Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

El runrún del Big Bang

Hace ahora poco más de medio siglo, unos científicos descubrieron sorprendidos que una especie de eco les llegaba desde cualquier parte del universo. De día, de noche, apuntaran sus aparatos donde apuntaran. La Vía Láctea, nuestra Esne Bidea, había sido el origen de su investigación que resultó superada. No supieron interpretar el sonido continuado, el runrún permanente, lo que dio origen a multitud de teorías.

Hasta que la comunidad científica fue asentando y compartiendo sus conclusiones que se convirtieron en convicciones. El eco permanente era el vestigio de la formación del universo, de la explosión inicial, el Big Bang, que tuvo lugar hace nada menos que 13.800 millones de años. La detonación debió de ser de una magnitud colosal para que, aún hoy, podamos percibirla.

Mientras astrofísicos, astrónomos, y algún que otro filósofo despistado andaban dictando sus hipótesis, en la zona occidental del sur de Eurasia, en una población con un nombre tan fácil de memorizar como Burgos, un grupo de militares españoles disfrazados de jueces sentenciaban sobre la actuación de una cuadrilla de jóvenes vascos (tres mujeres y trece hombres) que, según Fiscalía, «intentaban alterar, incluso por la fuerza y la revolución social, las estructuras sociológico políticas establecidas, implantando una nueva concepción de la vida».

Aquel llamado Proceso de Burgos, del que asimismo ha pasado casi medio siglo, sentenció a cerca de 600 años de cárcel a los imputados y condenó a seis de ellos a nueve penas de muerte. Tres debían ser ejecutados por partida doble. La respuesta popular e internacional y el secuestro paralelo al juicio de un cónsul alemán en Donostia, hecho que forzó a negociar a Willy Brant, canciller alemán, con Franco dictador español, la clemencia con los condenados, aligeró las penas. Franco indultó a los condenados a muerte.

Aquella campaña supuestamente «antiespañola» tuvo diversas ramificaciones, entre ellas que la élite política española pidiera el boicot a los productos franceses, trasladando su apuesta a la masa ciudadana. Sin embargo, la principal cuestión que España manifestó hacia su interior y exportó hacia Europa era que el trato recibido no era de recibo. ¿Por qué? Porque España era un «estado de derecho». Y en ello Franco tenía razón, España era un estado de derecho, con sus leyes, magistrados, policías, etc. ¿Democracia? También, aunque con el calificativo de «orgánica».

Así que toda la defensa de la diplomacia española en Europa y todos los discursos del régimen a lo largo de España, en los actos de desagravio convocados entonces y que movilizaron a cientos de miles de personas, tuvieron como eje la cuestión citada del «estado de derecho». La ley estaba para cumplirla.

Desde hace unos años, en esta ocasión sin unidades astronómicas de por medio, hombres y mujeres de un territorio también en el suroeste de ese gigantesco continente que es Eurasia, han reivindicado su derecho a decidir. Ese territorio, lo habrán adivinado, se llama Catalunya. Por respuesta han recibido todo tipo de oprobios, entre ellos el boicot a los productos elaborados entre sus límites, y la marcha de algunas empresas, enamoradas de aquella máxima felipista (Felipe II), de «el imperio donde no se pone el sol».

La defensa argumental de Madrid, como en 1970, es que España es un estado de derecho. No se han atrevido a decir que sigue siendo un «estado de derecho ininterrumpido», pero sospecho que lo piensan. Es cierto, nuevamente. España se ha dotado de unas leyes determinadas, severas o no, pero leyes a fin de cuentas. Salirse de ese estado de derecho «obliga» al castigo, a la prisión. En esta ocasión, la pena de muerte está abolida, por lo que los acusados catalanes no tuvieron que esperar el indulto o la presión del canciller alemán para evitar ser decapitados. Los tiempos cambian.

¿Cómo es posible que dos periodos supuestamente antagónicos –dictadura, democracia– susciten los mismos argumentos represivos? Porque por encima de sistemas, regímenes, o modelos políticos, hay una máxima inmutable desde que el papa Alejandro VI y la Casa Trastamara se confabulasen para crear ese reino que llaman España. Y perdonen la pésima redacción, pero el título es el original recogido por la Constitución española: «La indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles».

Y así, para desgracia de tantos pueblos que vieron en España el título de una gran prisión. Una propiedad de una monarquía que ni siquiera tuvo su origen en territorio peninsular y que, con la ayuda de una secta religiosa, hizo del expolio un derecho natural.

Desde aquel fraude monumental que llamaron «Reyes Católicos», el runrún histórico del Big Bang tuvo otro sonido de acompañamiento, la nobleza de «ser español» que ha atiborrado a los receptores de ondas y que ha desconcertado a los investigadores de otras latitudes. El runrún español, de naturaleza incierta, de base golpista, de expansión universal, ha estado durante siglos en el ambiente que nos ha rodeado.

Una cacofonía sostenida, que nos helaba el cogote, que nos hacía temblar de terror en otros momentos. Que recorrió las cumbres andinas, los puertos caribeños, los corales oceánicos, las callejuelas de la Boca, los cerros orientales y los canales de Flandes. Pero que, por razones de lógica política, esos sonidos dejaron de transmitir su eco, su runrún, que primero se volvió intermitente y luego desapareció para siempre.

Aún subsiste, sin embargo, esa frase de la vigencia del «estado de derecho» acompañada de un murmullo permanente que se desliza por territorios peninsulares con la cadencia del eco trasero del Big Bang. Un martilleo que, como sucedió en los cerros orientales o en las canales de Flandes, ha comenzado a perder fuerza, a convertirse en intermitente. Nuestra esperanza, la mía al menos, es que desaparezca de una vez. Para quedarme únicamente con el eco del Big Bang. Con un runrún ya es suficiente.