Antonio Alvarez-Solís
Kazetaria
GAURKOA

Con medios y sin fines

Una gran parte de las políticas de los gobiernos actuales están consagradas «no a construir realidades eficaces, sino a invalidar las posibilidades nuevas», con el lema «esto es lo que hay y ¡cuídelo!», considera el autor. Sin embargo, sostiene que hay remedio para esa situación universalizada y apuesta por ejercer la política en un marco altamente socializado, aunque «ahora no contamos con ese marco». Sencillamente porque el poder existente en el mundo está «aristocráticamente» alto y lejos. Y porque, además, es caro.

Pensar enérgicamente en el futuro que deseamos es una poderosa forma de convertirlo en porvenir; esto es, un modo de adelantar su realidad. Por ello, y a fin de pervivir, el Poder ha tratado siempre de desactivar tal tipo de pensamiento cuando le es adverso, haciendo de él una utopía sin sentido alguno. Las políticas de una gran parte de los gobiernos actuales están consagradas no a construir realidades eficaces sino a invalidar las posibilidades nuevas. Prefieren dejar en barbecho la sociedad, tras haberla extenuado con una siega exhaustiva, a declararla en temporada de labranza.

Con estas políticas el paisaje queda reseco, sin esperanza, pero los dirigentes políticos, financieros y culturales insisten en que ha llegado el final de la historia y que sólo caben sacrificios y reparaciones a cargo de una sociedad capaz de soportar todas las miserias y a la que se culpa fundamentalmente del desastre. El lema es terminante: «Esto es lo que hay ¡cuídelo!» ¿Verdaderamente no puede superarse «lo que hay»?

He dedicado una lectura abundante al ser y la personalidad de los políticos actuales, que en su inmensa mayoría sostienen la anterior afirmación, que ha calado con su evidente contradicción en amplias capas de la ciudadanía. Este es el resumen: la ciudadanía siente náuseas ante los políticos presentes, pero no acierta, al menos en gran número, a vivir sin ellos. Esta paradoja recuerda a lo que se dice a propósito de la «democracia» en su interpretación actual, tan deteriorada: la democracia es el peor de los sistemas, excluidos todos los demás. El cinismo, colectivo o personal, alcanza cotas catastróficas. La eficacia más deshumanizada ha sido convertida en moral y la máquina intelectual ha sido puesta al servicio de una razón absolutamente primaria y destinada al encantamiento de las masas. Una de las cosas que hace de la política un menester despreciable a los ojos del peatón urbano es el estatus conseguido, dentro de este sistema y al margen de todo mérito verdadero, por unos políticos advenedizos. La ecuación para definir esta situación es terminante: política=riqueza=corrupción. ¿Hay remedio? Un discurso absolutamente huero ciñe la respuesta a un manido y estricto castigo del corrupto, supuestamente la línea roja que no puede traspasarse. Pero la ecuación se convierte entonces en inversa y regresa a la política por medio de la riqueza y la corrupción. No existe, pues, la posibilidad de otra historia ya que la moral queda inmersa en la técnica, magno camino del progreso. La vida es ya un puro proceso informatizado sin control moral. Un brillante teólogo y filósofo, Paul Ricoeur, escribe en su obra «Previsión económica y elección ética»: «Al entrar en el mundo de la planificación y de la perspectiva desarrollamos una inteligencia de los medios, una inteligencia de la instrumentalización -allí es verdaderamente donde hay progreso-, pero al mismo tiempo asistimos a una especie de difuminación o disolución de los fines. La falta cada vez mayor de fines (morales en su mayor parte: justicia, amor, igualdad, significación) en una sociedad que aumenta sus medios es sin duda la fuente más profunda de nuestro descontento».

