionalizaciones y seguir las recomendaciones de un consejo de asesores empresariales conocido como el Brenthurst Group.

Este reparto, la política en manos de la ANC y la economía y la tierra para los grandes empresarios blancos, obtuvo buenos resultados macroeconómicos durante el mandato de Thabo Mbeki, pero desató una lucha interna dentro del partido: para acceder a las mordidas por adjudicaciones y contratos públicos había que estar en los círculos de poder. La facción liderada Jacob Zuma tomó el control del partido en 2007 y del país en 2009 poniendo en marcha su propia red clientelar. «Cuando los historiadores pongan fecha al final del ANC seguramente marcarán la conferencia Polokwane de 2007 como el inicio: fue entonces cuando se abrió una gran brecha en el partido que permitió a Zuma tomar el control de los recursos del Estado para beneficiar a personas afines a él más que al interés nacional», asegura el investigador del Wilson Center y exresponsable de la Brenthurst Foundation, Terence McNamee.

Las elecciones municipales de 2016, en las que el ANC perdió el control de tres municipios históricos como Johannesburgo, Tshwane (donde se encuentra Pretoria) o Nelson Mandela Bay (junto a Port Elizabeth), precipitaron la caída de Zuma, que aún tardó en materializarse dos años. Para entonces, Sudáfrica había entrado en recesión, el desempleo juvenil superaba el 50% en los barrios más desfavorecidos y el apoyo popular de la ANC caía en picado.

De la «Ramaphoria» a «Ramageddon»

La llegada al poder de Ramaphosa ha sido un soplo de aire fresco en una habitación con las ventanas cerradas. El ANC ha recuperado ascendencia entre los suyos tras la dimisión de varios altos cargos encausados por delitos de corrupción y la puesta en marcha de comisiones de investigación para aclarar escándalos en la gestión pública: según los sondeos la victoria electoral está asegurada. «Sería un milagro que el ANC perdiese las elecciones, puesto que sigue siendo un partido hegemónico y tiene a su disposición recursos para movilizar al electorado», apunta el analista político Ralph Mathekga.

Pero aunque mantenga el voto, ha perdido el control. «Hubo un tiempo en el que criticar al ANC era visto como un crimen moral porque el partido era visto como ‘el sueño de Mandela’. Era inimaginable que los medios criticaran al ANC y hoy, día tras día, ofrecen información sobre los escándalos de corrupción. Nos ha llevado tiempo», continúa Mathekga, «pero creo que la democracia sudafricana es ahora más fuerte: la gente ha entendido el papel de las instituciones, del sistema judicial y de los medios de comunicación. Hoy vemos que hay seis o siete escisiones dentro del ANC y como han surgido partidos alternativos que la gente apoya porque entiende que son constructivos para el país».

El poder judicial y la sociedad civil son actualmente los verdaderos depositarios del legado del Mandela. El primero, blindado por la arquitectura democrática diseñada por el emblemático líder sudafricano, se ha revelado como un bastión independiente capaz de resistir presiones políticas y la segunda parece al fin lo suficientemente madura para exigir algo más que las migajas de un sistema rentista. «El sueño de Mandela no está muerto porque ha calado en toda la sociedad. No es algo exclusivo del ANC, sino que forma parte de cada uno de los sudafricanos», concluye el analista y profesor de la University of the Western Cape.

Así se explica que la «Ramaphoria» de las primeras semanas haya dejado paso a un halo de críticas a ambos lados del espectro político. El «Ramageddon» que titula la prensa local. En un escenario de crecimiento mínimo, apenas un 1,3% en 2019, las decisiones económicas de Ramaphosa son examinadas con lupa: la liberalización de sectores estratégicos, incluido el eléctrico, envuelto en un sinfín de casos de corrupción y con cortes constantes en el suministro, es bienvenido por liberales y organismos internacionales, para quienes, en palabras de McNamee, «la dirección es la correcta, pero el ritmo reformista demasiado lento». Por el contrario, el ala socialdemócrata del partido recela de una estrategia que los aleja de sus votantes tradicionales, especialmente de los más jóvenes, que encuentran acomodo en el discurso radical del Economic Freedom Fighters (EFF), creado tras la expulsión del líder juvenil del ANC Julius Malema en 2013 y que fue la gran sorpresa de los comicios de 2014, al conseguir 25 asientos en el Parlamento.

Su liderazgo judicial y mediático contra la corrupción, ejerciendo acciones legales y poniendo en marcha campañas como Pay back the money (Devolved el dinero), han permitido al EFF marcar la agenda política de la última legislatura y forzado al ANC a posicionarse. De cara a estos comicios, su gran órdago es la reforma de la ley de acceso a la tierra, un tema que ni el propio Mandela se atrevió a tratar: aunque apenas suponen el 10% de la población, la minoría blanca posee todavía el 72% de la tierra en Sudáfrica. «No haber abordado este problema es un fracaso de las sucesivas administraciones del ANC que tenía el poder para poner en marcha una reforma agraria, pero prefirieron mirar para otro lado», reconoce McNamee.

La presión del EFF ha obligado esta vez a mover ficha a Ramaphosa, quien ha incluido la expropiación de tierras sin compensación como una de las medidas de su programa electoral, lo que ha contentado a su electorado pero ha encendido las alarmas entre el empresariado, encargado de azuzar el discurso del «Ramageddon».

Entre esas dos aguas se mueve el presidente Ramaphosa, capaz de calificar de «años perdidos» el mandato de Zuma durante su intervención en el foro económico mundial en Davos y de ensalzar los avances logrados en ese mismo periodo en su discurso de vuelta a Sudáfrica, a la espera de que estas elecciones aclaren de una vez lo que el país quiere ser tras 25 años de democracia.