Iker BIZKARGUENAGA
BILBO

El TS fija la posición del Estado y trata de cubrirse ante Europa

«La Sala es consciente de que la causa penal que ahora enjuiciamos encierra elementos que la singularizan y atribuyen una dimensión histórica». Esta frase resume la carga política de la sentencia que ayer hizo pública el Tribunal Supremo, que además de castigar con cien años de cárcel la organización de un referéndum en Catalunya fija la posición de los poderes del Estado respecto el tema sobre el que pivota la principal enmienda al régimen instaurado tras el franquismo: el derecho a decidir.

Porque de eso es lo que trata el procés catalán y sobre eso resuelve por unanimidad el Alto Tribunal español, que condena por «sediciosos» a los líderes del independentismo y zanja que «la legitimación para promover una reforma de alcance constitucional sigue estando residenciada, y lo seguirá siempre, mientras España sea un Estado de derecho, en el pueblo español del que emanan todos los poderes». Esa es la respuesta a la invocación por parte del soberanismo a la voluntad de la sociedad catalana. «No existe un ‘derecho a decidir’ ejercitable fuera de los límites jurídicos», insiste una sentencia relativamente corta para lo que se estila en esa casa, algo menos de quinientas páginas, y que aparece salpicada de elementos opinativos, como cuando califica de «antidemocrático» el camino emprendido por el independentismo porque, dice, «antidemocrático es destrozar las bases de un modelo constitucional para construir una república identitaria en la que el pluralismo ideológico y político no están garantizados».

Referencias internacionales

Afirmaciones de este calibre son abundantes en un documento que, por otra parte, apenas dedica 36 páginas a desgranar los «hechos probados», casi nada en comparación con las doscientas destinadas a tratar de argumentar que en este proceso judicial no se han vulnerado los derechos fundamentales de las personas acusadas. El tribunal se sabe observado por la comunidad internacional y conoce que este camino acabará en Estrasburgo, por eso incluye un gran número de referencias a fallos de otros estamentos judiciales europeos, y en especial del TEDH. Tampoco es casualidad que la oficina de prensa del Supremo enviara a los medios una reseña escrita en inglés.

Ocurre igual cuando trata de refutar el carácter democrático del derecho a decidir, señalando que «no existe anclaje jurídico para el ‘derecho a decidir’, entendido éste como un derecho con respaldo internacional», y busca marcar distancias frente a ejemplos tan conocidos como los de Quebec y Escocia. Así, sostiene que «ninguna similitud puede proclamarse entre el origen histórico de la reclamación de Quebec y el acto unilateral de secesión atribuido a los procesados», mientras añade que el referéndum de independencia celebrado en 2014 en Escocia es «el resultado de un proceso de negociación formalmente iniciado dos años antes entre las autoridades escocesas y el Gobierno británico, para el que no existía ningún obstáculo constitucional». «Las diferencias históricas y constitucionales entre Escocia y Catalunya no necesitan ser subrayadas», concluye.

«Una mera ensoñación»

Encaramado a ese andamiaje ideológico, y tras insistir en que «el ‘derecho a decidir’ solo puede construirse a partir de un permanente desafío político que, valiéndose de vías de hecho, ataca una y otra vez la esencia del pacto constitucional», los magistrados pasan a calibrar el tipo de delito que atribuyen a los líderes políticos catalanes. Y consideran que los hechos que se les imputan «son legalmente constitutivos de un delito de sedición», aunque no de rebelión, como reclamaba la Fiscalía.

Los jueces creen, frente al Ministerio Público, que no puede tipificarse como tal, no porque no haya existido violencia –al contrario, afirman que «la existencia de hechos violentos ha quedado suficientemente acreditada»–, sino porque, a su juicio, «pese al despliegue retórico de quienes fueron acusados» la «inviabilidad de los actos concebidos para hacer realidad la prometida independencia era manifiesta». «Ese riesgo –insiste el TS– ha de ser real y no una mera ensoñación del autor o un artificio engañoso creado para movilizar a unos ciudadanos que creyeron estar asistiendo a un acto histórico de fundación de la república catalana», un objetivo que, al parecer de los magistrados, no era el que buscaban los encausados, que según su versión solo buscarían hacer «presión política» al Estado.

Por tanto, no les atribuyen «delitos contra la Constitución» sino «contra el orden público», apostillando que «ante ese levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica no es posible eludir la tipicidad de sedición».

Para el tribunal, lo ocurrido el 20 de setiembre como el 1 de octubre de 2017 estuvo «lejos de ser una pacífica y legítima manifestación de protesta», y concreta que en el primer caso, cuando miles de personas se echaron a la calle en protesta por una operación policial contra el referéndum, «la hostilidad desplegada hizo inviable (…) que los funcionarios dieran cumplimiento con normalidad a las órdenes del Juzgado de Barcelona, ocasionando miedo real».

Respecto a la jornada del referéndum, va un paso más allá y asegura que «los comportamientos del 1 de octubre implicaron el uso de fuerza suficiente para neutralizar a los agentes de policía que legítimamente trataban de impedir la votación». Esta afirmación choca con las imágenes que todo el mundo pudo ver aquel día, en las que la única violencia fue la empleada por los uniformados, pero eso no es impedimento para los magistrados, que en una visión particular en extremo sobre qué es un acto violento hacen una alusión a «la fuerza representada por masas compactadas ejerciendo resistencia pasiva». Normal, por tanto, que consideren «suficientemente acreditada la existencia de hechos violentos».

El tribunal se revuelve

En una sentencia difícil de digerir, el tribunal hace auténtico encaje de bolillos en el caso de Carme Forcadell, condenada a 11 años y medio por unos hechos por los que otros cuatro miembros de la mayoría soberanista de la Mesa del Parlament, de la que ella era presidenta, están procesados en el TSJC por un delito de desobediencia que no implica la entrada en prisión.

Para ello, los jueces arguyen que «respaldó abierta y públicamente, con flagrante vulneración del deber de neutralidad propio de su cargo, la acción de gobierno» y que «proyectó su actividad pública más allá del ámbito parlamentario», lo que viene a ser la práctica habitual de cualquier presidente y presidenta de un Parlamento.

Esa curiosa ponderación de la actividad de Forcadell puede interpretarse como un síntoma de la arbitrariedad que desde las defensas se ha reprochado al tribunal, varios de cuyos integrantes han sido recusados, sin éxito, durante el proceso. Una actitud que los magistrados no parecen haber encajado bien, pues llegan a quejarse de la «estrategia de demonización» de la Sala, que «ha sido presentada una y otra vez, no como un órgano jurisdiccional, sino como un grupo de siete disciplinados funcionarios dispuestos a ejercer la venganza del Estado».

También se refieren a las declaraciones realizadas por cargos políticos e institucionales, dando por sentada una sentencia condenatoria –se cita expresamente a Irene Lozano, secretaria de Estado de España Global–, y señalan que «esa anticipada e inaceptable afirmación de culpabilidad (…) no ha tenido, no puede tener, ningún reflejo en el proceso de valoración probatoria que ha llevado a cabo esta Sala». Quizá no, pero acertaron.

Sentencia

«La construcción de una república independiente exige la alteración forzada del sujeto de la soberanía, es decir, la anticipada mutilación del sujeto originario del poder constituyente»

«Pertenece a la esencia de la desobediencia civil la actitud de asumir las consecuencias legales de los actos de protesta o discrepancia. El Sr. Cuixart era consciente de la asunción de esas consecuencias»

«Ante la actitud tácticamente predispuesta de quienes se apostaron en los centros, los agentes se vieron obligados al uso de la fuerza legalmente prevista»