Joseba Garmendia
Economista
GAURKOA

Salarios y competitividad

La reducción salarial como vía para mejorar la competitividad de las empresas vascas es injusta, ineficiente y peligrosa a medio y largo plazo. Además, si se justifica con la intención de invertir en la formación de las y los trabajadores, yerra en el enfoque. No solo porque existe una cotización porcentual (0,7 %) destinada a la formación profesional que se vería mermada por la reducción salarial, sino sobre todo porque el mercado laboral adolece de sobrecualificación según el último informe de competitividad elaborado por el Instituto Orkestra. Dicho sin menoscabo de las correcciones necesarias en áreas específicas de la cualificación laboral con cargo a ganancias de eficiencia, a una evaluación y adecuación continua y a un deseado avance en los presupuestos de educación.

Si definimos la competitividad como la capacidad de generar mayor satisfacción en los consumidores o poder ofrecer un menor precio a una calidad determinada, este concepto se suele medir a través del grado de penetración de las exportaciones en los mercados internacionales. Por tanto, el discurso de la competitividad debería operar circunscrito a los mercados de bienes y servicios expuestos a la competencia exterior –es decir, sobre todo industria, no así en la construcción, servicios de proximidad, sector público…–.

La lógica inherente a las construcciones teóricas de inspiración neoclásica suele consistir en la siguiente cadena de razonamientos: una disminución salarial repercutiría en un descenso de los costos de producción, que se transmitiría a una bajada de precios, y esto permitiría una ganancia de la cuota de participación en el mercado internacional.

No obstante, las relaciones de causalidad son más complejas, y no tan evidentes y mecánicas. En primer lugar, porque es compatible reducir el peso de los costes laborales por cada unidad de producto con un aumento salarial si se mejora la productividad. En segundo lugar, porque en los costes de producción participan otros vectores tan o más relevantes como la compra de materias primas, bienes intermedios y servicios, el consumo de energía, los costes financieros, el grado de eficiencia de la gestión empresarial u organizativa, la tecnología utilizada, la intensidad de capital de los procesos productivos… En tercer lugar, porque en el precio también interviene el margen de beneficios al que pocas veces se le presta atención y que depende de las relaciones laborales y del grado de oligopolio existente en los mercados específicos. De hecho, la rama de actividad industrial donde los costes laborales presentan un mayor peso es ingeniería mecánica, con un 33 % del valor de las ventas. En la rama que más exporta, fabricación de vehículos de motor, las remuneraciones laborales tan solo suponen un 12,6% del valor de ventas.

Por otra parte, existe evidencia empírica suficiente para cuestionar la fundamentación teórica detrás de la idea de que una reducción de salarios se transmite a los precios, y ello provoca una mejora de la competitividad. Continua vigente la famosa paradoja de Kaldor, economista keynesiano que en 1978 demostró que en países donde se produjeron los mayores crecimientos en las exportaciones, los costes laborales habían aumentado más rápidamente. Los estudios empíricos realizados en torno al impacto sobre la competitividad y las exportaciones españolas de la devaluación salarial provocada por las reformas laborales de 2010 y 2012 (Rísquez, 2016; Crespo y García Rodríguez, 2017) llegan a la conclusión de que «la evolución del componente salarial no es un factor explicativo determinante del comportamiento comercial para la economía española» y que las reducciones salariales o «medidas para la mejora de los Costes Laborales Unitarios tienen un efecto contrario al deseado sobre las exportaciones».

Desde un enfoque de competitividad estructural, son otros los factores determinantes, como la complejidad tecnológica, la innovación organizativa y de marketing, la calidad, la sofisticación, la variedad de gama y la diferenciación de producto, la fortaleza y eficiencia de la estructura productiva, la infraestructura técnico-organizativa, el papel que desempeña el sector financiero, las relaciones entre los diferentes actores y sectores institucionales, las relaciones gerenciales-laborales, el marco político y socio-cultural y la modalidad de inserción en el mercado mundial. De hecho, las proclamas por una reducción salarial como base para crear ventajas competitivas colisionan con la literatura que se desprende de los planes industriales 4.0 y de ciencia, tecnología e innovación.

Las ganancias de competitividad vía disminución de costes salariales resultan espurias en la medida en que no pueden ser sostenidas en el tiempo y carecen de recorrido. La estrategia genuina a perseverar debe basarse en la modernización y diversificación del aparato productivo y la incorporación del progreso técnico y organizacional bajo el objetivo de un incremento de la productividad a largo plazo para situarse en gamas altas de valor añadido que permitan mejoras salariales. Las devaluaciones salariales, al contrario, perjudican la productividad, aumentan la desigualdad y deprimen la demanda interna. No hay que olvidar que los salarios constituyen la principal fuente de renta para el consumo y de ingresos para las arcas públicas, y que la demanda interna conforma el 83% del total de consumo e inversión en la C.A.V. Abaratar los salarios es deprimir la economía y despreciar el potencial interno existente en torno a los mercados domésticos.

Por último, recortar los salarios, además de miope, es tremendamente injusto en términos globales. Si analizamos con perspectiva histórica llevamos cuatro décadas de deterioro del peso de las remuneraciones de los trabajadores en el reparto de la riqueza generada. Si en 1980 estas remuneraciones suponían el 57 % del PIB en la actualidad actualmente no supera el 47 %. Diez puntos de pérdida. Mientras tanto, el Excedente Neto de Explotación, una vez eliminado el desgaste del capital fijo o las amortizaciones, donde el 48 % se asocia a los beneficios de sociedades empresariales (no autónomos), ha pasado de ser un 24 % en 1980 a un 32 % del PIB. Durante la crisis está tendencia persiste con las reducciones salariales y la pérdida de poder adquisitivo en las familias asalariadas. El camino a transitar es justo el contrario.