Koldo LANDALUZE DONOSTIA

Femicrime, las mujeres que amaban las novelas negras

Señalado como un subgénero dentro de la novela negra, el femicrime engloba a una serie de autoras y novelas que apuestan por otorgar protagonismo a la mujer y sacar a la luz las desigualdades de una sociedad marcada por la asimetría y el egoísmo. Buen ejemplo de este fenómeno literario son las autoras provenientes de Escandinavia.

En su origen, la novela negra se encargó de adentrarnos en el crudo entramado social y político de una sociedad, la estadounidense, sacudida por la Gran Depresión. En esta escenografía perfecta para tomar el pulso moral de los personajes, irrumpe la figura de un antihéroe que en la mayoría de las ocasiones luce licencia de detective privado. Rara es la ocasión en la que el policía emerge como protagonista porque en la mayoría de las ocasiones cobra un sobresueldo estipulado por políticos, magnates o empresarios sin escrúpulos.

La novela negra denunció la corrupción política, la posición esbirra de los estamentos policiales y señaló a quienes, desde su Olimpo particular, dictaban las normas que debían regir la sociedad. En este modelo de vida también irrumpe la figura del gángster y surgen los filtros de cigarrillos teñidos de pintalabios carmesí. De esta manera, la mujer deja de ser un mero objeto decorativo y adquiere relevancia en esta jungla de asfalto amoral. Desde entonces las conocemos como femmes fatales y se encargarán de simbolizar a aquéllas que se ven en la obligación de utilizar cualquier tipo de recurso para sobrevivir en un microcosmos masculino en el que siempre impera la ley del más fuerte.

¿Balas o veneno?

Con anterioridad, la literatura también quiso otorgar un protagonismo exclusivo a aquellas mujeres que, gracias a sus grandes dotes de deducción, cuestionaron las estrictas normas morales y sociales y asumieron un rol que había sido reservado a los hombres. Autoras como Agatha Christie y Dorothy L. Sayers retomaron el testigo del escritor James Dredding War, alias Andrew Forrester -a quien se le atribuye la creación de la primera detective profesional, Mrs. Gladden- y se emplearon a fondo a la hora de asentar las bases definitivas de las llamadas The female detective.

Con posterioridad fueron autoras como Sue Grafton, Sara Paretsky, Ruth Rendell, P.D. James o Patricia Highsmith quienes harían propio este universo criminológico y sepultarían para siempre una de las máximas que C.K. Chesterton incluyó en su muy discutible manual «Cómo escribir relatos policíacos»: la novela negra solo puede ser escrita por un hombre. Al parecer, ya han pasado los días en los que a las mujeres se les atribuyó la calma que se requiere eliminar a una víctima mediante el recurso pausado del veneno en beneficio de la inmediatez práctica del gatillo.

Con estos mimbres y teniendo siempre presente la fidelidad del lector o lectora de novelas negras -en muchas ocasiones se confunden los términos policíaco y negra-, ha irrumpido con fuerza en el mercado literario un subgénero englobado dentro del negro y que ha suscitado tanto interés como controversia, el femicrime.

Protagonismo de la mujer

En un intento por dotar de cierto sentido a este discurso literario, en Estados Unidos se han extendido diferentes opiniones relacionadas con el citado femicrime. Para muchos expertos, este termino engloba a un determinado tipo de novela negra escrita por mujeres tipo Sara Blaedel, autora danesa enclavada en las denominadas Crime Queens escandinavas. Otro, en cambio, matizan mucho más las bases sobre las que se asienta este subgénero y determinan que a él pertenece un tipo de novela en el que resulta muy evidente una posición netamente feminista.

Finalmente, una tercera corriente de opinión ha determinado que las novelas del femicrime son todas aquellas que enraizadas en el género negro, aciertan a entremezclar el perfil de una mujer que debe afrontar su labor detectivesca y su rutina cotidiana. Para Lene KaaberbØl y Agnete Friis, dos escritoras danesas enclavadas en esta corriente y que han alcanzado gran renombre internacional gracias a novelas como «El niño de la maleta» o «Una muerte imperceptible, el término femicrime debería ser reservado exclusivamente para las novelas negras que incluyan a mujeres dotadas de una gran contundencia y que en todo momento descubran una actitud feminista. Es decir, que estaríamos hablando de personajes fuertemente inspirados por la iconográfica creación de Stieg Larsson, Lisbeth Salander.

El apabullante éxito editorial que cosechó la trilogía «Millennium» de Stieg Larsson propició que se abrieran de par en par las puertas a un auténtico torrente de novelas policíacas provenientes de países escandinavos que, con mayor o menor fortuna, incluían algunos elementos ya esbozados por el citado Larsson en «Los hombres que no amaban a las mujeres», «La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina» y «La reina en el palacio de las corrientes de aire». De entre todo el imaginario orquestado por el autor, emergió un referente llamado Lisbeth Salander.

