Amaia EREÑAGA
BILBO
[ PACO RABANNE ]

Visiones futuristas con orígenes en la Guerra del 36

Paco Rabanne, en 1970.
Paco Rabanne, en 1970. (AFP)

Puerto de Trintxerpe, año 1996, Paco Rabanne acude a la botadura de una trainera del club de remo Illunbe que han bautizado con su nombre. Barba bien cuidada, cierto aire retraído -sencillez, líneas rectas y anchas, monocolor- y se expresa solo en francés; cuesta creer que el famoso y excéntrico diseñador que ha irradiado su éxito planetario desde la capital mundial de la moda sea, en realidad, un chaval de Trintxerpe con una vida marcada por la Guerra del 36. Porque Francisco Rabaneda Cuervo es hijo de los perdedores de aquella contienda: tras el fusilamiento en Santoña de su padre, militar republicano, su madre tuvo que coger a la familia y huir al otro lado de la frontera. Una madre que había sido costurera jefa del diseñador Cristóbal Balenciaga.

La vida es un bucle, un círculo esotérico o un viaje astral, que hubiera dicho Rabanne. Porque Cristóbal Balenciaga y Paco Rabanne han sido precisamente los diseñadores vascos más famosos de nuestra historia. Uno, el de Getaria, buen gusto llevado al extremo; el otro, el de Pasaia, rompedor, pionero, adelantado a su época.

Desde el fallecimiento en 2020 de Pierre Cardin, Rabanne era el único superviviente de una generación que cambió la moda para siempre. Con sus vestidos metalizados (Coco Chanel le llamaba “El metalúrgico”), concebidos casi como armaduras, fue de ellos quien más cercano se encontraba al siglo XXI. Desde que en 1966 sacara aquella colección de “12 vestidos imposibles de vestir en materiales contemporáneos”, con un provocador desfile donde desfilaron por primera vez modelos negras bailando descalzas, todo lo que salía de casa Rabanne era rompedor: tejidos de cuero de efecto iridiscente, papel y aluminio; trabajos futuristas para clientas famosas como Elizabeth Taylor o Françoise Hardy -le hizo un carísimo minivestido de oro y brillantes que pesaba nueve kilos, el más caro del mundo en su época-, vestuario para cine -“Barbarella”, de Roger Vadim- y perfumes. Muchos perfumes, ahí también se adelantó a su tiempo.

En 2003, se anunció en Pasaia, con rueda de prensa institucional incluida, el proyecto de creación del Espacio Paco Rabanne. Ya había lugar elegido -la dársena de La Herrera-, un plazo para arrancar -un año- y también un proyecto, que consistiría en un museo, una escuela de diseño y un hotel. Paco Rabanne explicó entonces que «en el exilio, olvidé el euskara y el español para aprender el bretón y el francés» y daba la clave de lo que quería para este enclave: «No quisiera que fuera un museo para ensalzar mi obra, sino un espacio con vida, que sirva para regenerar el entorno».

Un viaje, un proyecto imposible

El proyecto quedó en agua de borrajas. En verano de 2018, la casa pasaitarra Ciriza acogía una exposición titulada “Pasaia Rabanne, razones de imaginario”. Allí se proponía una especie una especie de viaje en el tiempo a la vida de este hombre tan original, tan innovador y, a la vez, tan marcado por el pasado. En una de las salas, la figura del padre como el ausente; también, muy presentes, su madre, como la fortaleza, y la abuela, como la magia, la mujer que le abrió la puerta al mundo esotérico. Porque su nieto presumía de ser un visionario, pero no solo en la moda: publicó varios libros sobre sus experiencias paranormales y defendía haber tenido varias vidas: haber conocido a Jesús, a Luis XIV, haber visto extraterrestres y haber asesinado a Tutankamón. Redujo sus predicciones en público a partir de 2000, tras haber augurado que una estación espacial se estrellaría contra París en agosto de 1999. Ahora, en algún lugar, viaja en el tiempo.