Miren Harizmendi González
Socióloga, Terapeuta Gestalt y Transpersonal
KOLABORAZIOAK

Hitzorduak

Despojarse del odio acumulado requiere fuerza, valor y humildad. El sabor amargo de desnudez y pequeñez que dejan la frustración y la impotencia solo puede endulzarse con grandes dosis de fortaleza y aceptación

Hace unos días tuve la suerte de formar parte de uno de los grupos de diálogo y reflexión que en las últimas semanas Lokarri está facilitando en diferentes ciudades vascas. La encomiable aportación del ponente (Iñaki García Arrizabalaga, a cuyo padre mataron los Comandos Autónomos en 1980) estuvo, además, complementada por el coraje y la participación constructiva de varias personas de diferentes sensibilidades, entre las cuales se encontraban algunas que también han conocido, de primera mano, el dolor y el horror de la violencia política en sus múltiples facetas.

Las condiciones en que la familia de Iñaki encontró el cuerpo sin vida de su padre podrían ser, a mi juicio, razón más que suficiente para seguir odiando a quienes lo hicieron y/o a quienes los apoyaron. Existen ciertas experiencias de vida tan extremas que pueden, en un instante, arrancarnos lo que más queremos. Experiencias como la ejecución, la desaparición, la tortura o el encarcelamiento de un ser querido llegan a alcanzar una dimensión tal que pueden escapar a todo entendimiento y dolor soportable.

Posiblemente por ello, en un primer momento, quizás pueda resultar reconfortante intentar protegerse con odio y resentimiento. Ambos son sentimientos muy poderosos que pueden permitir sobrevivir a corto plazo y adaptarse a las nuevas circunstancias en las que a la persona le ha sido arrebatada una parte esencial de su vida, de manera, además, sobrecogedora.

En su exposición, Iñaki compartió con el grupo que llegó un momento en el que pudo «tomar distancia» de su propia vivencia y con ello darse cuenta de que mantener el odio le estaba minando por dentro: «Me di cuenta de que, además de perder a mi padre, estaba destruyendo mi vida». Por suerte para él y, ahora, también para nosotros y nosotras, Iñaki, al igual que tantas personas que han atravesado circunstancias similares, contó con la fuerza interna suficiente para dar un giro a su vida y no seguir dejándose corroer y aniquilar por las garras del odio y del rencor: «Me di cuenta de que el mayor perjudicado era yo mismo». Despojarse del odio acumulado requiere fuerza, valor y humildad. El sabor amargo de desnudez y pequeñez que dejan la frustración y la impotencia solo puede endulzarse con grandes dosis de fortaleza y aceptación.

A la pregunta de la moderadora «¿Cómo dejaste de odiar?», Iñaki respondió «por puro egoísmo, no quería seguir sufriendo de esa manera». Existe, a mi entender, una gran diferencia entre actuar de forma egoísta y actuar en base a una estima propia. La primera está caracterizada por un «inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás». La segunda, en cambio, no está reñida con la atención y la consideración a los y las demás, muy al contrario, podría decirse que es condición sine qua non para poder tener en cuenta y estimar realmente a los y las demás. Así, en este caso, como en el de tantas personas que han pasado por experiencias semejantes y a día de hoy desempeñan una incalculable labor social y restaurativa compartiendo su vivencia desde una perspectiva constructiva y no vengativa, queda más que evidente la apuesta por el respeto, el reconocimiento mutuo y el encuentro.

Quiero agradecer de corazón la labor desempeñada por iniciativas como Lokarri y Glencree, así como la aportación de todas esas personas y organismos que cada día hacen un poco más posible el encuentro y el entendimiento en Euskal Herria. Mila esker deneri.