Repitamos la melancólica interrogación: ¿hay remedio para esta situación universalizada? Evidentemente, sí. Pero pasa por el acto revolucionario. Claman desde el poder que la revolución es únicamente el detestable sueño de los «rojos» y la pesadilla de los «ilustrados». Cierto es que el proceso revolucionario suele subrayarse con una dosis de violencia, pero esa violencia es hija legítima del comportamiento represor de aquellos poderes que han tapiado el camino al discurso innovador. Es la historia cien veces repetida que no aciertan a leer correctamente unas masas aún deshuesadas por muchos años de armisticio impuesto por el poder absoluto que coloniza la razón.

Ante este estancamiento social, hay que recuperar la moral del servicio público, que exige para resultar noble no estar contaminado por el precio material que exigen sus protagonistas. Tampoco se trata de embutir el deseo noble en la utopía infantil. Ante todo hay que delimitar lo que supone el concepto de «servicio», ya que este tipo de lenguaje suelen manejarlo con absoluta incontinencia y malicia los que gobiernan fascistamente la finca. También ellos proclaman que la política es un servicio, pero ¿a quién y cómo ese servicio? La gente sabe a quién, pero la «gente» no deriva ya de gens, el colectivo social concienciado de su propio ser. La «gente» es en este momento, y a pesar de los brotes «rojos», un embrollo lingüístico. Un amasijo sin perfiles. Digamos que es el contribuyente. No es un suelo generador de vida, sino un dato contable de la hacienda pública.

Hasta que la política no constituya un quehacer honroso, es decir una ofrenda a los «otros», una labor penetrada por la calle y no un quehacer al margen de la ciudadanía, la política será pura adulteración. El político debe vivir de su profesión u oficio personal. Ello garantiza, además, su conexión íntima con lo cotidiano. Desde esa plataforma, el político organiza el deseo popular expresado de múltiples maneras y mediante las más diversas manifestaciones. Y eso no supone un trabajo burocrático que haya de ser valorado materialmente. Será el funcionario, el experto, quien a continuación elabore la ley o la norma. El político, como portador de iniciativas, funciona con el ideal. Y al ideal no se le sirve con jornadas laborales. Bien está que se valoren las horas de asamblea o de disciplina ministerial, pero esta valoración no es aplicable a la reflexión política del diputado o senador. El político vive para desear públicamente lo que deseamos privadamente los ciudadanos de manera individual o grupal, no para ocupar un despacho y mucho menos para convertirse en un funcionario del poder. Toda esta confusión en torno a lo que es el representante político y lo que es el gobernante, dos escalones distintos, nace de la tentación de convertir el poder en una máquina de riqueza.

Esa moral del servicio ha de recuperarla la revolución de la calle. La política no necesita tiempo de pago; precisa contacto con el sistema nervioso de la sociedad, quizá horizonte mágico. ¿Y cómo se puede traducir a dinero ese horizonte? Me aterra esa borrachera en que caen tantos ciudadanos que reclaman a gritos el gobierno del experto, el quehacer del especialista como palanca de la gobernación. O sea, el político pagado. Los expertos vienen a ser, con preocupante frecuencia, cerebros en que no cabe la invención mágica propia del político.

El político ha de resarcirse de su trabajo con la satisfacción que le haya producido servir a la colectividad que ha dejado los problemas públicos en sus manos. Esperar de la política otra cosa que esté más allá del primario reconocimiento ciudadano es poner la primera piedra para la corrupción. Aspiro a que me gobierne gente normal, que no me invite retóricamente a un presente destructor ni a un futuro neblinoso. Un pueblo que vive deslumbrado por conceptos o virtudes excepcionales de sus dirigentes está llamado a la infelicidad. Incluso en un marco de sencillo equilibrio las tentaciones suelen sobrevenir de un modo torrencial como sucedió a San Antonio Abad según El Bosco. La mejor forma de hacer frente a estas seducciones es ejercer la política en un marco altamente socializado. Ahora no contamos con ese marco. El poder existente en el mundo está aristocráticamente alto y lejos. Es, además, caro. Ha privado de tacto y vista a la ciudadanía. Dada esta situación, no parece fácil la dignidad en el poder. El suelo de los palacios pervierte el pie de los políticos.