EDITORIALA
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Haití, un ejemplo de cómo no hacer las cosas

El balance de la década transcurrida desde que un terremoto hizo añicos Haití no puede ser más decepcionante. Si en algún lugar es verdad que las desgracias no vienen solas, es en este país caribeño al que la metrópoli francesa cobró caro desde el inicio convertirse en la primera república independiente surgida de una revuelta de esclavos. Haití ya era uno de los países más pobres antes de que el suelo temblase en 2010. Baste recordar que el terremoto que acabó con la vida de 316.000 personas hace diez años fue de 7,3 grados en la escala Richter. Mes y medio después, un sismo de 8,8 grados apenas causo unos centenares de muertos en Chile.

Haití quedó devastado. A los fallecidos se les sumó la destrucción de más de 100.000 viviendas y la emergencia de 1,5 millones de personas desplazadas. Los daños económicos se calcularon en un 113% del PIB anual del país, lo que significa que ni siquiera trabajando durante todo un año sin consumir nada –es una entelequia– se hubiese recuperado la marcha anterior al seísmo. Pero lo que llegó después no fue mejor. La desbordante ola de solidaridad que siguió al terremoto fue mal gestionada desde el inicio, a través de mandos militares estadounidenses –el Pentágono envió más de 20.000 militares–. Los millones prometidos se esfumaron en proyectos inútiles envueltos en escandalosos casos de sobrecostes; de las 15.000 viviendas prometidas por la Agencia de Desarrollo de EEUU (Usaid) solo se construyeron 900. La seguridad quedó en manos de unos cascos azules que sembraron terror sexual y enfermedades; la más grave de ellas el cólera, que se cobró la vida de entre 10.000 y 50.000 haitianos más.

Sin proponer una enmienda a la totalidad al trabajo honesto y desinteresado de miles de voluntarios y cooperantes, y sin abrir la puerta de la demagogia, Haití obliga a repensar una arquitectura global que convierte la solidaridad en asistencialismo, el reparto de ayuda en operaciones militares y las catástrofes en fuente de negocio.