Mikel Zubimendi
LA SOMBRA DE UNA CRISIS CONSTITUCIONAL EN EEUU

¿Reconocería Trump una reñida derrota gracias al voto por correo?

Coronavirus, voto por correo, acusaciones de fraude, de complot... El ambiente preelectoral en EEUU está excesivamente caldeado. El comportamiento del actual presidente y las anomalías de la Constitución y las leyes federales en la transición del poder amplifican la sospecha de que Donald Trump no acepte su derrota si se da por estrecho margen.

No hay que ser malpensado ni tener una imaginación desbocada para hacerse una idea del caos que Donald Trump podría provocar si pierde las elecciones por estrecho margen, con unos resultados disputados. Perturba pensar en que podría insistir en que sigue siendo el líder legítimo, con millones de partidarios acérrimos, y muchos armados, creyendo que su venerado presidente ha sido derrocado por fuerzas malignas del “Estado Profundo”. ¿Podría Trump empujar a EEUU a una crisis constitucional sin precedentes, al colapso de su sistema electoral? ¿Aceptaría su derrota y se iría de la Casa Blanca por voluntad propia? ¿Cómo podría diseñar su negativa a reconocer la derrota electoral? ¿Con qué caminos legales y alegales?

Lo que sigue es un análisis especulativo, una precaución necesaria ante las elecciones más vulnerables que jamás haya conocido EEUU. Pongámonos en situación: 3 de noviembre, elecciones presidenciales. Segunda ola de infecciones por coronavirus, participación presencial muy baja, una cantidad récord de voto por correo. Joe Biden acaba de ser declarado ganador por todas las cadenas principales, excepto Fox News. Los resultados son muy reñidos, con márgenes escasos, pero Biden parece haber ganado los 280 votos del Colegio Electoral.

Todavía no es oficial, miles de votos por correo en estados clave que ambos candidatos pelean esperan a ser contados. Trump se niega a ceder y pasa toda la noche tuiteando mensajes inflamables y desestabilizadores que cuestionan la legitimidad de las elecciones por el «fraude histórico» y el «complot del Estado Profundo». Pasan los días, las semanas, y Trump sigue impugnando los resultados. Los republicanos, salvo excepciones, siguen la línea marcada por su candidato a la reelección.

Un escenario así es posible; tal vez, incluso probable. Con Trump todo puede pasar, hay que tomarse en serio los riesgos. Este es el punto de partida de varios libros y artículos de constitucionalistas y analistas que ya piensan en cómo lidiar con el caos constitucional que dejarían unos elecciones indecisas.

Todos, cada uno con sus matices y distintos escenarios, coinciden en que, además de las patologías del presidente, el sistema constitucional no está preparado si pasa algo así el próximo noviembre. No tanto porque vaya a haber una elección robada, sino porque va a haber un resultado discutido.

Se están juntando muchos factores que podrían traer, si no una tormenta perfecta, unas elecciones caóticas. El primero, que EEUU tiene un presidente que ha dejado claro, de manera consistente y agresiva, su intención de no ceder ante una derrota electoral, especialmente si es por un margen estrecho. Y todo indica que la victoria o derrota de uno u otro será por un margen estrecho y que probablemente se dilucidará en los tres estados que determinaron los resultados de 2016: Michigan, Pensilvania y Wisconsin.

En años electorales normales, la votación legitima al ganador, pero esta vez la pregunta es si la elección será en sí legítima. Tres de los últimos siete presidentes (Gerald Ford, Jimmy Carter y George H.W. Bush) fueron derrotados cuando se postulaban para el segundo mandato. En cada caso, cuando se dieron los resultados, pronunciaron inmediatamente discursos reconociendo que la gente había hablado y se comprometieron a colaborar con su sucesor durante el periodo de transición. Tras dejar el cargo, todos evitaron comentarios sobre el desempeño de su sucesor en el cargo. Había una aceptación e interiorización de las normas del proceso.

No pasa lo mismo con Donald Trump. Ha burlado casi todas las normas de la vida política: utiliza la Casa Blanca para eventos de campaña, amenaza con encarcelar a oponentes, llama «traidores» a los miembros del Congreso que no aplauden sus discursos, socava la independencia de las decisiones procesales del Departamento de Justicia, utiliza la presidencia para promover sus intereses comerciales... Se ha pasado todo el mandato atacando y defendiendo la legitimidad de las elecciones de 2016 –no ganó la mayoría del voto popular por un «extenso fraude electoral»– y defendiéndose ante las investigaciones que entrelazaron su campaña con los esfuerzos rusos para influir en el resultado.

Trump ha admitido que cuanta más gente vota, menos probabilidades tiene de ganar. Preocupa una repetición de lo sucedido en las elecciones de 2000 en Florida –cuando G. W. Bush ganó por 537 votos a Al Gore– ante lo que podría ocurrir en un clima político tan caldeado y polarizado. Los expertos se preguntan qué tipo de leyes federales tienen para hacer frente a esa eventualidad, qué procedimientos constitucionales para enderezar el barco. Pero ¿y si, simplemente, no existieran?

