Dabid LAZKANOITURBURU
ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO Y LA MUERTE DEL LÍDER YUGOSLAVO

Mariscal Tito: el hombre y el mito al que no sobrevivió su Yugoslavia

El 75 aniversario del final de la II Guerra Mundial en Europa este mes ha difuminado otra efeméride, la de los 40 años de la muerte (y 128 años del nacimiento) del líder de la Yugoslavia unida y socialista autogestionaria, Josif Bross «Tito». Aunque no el único, el añorado Manuel Leguineche traza retazos de quién y lo que fue en «Yugoslavia kaputt»

El 4 de mayo de 1980, el mariscal Tito, presidente de Yugoslavia, moría tras una larga agonía en un hospital de Liubliana (Eslovenia), a tres días de sus 88 años.

40 años después de su muerte, su figura, de claroscuros y con una biografía no exenta, como todos los mitos, de pasajes conspirativos, levanta pocas pasiones en lo que fue la antigua Yugoslavia, pero sí una creciente nostalgia, que de momento no tiene traslación política, por unos tiempos pasados que destacan en contraste con una guerra devastadora que desguazó a sus pueblos y gentes y una postguerra que parece inacabada.

Josif Brozovic nació en 1892 en una familia campesina en la localidad croata de Kumrovec. Hijo de padre croata y de madre eslovena, sus biógrafos le presentan como el modelo de la Yugoslavia multiétnica, aquel país que fue «seis repúblicas, cinco naciones, cuatro idiomas, tres religiones, dos alfabetos y un solo» Estado federal (y un solo partido), y que se disolvió como azucarillo, pero en sangre, tras la muerte de su fundador.

Su biografía le presenta como buen estudiante, pero destinado a trabajar en el campo, como sus ancestros, o en algún trabajo artesanal. De los recuerdos de su infancia rescató precisamente el que fue su apodo de guerra y que dejó a la posteridad: Tito.

Llamado a filas por el Ejército del imperio austro-húngaro en la I Guerra Mundial, resulta gravemente herido en combate en marzo de 2015 y es capturado por el Ejército zarista.

La Revolución de Octubre de 1917 le alcanza en Omsk, Rusia. Josif Broz, imbuido ya desde su adolescencia en el ideal comunista, pide el alistamiento en el Ejército Rojo y luchará en la guerra civil rusa. que decidirá el destino de la URSS, y el suyo..

A su regreso se entregará de lleno a la causa en el recién declarado Reino Unido de los Serbios, Croatas y Eslovenos (1 de diciembre de 1918) y, tras trabajar en astilleros en Kraljevitsa, llegará a secretario del sindicato de metalúrgicos de Zagreb.

Detenido tras el éxito de los comunistas en las municipales, será condenado a cinco años de trabajos forzados por el rey serbio Alejandro, que morirá en 1934 en un atentado de los ultraderechistas de Croacia (ustachas) y de la Organización Revolucionaria de Macedonia.

La suerte de la Yugoslavia monárquica está echada. Los ustachas, que aniquilarán a medio millón de judíos y perpetrarán una carnicera y limpieza étnica de serbios y gitanos en la II Guerra Mundial, son la quinta columna de Hitler. El regente serbio Pablo se debate entre las presiones de Alemania y la neutralidad tras la invasión nazi de Polonia en 1939.

Alemanes e italianos invadirán los Balcanes Occidentales en 1941 y se repartirán sus despojos. La corte real serbia de Pedro II se refugia en Londres.

Dos son las fuerzas de resistencia al nazismo y al fascismo. De un lado, los partisanos, liderados por Tito –nombrado por aclamación mariscal por una asamblea de delegados llegados de todo el país en Jajce, Bosnia–, y entre los que el Partido Comunista busca, y logrará, la hegemonía; y, de otro, los chetniks del coronel Draza Mihailovic, nombrado general por el rey, y adalid de la Gran Serbia.

