Pablo L.OROSA
Ciudad del Cabo
elecciones generales en sudáfrica (Y III)

«Descolonización», concepto vacío en la batalla cultural

Al tiempo que el movimiento estudiantil “Rhodes must fall” trata de borrar el legado colonial de la universidad, políticos y empresarios han convertido la «descolonización» en una marca de gran impacto, pero sin capacidad real para reducir la brecha social y frenar la xenofobia.

El 9 de marzo de 2015, con el día recién estrenado, Chumani Maxwele tomó una furgoneta a su infancia, a la barriada de Khayelitsha, junto al mar oscuro de la bahía falsa de Ciudad del Cabo. Recogió de la acera una de las bolsas de plástico donde, casi tres décadas después del fin del apartheid, los vecinos del barrio siguen haciendo sus necesidades. De vuelta al campus de la Universidad de Ciudad del Cabo (UCT), en la que estudiaba ciencias políticas desde 2011 gracias a una beca, Maxwele se dirigió a la escalinata presidida por la estatua de bronce erigida en honor del conquistador británico Cecil Rhodes. Ante la mirada de un puñado de curiosos, el joven estudiante arrojó las heces contra ella mientras se preguntaba en voz alta: «¿Dónde están nuestros héroes y antepasados?».

Cinco semanas después, con una multitud de estudiantes entonando el icónico canto antiapartheid Senzeni Na? (¿Nosotros qué hemos hecho?), la estatua era retirada. El #Rhodesmustfall se había extendido por todo el país, convirtiéndose en un movimiento estudiantil que iba más allá de la supresión de los símbolos del régimen segregacionista: la «descolonización» académica requería un cambio en el profesorado, las materias y los propios contenidos. Los catedráticos eran mayoritariamente blancos, desconocían las lenguas locales reconocidas como oficiales por la Constitución y episodios como el Gran Trek, con el que los colonos afrikaner ocuparon los vastos territorios del interior de Sudáfrica, eran simplemente ignorados en el curriculum universitario.

La revuelta juvenil resultó, al menos en apariencia, victoriosa. Universidades de trayectoria afrikaner como la de Pretoria o la de Stellenbosch optaron por dar prioridad al inglés como idioma académico, al tiempo que se renovaban por todo el país los cuadros de personal docente y los propios temarios. «Algunos profesores blancos reconocieron que lo que estaban enseñando hasta entonces no se ajustaba a lo que debían enseñar. Nosotros conseguimos forzarlos a cambiarlo, pero siempre de forma pacífica. Lo importante –continúa Chumani Maxwele– es saber lo que se está aprendiendo y por qué se está aprendiendo. De esa conciencia es de lo que nace esta protesta».

Sentado en la terraza de una cafetería frecuentada por universitarios que no dejan de saludarlo y a los que responde en la lengua materna correspondiente, Maxwele está contento con lo logrado, mas no satisfecho: «Sudáfrica va en la dirección correcta, pero quizás no a la velocidad precisa. Hay que acelerar el cambio, forzar al Gobierno a hacerlo, pero asegurándonos de no dejar a nadie detrás, porque hasta ahora sí ha habido avances, pero buena parte de la sociedad continúa olvidada».

El 10% de la población, según datos del Banco Mundial, concentra el 71% de la riqueza del país, lo que se traduce en el que porcentaje de personas viviendo por debajo del umbral de la pobreza alcance el 18,8%, dos puntos más que en 2011. Lejos, eso sí, del 33,8% de 1996, pocos meses después de la llegada del Congreso Nacional Africano (ANC) de Mandela al poder.

Este fracaso a la hora de atajar la desigualdad social es, paradójicamente, el principal sostén electoral del ANC: la prevalencia de la «identidad negra» sobre la identidad de clase es lo que evita que los bautizados peyorativamente como diamantes negros, los hijos universitarios asiduos de Instagram de la clase media amamantada por el ANC, apoyen a una oposición heredera del régimen segregacionista, pero con la que comparten postulados económicos neoliberales. En este punto es donde la «descolonización» se convierten en la gran batalla por la hegemonía cultural en Sudáfrica.

Significante manipulado

El hecho de que estudiantes y mineros, sustento de clase del ANC, se pusiesen al frente de las protestas contra el Gobierno de Jacob Zuma obligó al partido a defenestrar a su propio líder el pasado año. De lo que contrario, habrían puesto en riesgo su propio liderazgo. «Es cierto que bajo el mandato de la ANC se han conseguido muchos avances, pero al mismo tiempo la gente se ha sentido decepcionada porque no se ha hecho todo lo que se podía hacer», resume el comentarista político y profesor de la University of the Western Cape, Ralph Mathekga.

