EDITORIALA
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Visto para sentencia el modelo del Estado español

Ayer terminó en el Tribunal Supremo el juicio al procés con el turno de última palabra que utilizaron todos los acusados. En él volvieron a reiterar que han sido juzgados por sus ideas políticas, apelaron una vez más al diálogo como método para resolver un conflicto político que nunca se debía haber judicializado, y expresaron su convicción de que tarde o temprano las urnas se pondrán en Catalunya para que la ciudadanía pueda decidir su futuro. A partir de ahora se abre un paréntesis hasta que se conozca la sentencia que, por otra parte, nada bueno augura, vista la voluntad ejemplarizante que reflejan las elevadas peticiones de penas.

Se ha querido presentar el proceso judicial como modélico, obviando todo aquello que estropeara un relato idílico sobre procedimientos y garantías formales. Sin embargo, el hecho de que se haya procesado y encarcelado a dirigentes políticos por haber organizado un referéndum, evidencia hasta qué punto el Estado español es incapaz de resolver los problemas de carácter político a través del diálogo y la negociación. El sistema político español carece de vías para dar cauce a demandas que cuestionan aspectos de su arquitectura. Su único recurso para hacer frente a esas reivindicaciones es la conculcación de derechos fundamentales y la criminalización de la disidencia, lo que muestra una debilidad de carácter congénito y una pobre cultura democrática. En un conflicto similar, la Corte Suprema de Canadá validó el derecho a la autodeterminación de Quebec, aunque no estuviera recogido ni en la constitución ni en ninguna otra ley, al entender que de esa manera se ofrecía una vía política al conflicto planteado que preservaba un bien superior: la democracia.

Como en todos los juicios políticos, se juzga al disidente pero también –muy a su pesar– resulta juzgado el enjuiciador. Y ayer quedó visto para sentencia el escasamente democrático modelo político del Estado español.