Ambas guerrillas tuvieron que hacer frente, cada una por su lado, a cuatro ejércitos (alemán, italiano, croata y búlgaro) y se enfrentaron entre sí.

La guerra fratricida y el apoyo de las potencias occidentales, personificado en Winston Churchill, se va decantando a favor de Tito y sus partisanos, la mayoría bosnios, pero también croatas, eslovenos, desertores serbios y montenegrinos, y que reivindican la suya como una guerra de liberación nacional organizada en contraposición a la del «señor de la guerra» chetnik. Cuando termina la guerra, Tito, que cuenta con 300.000 partisanos divididos en cinco cuerpos del Ejército, detiene a Mihailovic en 1946. Morirá fusilado.

No será el único. Algunas cifras elevan a 400.000 los muertos en la represión y las purgas posteriores a la victoria de Tito, entre ellos 300.000 croatas. Todo ello sin olvidar la campaña de expulsión masiva de la población italiana a lo largo de la costa de Dalmacia para su posterior eslavización forzosa.

Su victoria en la guerra, y el culto a su figura en la postguerra, alimentarán el mito... y las teorías conspirativas. Uno de ellos le ubica en el frente del Madrid del ¡No Pasarán! en la guerra civil española. Otra asegura que murió en Barcelona y fue suplantado por un agente del servicio secreto soviético.

Ambo/as falsas, ya que Tito no pisó suelo peninsular, pero sí reclutó desde su exilio en París a cientos de brigadistas que lucharon a favor de la República española. Los supervivientes se enrolaron en la guerra liderada por el mariscal contra el nazi-fascismo en la guerra.

Una guerra no exenta de batallas heroicas dirigidas por Tito, como la de Sutjeska, este de Bosnia, y huidas espectaculares de las garras nazis.

Tito proclama la República Federal Popular de Yugoslavia el 29 de noviembre de 1945. Y no tarda en mostrar que no está dispuesto a seguir las órdenes de Stalin, el autócrata líder de la URSS, con quien romperá amarras tres años después y que moriría en 1953 sin doblegarle pese a que en su día aseguró que le bastaría «mover el dedo meñique y Tito caerá».

El líder yugoslavo instaura una Federación de Repúblicas y territorios autónomos (la Vojvodina húngara y el Kosovo albanés son reconocidos en 1974) e instaura un modelo de socialismo autogestionario, alejado del dirigismo burocrático soviético. Nunca romperá sus relaciones con Occidente.

Las inversiones extranjeras y las remesas de los emigrados –Tito nunca cerró las fronteras, ni en los peores años de la Guerra Fría– paliaron la dura postguerra y conllevaron a un incremento notable del nivel de vida, apuntalado asimismo por un sistema público de sanidad y educación. Sin olvidar las divisas por el turismo occidental.

La Yugoslavia titista se convierte en paladín del Movimiento de los No Alineados, que rechazaba la tutela de Washington pero recelaba asimismo de los cantos de sirena de Moscú..

La crisis mundial de los 70, que afectaría de lleno al conjunto del bloque socialista en los 80, arrasó con una anquilosada industria pesada yugoslava, copia de la de la URSS, e incapaz de reaccionar en un mundo en el que asomaba la globalización.

Una globalización que, a la par que hacía que los jóvenes yugoslavos hicieran suya la estética occidental, dejó en evidencia la corrupción de buena parte de los miembros de la nomenklatura de la todopoderosa Liga de los Comunistas, convertidos en tecnócratras especuladores con intereses monetarios en bancos suizos y con sus hijos estudiando en Harvard (EEUU).

Emulando a las campañas de Mao (el Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural…), pero sin su impronta sangrienta, Tito lanzó una campaña de «vuelta a los orígenes revolucionarios» y a la austeridad que casaba mal con su propia opulencia, la de un líder con su suntuosa isla-palacio de Brioni, su safari privado, sus yates, su flota de coches de lujo, sus lujosas fiestas, su tren azul...