La chica del dragón

El gran acierto de Larsson a la hora de poner en escena a esta indomable hacker se debe a que supo aglutinar en ella buena parte de los arquetipos que ya estableció con anterioridad la literatura y el cine escandinavos, los cuales siempre otorgaron una gran importancia a la violencia sicológica como detonante de una acción.

En este sentido, Salander oculta tras su fachada granítica un cúmulo de episodios violentos que acontecieron en el pasado y que han perfilado su perfil sicológico actual. La violencia anida en el personaje y ello la convierte en una rebelde con causa. Lisbeth odia la autoridad representada por el Estado -es violada por un tutor impuesto por este- y ello posibilita que salga a la luz el lado inquietante que se oculta en una sociedad tan aparentemente liberal como la sueca. Gracias a este perfecto estudio de personaje, Larsson propició que el origen que dio sentido a las primeras novela negras recuperara su status perdido en un género -el negro- en el que los policías y los poderes a quienes representan se habían convertido en protagonistas de un universo que no les correspondía.

En su intención por ahondar en las injusticias globales que nos rodean, autoras como Lene KaaberbØl y Agnete Friis no han dudado en subrayar los pasajes relacionados con la problemática que viven las llamadas minorías étnicas atrapadas en esta Europa del bienestar aparente. Para estas autoras, el género del femicrime se asocia muy a menudo y equivocadamente con un tipo de literatura que aborda temas «tradicionalmente» relacionados con las mujeres y que los hombres no abordan porque consideran que no tiene excesiva relevancia. Este error de apreciación ha provocado cierta polémica que tiende a relacionar este concepto de novela negra con otro tipo de literatura que únicamente se preocupa de otorgar protagonismo a las mujeres en un entorno cotidiano exclusivo y que únicamente funciona desde parámetros asociados a una tipología de mujer que, entre risas y lágrimas, habita un entorno casi exclusivo y no observa lo que acontece a su alrededor.

Por ese motivo, y en su intento por aclarar su discurso, las autoras englobadas en el femicrime han insistido en reiteradas ocasiones que lo suyo no es educar a los lectores. Su objetivo central es intentar contar historias interesantes que permitan romper los arquetipos de un modelo de escritura asociado a la mujer y, sobre todo, al tópico.

Rompiendo arquetipos

Por ejemplo, Lene KaaberbØl y Agnete Friis revelaron que para escribir «Una muerte imperceptible» borraron por completo los clichés asociados a los gitanos. No querían retratar a un grupo de gitanos que tocan el violín y se dedican a robar y a bailar vestidos con ropa de colores y pendientes de oro. Esta postura hubiera traicionado sus propios principios y habría sido como si insultaran a la etnia que pretendían retratar. Por ese motivo, se trasladaron a Hungría para recabar todo tipo de información directa con personas que se encontraban en una situación similar a la que padecía uno de sus personajes principales.

En este listado de autoras tampoco podía faltar Mari Jungstedt, una autora sueca en cuya obra cohabitan el crimen y la crítica social. En su novela «Nadie lo ha oído», Jungstedt se adentra en un microcosmo de alcoholismo, violencia y racismo. Un espacio vital claustrofóbico enmarcado en una aparentemente apacible localidad, la isla Gotland. En este entorno de calma y sosiego, el crimen de un fotógrafo convulsiona por completo la rutina cotidiana de unos habitantes que no dudarán en mostrar su lado más inquietante.

Maj Sjöwall, primeros esbozos de la novela negra sueca

La pareja formada por Maj Sjöwall (Estocolmo, 1935) y Per Wahlöö (Gotemburgo, 1926 - Estocolmo, 1975) simboliza el inicio del gran auge vivido por la novela negra que llegó de Suecia. Sjöwall, empleada de una importante editorial, conoció a Wahlöö cuando este ya había publicado varios libros de temática política. En 1962 iniciaron una carrera conjunta, esencialmente dedicada al género criminal que se tradujo en diez libros emblemáticos protagonizados por el inspector Martin Beck.

Fiel a su ideario comunista, Sjöwall se empleó a fondo en sacar a la luz los demonios que habitan en una sociedad tan idealizada como la sueca y no dudó en tildar a Olof Palme de traidor por haber engañado a la sociedad sueca y hacerla creer que vivían en una especie de paraíso terrenal. Teniendo presentes estas premisas, desarrolló junto a Wahlöö un imaginario que sorprendió por su crudeza y por revelar los entresijos sociales de una Suecia marcada por el desencanto y el egoísmo.

En relación a la eclosión vivida por el género negro made in Sweden, esta autora que siempre ha renegado del título de «Dama de la novela negra escandinava», se ha mostrado muy crítica ya que todo, según ella, funciona dentro de los parámetros comerciales. A pesar de ello, esta veterana autora no ha dudado en aplaudir cualquier tipo de iniciativa literaria encaminada a revelar las tinieblas que envuelven a esta aparente sociedad idílica. K.L.