Iñaki IRIONDO

OTRA MOTA DE ODIO INÚTIL

COMO SE INDICA EN LA INFORMACIÓN, LA DELEGACIÓN DE «EGIN» EN GASTEIZ, AL CONTRARIO QUE LA DE EZIAGO, HA PERMANECIDO DURANTE UNA VEINTENA DE AñOS «COMO UNA CAJA DEL TIEMPO: SELLADA Y TOTALMENTE CERRADA A LA ACTIVIDAD HUMANA Y ANIMAL». PERO NO DESDE EL 15 DE JULIO DE 1998, SINO DESDE LA ÚLTIMA VISITA DE LAS FSE.

En 1998 los teléfonos móviles eran bastante similares a los datáfonos que ahora vemos en comercios y bares. El tamaño no era mucho menor y también disponían de una ranura en su parte inferior, en la que se introducía la tarjeta prepago, que era como cualquier tarjeta bancaria.

En la delegación de “Egin” en Gasteiz teníamos dos móviles. Uno para el fotógrafo y otro para el resto de la redacción que, afortunadamente, estaba en mis manos aquella madrugada del 15 de julio en la que sonó para avisarnos de que la Policía estaba en el local de Olagibel 14. Habían retenido durante toda la noche a un fotógrafo que apenas llevaba unos días colaborando con el periódico, que volvía a la 1 de la madrugada del Festival de Jazz y que se negó a facilitar la entrada en las oficinas de las FSE hasta que no llegara alguien del juzgado. Aparecieron algo después de las 7 de la mañana, junto con el consejero Isidro Murga, esposado, con la cara desencajada y dos algodones en la nariz. Se marcharon a las 8.30, camino de Madrid.

Quienes allí trabajábamos no pudimos volver a entrar en la delegación. La puerta estaba precintada por la DGP. Un folio escrito a mano prohibía la entrada.

Primera entrada

Meses después, se nos convocó a los trabajadores para acceder uno a uno en la redacción y, rodeados por miembros de las FSE, recoger nuestros artículos personales, los que se quedaron dentro cuando la Policía española cerró definitivamente la puerta el 15 de julio.

Entonces sí que parecía como si allí dentro se hubiera congelado el tiempo. Todo estaba más o menos como cuando nos marchamos la noche del 14. Solo el polvo acumulado daba señales de los meses que habían pasado. Cada cual recogimos lo que pudimos y nos marchamos. Dentro se quedaron los agentes policiales.

La entrada del martes

Durante 21 años el local había permanecido cerrado y en los primeros meses hubo un policía sentado en una silla ante la puerta guardando no se sabe bien qué. Uno de ellos llegó a pegarse un tiro en un pie.

El martes pasado al mediodía el cerrajero cortó los dos candados que se habían añadido y forzó las dos cerraduras. Un agente de la Policía Municipal abrió la puerta y el camino, avisando de la entrada del grupo con un grito de «¡Policía!».

Y esta vez las cosas no estaban como habían quedado. El local había resistido relativamente bien al paso de los años, apenas unos descascarillamientos de la pintura y alguna zona con humedades. Pero los últimos en marcharse antes de cerrar la puerta habían tirado cajones, vaciado archivos, esparcido fotografías por encima de la mesa y por los suelos. No parece que buscaran nada delictivo, porque no había. Más bien huele a que quisieron dejar la huella de su presencia armada. Su mota de odio inútil entre todo el polvo acumulado.