Fue una más de las purgas de los casi cuatro decenios de titismo, contra los distintos desviacionismos. El primero fue contra los estalinistas. Miles de ellos murieron en el gulag de Goli Otok, en la isla adriática del mismo nombre. Le siguieron, en un orden difícil de seguir, las purgas contra el desviacionismo anarquista-liberal, el dogmático burocrático, el izquierdista..

La última no resolverá los problemas estructurales de la sociedad yugoslava, desde las anomalías entre territorios y repúblicas a las derivas de la autogestión y una deuda externa oculta pero que asomará con la friolera de 20.000 millones de dólares (de la época).

Esos problemas se convertirán en una losa creciente tras la muerte de Tito, quien dejó en herencia una presidencia colegiada. Testamento típico, por otro lado, de quien lo fue –y se creyó que lo era– todo, y no veía, como se justificó él mismo, a alguien «con suficiente carisma y a la vez el vital sentido del equilibrio» para sucederle.

Su desaparición paraliza el Estado federal, que aplicaba el principio de ordeno y mando de «El Viejo» ante cualquier discrepancia de aquel modelo de federación «simétrica artificial».

Croacia y Eslovenia se plantan y comienzan un proceso que les llevará a la proclamación de la independencia en 1991. La revuelta de Kosovo en 1981 es reprimida por una Serbia sobre cuyos agravios cabalga Slobodan Milosevic.. Todo ello desembocará, las guerras y la desmembración de Yugoslavia.

Tito fue todo menos premonitorio, y ese fue quizás su mayor error. «Se equivocan quienes piensan que cuando yo no esté en el cargo, podrán debilitar Yugoslavia desde dentro, o hacerla presa de una invasión exterior. Yugoslavia es un país plurinacional muy fuerte. Cuento con uno de los ejércitos más poderosos de Europa. Si fuese necesario, reuniría cerca de 8 millones de combatientes. Los yugoslavos saben luchar, y siempre sabrán defender a su patria».

En el XII aniversario de su muerte, en 1992, solo su última compañera-esposa, Jovanka, y su hijo Zarko depositaron flores en su lápida. Milosevic había ordenado dos días antes retirar a la guardia de honor que custodiaba hasta entonces su tumba.

Las sirenas ya ha habían dejado de sonar todos los 4 de mayo para parar totalmente el país durante un minuto de silencio.

40 años después, grupos de personas, incluidos veteranos de la guerra, le rindieron tributo ante las estatuas en su honor. Son los que durante la guerra que acabó con Yugoslavia recibieron el apodo de «esquimales», porque se negaban a ser clasificados por los criterios nacionales excluyentes que se impusieron tras su muerte.

Pero la nostalgia por la Yuga (Yugoslavia Socialista) va más allá y está más extendida. Hay encuestas que aseguran que la mayoría de los serbios y los bosnios votarían hoy por Tito se estuviera vivo y se presentara a unas elecciones.

Como destaca Marc Casals en un interesante artículo en CTXT («El legado del mariscal Tito: una ideología en ruinas»), «Parte de las nuevas clases desfavorecidas echa de menos no tanto el sistema en sí como el hecho de que proporcionase a todos lo que recuerdan como una vida sencilla, pero igualitaria y digna: la industrialización les llevó del terruño a la fábrica, disfrutaban de una versión humilde de la sociedad de consumo (...) y su pasaporte rojo les permitía viajar fuera del país (...) Frustrados por las promesas incumplidas del capitalismo, para ellos Tito representa todo lo que perdieron en la transición».

Otra cosa es que esa nostalgia tenga su correspondencia política en una era que ha absorbido su figura en puro merchandising e icono pop. En palabras del sociólogo serbio Todor Kuljic, recogidas por Casals, «Tito se ha convertido en la marca comercial de la disidencia inocua y el símbolo posmoderno de una alternativa sin definir».

Todo ello en torno a una figura, laureada y vilipendiada, y que creó y lidero durante decenios una Yugoslavia («Titolandia» para algunos) que no logró sobrevivirle.