¿Qué dicen la Constitución y las leyes federales para asegurar una transición pacífica del poder? Asombrosamente, poco o nada. No la aseguran, la presuponen. Asumen que va a ocurrir, pero ¿y si no es así? Nadie lo sabe. Las ambigüedades sobre el proceso electoral de la Constitución, que ha cambiado muy poco desde la primera elección en 1788, son clamorosas; hay defectos de fábrica, anomalías que podrían colapsarlo todo.

Si tienes un presidente que azuza el discurso de que un fraude le costó la reelección –y tiene posibilidades ilimitadas de hacerlo– y lleva el conflicto hasta el Congreso, que es quién cuenta en última instancia los votos del Colegio Electoral, no es inconcebible que los estados presenten actas y certificados electorales contrapuestos. Sin entrar en el detalle de cómo puede suceder, hay que decirlo: puede perfectamente suceder.

Y si sucediera, si se llega a enero de 2021 sin un consenso sobre quién ganó las elecciones, ¿entonces, qué? Según los términos de la 20ª Enmienda, Trump deja de ser presidente al mediodía del 20 de enero, y Mike Pence deja de ser vicepresidente. Llegados a este punto, según los términos de la Ley de sucesión presidencial de 1947, la presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, se convertiría en presidenta interina, pero solo si renuncia a su escaño.

Pero ¿y si Trump sigue insistiendo en que ha sido reelegido y es el presidente legítimo? ¿Y si organiza su propia ceremonia de inauguración y jura el cargo? EEUU tendría dos comandantes en jefe, una crisis constitucional sin precedentes, una situación insostenible en las calles.

Mucha gente cree que antes de llegar a esos extremos el Tribunal Supremo intervendrá y pondrá fin a la disputa. Que eso es lo que más o menos sucedió en 2020. Pero en 2016, en Florida, no fue la Corte Suprema la que dirimió el ganador entre Bush y Gore, no fue la que puso fin a la disputa. Fue Al Gore, por el bien del país, el que decidió aceptar su derrota por 527 votos. ¿Es posible imaginar a Trump haciendo algo similar?

Hasta ahora, se suponía que los actores políticos habían hecho suyas las normas que hacen que el sistema funcione. Pero si tienes un presidente que ignora esas normas, un partido que las ignora también, si tienes un universo mediático fracturado que jalea y premia ese comportamiento, por rechazar esas normas, entonces la situación es muy peligrosa.

Volvamos a la hipótesis inicial: imaginemos un estado indeciso y cambiante, clave para el resultado final, como Michigan. El 3 de noviembre gana Trump por un estrecho margen de votos y declara su victoria. Imaginemos que Michigan define el margen de la victoria en el Colegio Electoral, por lo que Trump sale públicamente diciendo que ha sido reelegido. Pero los votos por escrito y los votos por correo se cuentan durante los días siguientes y, como se ha visto en las últimas elecciones, existe el fenómeno de la «ola azul», un cambio favorable a los demócratas al venir ese voto mayoritariamente de zonas urbanas densamente pobladas que les son afines en sus patrones de votación. Esos votos no se contarán el 3 de noviembre, lo que deja margen a Trump para sembrar el caos.

Sin ser alarmista ni describir una situación inconcebible: se celebran las elecciones y simplemente no hay resultado vinculante. Llega el 20 de enero y EEUU no tiene presidente. No porque se organiza un tongo y se roba el resultado, sino porque Trump no acepta la derrota. La única y mejor forma de evitar ese escenario, es que Trump pierda claramente; una derrota sin paliativos es la mejor garantía. Sus oportunidades para crear el caos se reducirían drásticamente. Pero eso es un deseo, el resultado va a ser muy ajustado.

Entonces, si contesta el resultado, ¿no se podrá sacar a Trump de la Casa Blanca? Seguramente se irá, a más tardar el 20 de enero de 2025, cuando terminaría un segundo mandato si ganara la reelección (la 20ª Enmienda dice que «ninguna persona será elegida para el cargo de presidente más de dos veces»). Pero Trump ya coquetea con la idea de que debería tener derecho a un tercer mandato. Este verano sugirió que, después de ganar estas elecciones, «iré a por otros cuatro años». En la primera noche de la Convención Nacional Republicana, respondió al grito de la multitud «¡Cuatro años más!» diciendo: «Si realmente queréis volverlos locos, gritar '¡Doce años más!'». En 2018, cuando los chinos eliminaron de la Constitución el límite de dos mandatos, comentó que era «genial» que Xi Jinping pudiera ser presidente de por vida: «Tal vez tengamos que intentarlo algún día».

Pueden parecer bromas, pero no hay que hacer caso omiso. Sigmund Freud observó hace mucho tiempo que aquello sobre lo que un individuo elige bromear puede revelar mucho sobre su vida interior. Los impulsos y simpatías de Trump son claramente autoritarios y para él las elecciones no son más que una forma de servir a sus propios intereses. No hace diferencia entre su suerte política y el bien del país.

El comportamiento de Trump se entrelaza con algunas características distintivas del sistema electoral estadounidense de una manera particularmente peligrosa. Por su cargo, tiene poderes especiales y podría dejarnos una «sorpresa de octubre» que desanime a los votantes demócratas o aleje a los indecisos o podría poner más restricciones al voto por correo. Y en William Barr ha encontrado un fiscal general dispuesto a actuar como su abogado defensor privado.