El cambio político de estos 25 años no ha ido acompañado de una transformación de la superestructura social, lo que en la práctica supone que la educación superior siga siendo la principal commodity del ascensor social para la mayoría afrodescendiente: en Khayelitsha las familias apuestan todo a que sus hijos vayan a la universidad para después conseguir un trabajo de analista financiero en una de las torres de cristal que dominan las vistas de Ciudad del Cabo o Johannesburgo.

Con lo que no contaban era con que la crisis económica de 2008 frenase la expansión macroeconómica del país. De pronto, el país tuvo que subir las tasas universitarias entre un 10 y 20% y el paro se quedó colgado del 30%. En caso del desempleo juvenil, el 54,7%. El #Rhodesmustfall se transformó en un #FeesMustFall (las tasas deben bajar) y poco después en el actual #AccomodationIsLand (el alojamiento es la tierra): las residencias universitarias están desbordadas y los centros de formación profesional ofrecen alojamiento a menos del 2% de sus alumnos. «Muchos estudiantes no se pueden permitir pagar un piso en la ciudad y se ven obligados a dejar de estudiar, lo que perpetúa el ciclo de la pobreza», subraya Maxwele, quien sigue siendo uno de los líderes estudiantiles.

A medida que el movimiento ha ampliando su sujeto, sus reclamaciones se han hecho más heterogéneas. Y con ello han llegado las escisiones: colectivos feministas y LGTBI, como Transgenderforum, se han desmarcado al no sentirse representados en una lucha que es en realidad un significante vacío. Es todo y no es nada. El grito emancipador de la identidad negra y a la vez su nuevo yugo. «La ‘descolonización’ corre el riesgo de convertirse en otro de esos términos radicales muy chic que en realidad solo se presta a la ofuscación. Todo el mundo en Sudáfrica habla de la ‘descolonización’, pero la mayoría admite que no tiene ni idea de lo que realmente significa (…) Se trata de un concepto en el que caben muchas cosas. Casi todo. Y eso es un gran riesgo», advierte el profesor de sicología de la UCT e investigador del programa Hutchins de Harvard Wahbie Long.

Todos los actores del ecosistema político-económico sudafricano juegan su baza a la «descolonización»: el Economic Freedom Fighters (EFF) la agita desde las barriadas para asentarse como portavoz de esa juventud insurgente y tapar al tiempo los primeros escándalos de corrupción vinculados al tráfico ilegal de tabaco que han afectado a algunos de sus líderes, mientras que el ANC propone un contrato social renovado: más becas y más oportunidades de formar parte de esa clase media negra que soñaron para ellos sus padres. El liberal Democratic Alliance (DA) propugna un país que ya ha superado las tensiones raciales, ni de minorías blancas ni de mayorías negras: una nación arcoíris al servicio del mercado. Como telón de fondo, las multinacionales occidentales siempre dispuestas a la apropiación cultural en África: la última, convertir la expresión suajili Hakuna Matata en una marca registrada para una banda sonora interpretada por Beyoncé.

«Mi preocupación –continúa el profesor Long– es que, debido a su indeterminación, el potencial transformador del discurso descolonizador está siempre en riesgo de ser coaptado por las formaciones políticas hegemónicas en un movimiento análogo a lo que Marcuse llamó ‘tolerancia represiva’. Hemos sido testigos de ello con el denominado ‘African Renaissance’, un concepto que pretendía aglutinar una idea de renacimiento en el continente, pero que se convirtió en el pegamento ideológico necesario para racionalizar la exportación de la economía de libre mercado de Thabo Mbeki a toda África. Y lo vemos hoy en la vida universitaria con la implacable mercantilización de las becas».

Un desconcierto ideológico que trastoca la propia conciencia de la sociedad sudafricana, incapaz de saber en qué lado da la verja dibujada por el teórico marxista Olin Wright se encuentra. Así, colectivos como ‘Black First, Land First’ juran defender a la familia Gupta, condenada por millonarios escándalos de corrupción, de cualquier ataque que proceda de la minoría blanca. Así, estudiantes y trabajadores extranjeros, procedentes de Zimbabwe o Mozambique, son atacados y excluidos por otros estudiantes y trabajadores, estos sudafricanos, a los que poco les importa el barrio y las aspiraciones compartidas. «Crean una burbuja que hace subir los precios –justifica Maxwele– Como si la ‘descolonización’ fuese un concepto vacío capaz de justificar una cosa y la contraria. La lucha de clase o la lucha de unos pocos».