Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Asesinos de vidas

Dentro de unos días se cumplirán 44 años de la masacre del barrio de Zaramaga, en Gasteiz, cuando la Policía arrojó gases lacrimógenos a los obreros reunidos en la iglesia de San Francisco. Sorprendentemente, estos compuestos químicos están prohibidos por la Convención de Ginebra que regula el uso de armas químicas en una guerra convencional. No así, en cambio, en escenarios «irregulares».

La huelga laboral, la protesta estudiantil o el orgullo de clase no forman parte de la naturaleza de una guerra abierta, por lo que la mayoría de los gobiernos permiten a sus mercenarios antidisturbios el uso de los gases lacrimógenos con la intención de disolver las disidencias. Dicen los protocolos que el bromuro de bencilo, el gas en cuestión, tiene una baja toxicidad y no es letal.

Pero en el caso de Gasteiz, su mortalidad fue brutal. No tanto por sus efectos químicos, sino porque cuando los obreros se atropellaron para salir al exterior a la búsqueda de una bocanada salvadora de oxígeno, una compañía de policías les esperaba para abatirlos, como si se tratara de una cacería en terrenos del señorito del latifundio. Cinco muertos en la capital alavesa, tres más en las protestas de los días siguientes en Europa.

Entre la rabia, la impotencia, el odio a los verdugos y el cariño hacia las víctimas, Lluis Llach compuso una canción que marcó aquel acontecimiento. ‘‘Campanades a Morts’’. Una de sus estrofas era bien significativa: «Assassins de vides» (Asesinos de vidas). Un grito hacia esos agentes policiales que dispararon para acabar con los obreros altivos que, como escribió Luis Advis en recuerdo de otros obreros exterminados, denunciaban que la ley del patrón rico es siempre ley sagrada. Y el reparo, para esos mismos patrones era, y sigue siendo, un agravio imperdonable.

Más de cuatro décadas después, las grafías no han cambiado demasiado, a pesar de reformas, rosarios concluidos y renovación generacional. Salitre transformado en roca, jueces de gorras de plato evolucionadas en birretes, el color policial del gris al marrón. Autonomía incluso con capitalidad en Gasteiz, donde el monstruo superó con éxito su evaluación: matar a cinco obreros para acojonar a cien mil habitantes de una ciudad aterrada por el olor de la pólvora. «Jornaleros que habéis cobrado en plomo, sufrimientos, trabajos y dinero», cantó Miguel Hernández.

Desde aquel año trágico para Gasteiz, la rueda de la muerte ha continuado implacable sobre las espaldas de centenares, miles de trabajadores, que han fallecido con una cadencia que estremece. No a causa del bromuro de bencilo, o el plomo de las balas de 9 mm. Sino a causa de esos llamados «accidentes laborales» que han llegado a convertir a los obreros en operarios, esquivando su nombre para no provocar esa empatía que supuramos por las tragedias.

Me he cansado de repetirlo desde que mis letras se deslizan por los huecos de estas páginas. Durante las últimas décadas del siglo XX, cada año fallecían en territorio vasco más de un centenar de obreros. A veces, en calendarios teñidos de rojo, las cifras se elevaron escandalosamente. Ya en este siglo XXI, los muertos descendieron. Pero continuaron siendo tantos que las excusas dejaron de tener validez. Absolutamente. Hay una mafia organizada, escondida tras las siglas de asociaciones empresariales, que se dedica a ganar dinero a espuertas a cuenta de actuaciones criminales.

Una mafia organizada que cuenta con el beneplácito de una buena parte de la clase política, de los juzgados, de la Iglesia y de la pasividad de una sociedad educada en unos supuestos imponderables cotidianos. Como si la muerte de un obrero aplastado por una grúa mal asentada, o un palé desenganchado de su plataforma, haya sido objeto de la mala suerte. Comparable a la de quien le revienta un rayo en la tormenta. Pero no es así. No mata la mala suerte. Matan la precariedad, la mala calidad del empleo, las condiciones de trabajo, los ritmos y turnos excesivos. La desinformación.

El derrumbe del vertedero de Zaldibar ha concitado muchos de los aspectos denunciados desde hace años. Ha señalado a los verdugos y también a sus cómplices. A quienes les ponen alfombras estampadas para que ganen el mayor dinero posible en el menos tiempo necesario. A cuenta de la salud del vecindario, a cuenta de la vida de los obreros. A cuenta de la impunidad asegurada porque matar obreros, por una vía o por otra, siempre sale gratis. Siempre.

Los empresarios alaveses que sugirieron (u ordenaron) mano dura a la Policía aquel 3 de marzo de 1976, continuaron dirigiendo sus empresas. Sus hijos salieron en las revistas del corazón y cuando fallecieron por razones biológicas, sus esquelas fueron las de mayor tamaño, para evitar aquel dicho de que la muerte nos iguala a todos. Aquellos empresarios que hace bien poco sugerían (u ordenaban) la ilegalización de los sindicatos mayoritarios vascos, no han sido siquiera citados al juicio de la democracia. Como tampoco alguno de los responsables de la muerte de esos miles de trabajadores.

Hay una gran hipocresía social, que alcanza la náusea. Que es capaz de salir a la calle a reivindicar supuestas violaciones de gallinas por el gallo del corral, que se empasta hasta el último molar con las letras de cualquier declaración de derechos humanos y que, sin embargo, muestra apatía, o insensibilidad, cuando la muerte se produce en el tajo. Lo obrero, la lucha de clases, al parecer, no forma parte de la modernidad.

Y es precisamente de lo que se aprovechan los desalmados que han gestionado la crisis de Zaldibar. Con una chulería fuera de lo habitual, y mira que estamos acostumbrados a decenas de salidas de tono diarias, han echado la culpa de la tragedia a lo imponderable. Y cuando el eco de las protestas ha subido de tono, los balones han sido dirigidos al exterior. Gestores cuando el equipo gana. Sombras cuando el equipo pierde. Sepan, sin embargo, que ustedes son también, como en la canción de Llach, «Assassins de vides».