Ali Salem Iselmu
Alegría-Dulantzi
KOLABORAZIOA

La dignidad ha de ser la vacuna contra el coronavirus

El miedo, el pánico se adueña de las panaderías, de los supermercados, de las estaciones y de los parques. Los coches estacionados, los bares cerrados y el coronavirus sigue propagándose. Ni el muro levantado entre México y Estados Unidos, ni las vallas de Ceuta y Melilla, ni el muro de Cisjordania, ni el muro de la vergüenza en el Sáhara Occidental han podido detener la rápida propagación. El derecho de veto de las naciones poderosas en el Consejo de Seguridad no ha podido con esta enfermedad.

Las naciones pobres luchan contra el mismo virus que se propaga por todo el planeta. Los supermercados están vacíos y las farmacias sin mascarillas, mientras los refugiados sirios son usados como moneda de cambio por varios países. Los refugiados morirán de hambre y de frío, nadie se interesará por su destino.

Salvemos las Pymes, reforcemos la seguridad y pidamos una línea de crédito para salvar a las familias. Pero hemos olvidado la guerra de Irak, las de Libia, de Yemen y de Siria. Cuántos muertos han ocasionado las armas que se utilizaron en estos conflictos, que yo de pequeño vi en la guerra del Sáhara Occidental.

Los mismos países del derecho al veto, del comercio de armas, tiemblan ante el coronavirus. Es la venganza de David contra Goliat, los refugiados mueren en el Mediterráneo y las patrullas de la frontera empujando en el mar a sus frágiles embarcaciones.

La humanidad está enferma desde el momento en que dejó morir a los refugiados de las guerras, esa enfermedad es más contagiosa que el coronavirus.

En la cola de la panadería estamos a metro y medio para evitar el contagio. La chica que vende el pan recomienda el uso de tarjetas de crédito y afirma que a través del dinero se propaga el virus. El dinero, recuerdo las primeras pesetas que me dio mi abuelo para comprar caramelos en la ciudad de Dajla y me decía «comparte con los demás niños, no te los comas tú solo».

Estarán a salvo las tarjetas de crédito del coronavirus, morirán las personas con patologías graves. No lo sabemos, no tenemos vacuna contra esta enfermedad.

Sentado en casa preparé un vaso de miel, aceite de oliva y zumo de limón. Estaba viendo un documental sobre los tuaregs cruzando el desierto del Tenere. Caminan descalzos con la cara tapada, guiando a sus dromedarios al pequeño oasis de Bilma donde dejarán su carga de mijo, maíz y pimiento. Luego llevarán dátiles y sal hacia el oasis de Agadez.

Durante el largo trayecto, tienen un guía que sabe leer los granos de arena cuando sopla el viento. Conoce el camino que ha recorrido su padre y abuelo, la caravana lo sigue. Él es el líder, se encarga de racionalizar el agua y camina decidido, sabe que de su éxito y fracaso dependen los tuaregs como pueblo y comunidad. Cuando avista las palmeras del oasis, se separa de la caravana, abre sus manos al cielo y agradece el fin del largo viaje.

Hoy dependemos de alguien que sepa leer el peligro y alejar el miedo, llevándonos por un camino seguro como lo hace el guía de la caravana tuareg en el desierto de las dunas del Tenere.

Nos salvaremos, porque somos dueños de la palabra, de la escritura y de los números. No olvidemos a los refugiados, a los enfermos, a los ancianos, a los sin techo y sepamos que la historia la construyen las mujeres y hombres que luchan en cada hospital contra este apocalipsis universal.

Dejemos de construir muros y vallas, hagamos una vacuna universal contra el coronavirus, la pobreza y las guerras. Aprendamos bien la lección. La dignidad ha de ser la vacuna que mate esta enfermedad.